Derechos de los usuarios de servicios de hostelería

Derechos de los usuarios de servicios de hostelería

SERVICIOS DE HOSTELERÍA.

Existe una compleja y prolija regulación relativa a los distintos tipos de establecimientos hosteleros: hoteles, hostales, pensiones, casas rurales, campamentos, restaurantes, cafeterías, bares, etc. Además, dado que las competencias en esta materia están transferidas a las Comunidades Autónomas, en cada una de ellas existe una normativa propia, por lo que sólo se pueden ofrecer aquí unas orientaciones generales. En cualquier caso, esta normativa es vinculante para el empresario, como ocurre en general con toda la que pretende proteger a los consumidores, por lo que las cláusulas que aquél pretenda introducir en los contratos que celebre no serán válidas si son abusivas o, en cualquier modo, contradicen lo dispuesto reglamentariamente.
1) Precios.
Los precios en todos estos establecimientos son libres, cada hostelero puede fijarlos con toda libertad, pero debe comunicarlos a la autoridad competente con anterioridad y tenerlos expuestos al público. En particular, respecto a los establecimientos de hospedaje, se impone un sistema de fijación anual de precios, por lo que no se podrán variar en función de la ocupación en un momento determinado; únicamente es admisible la variación preestablecida entre temporada (o fechas) alta, media y baja, con especificación clara del precio en cada una de esas épocas.
Existe también una compleja regulación en cuanto a las limitaciones de precios en función de la ocupación de habitación doble por una persona si no existen habitaciones individuales disponibles; sobre el precio conjunto de la pensión alimenticia, sobre la estancia en régimen de pensión completa, sobre el uso de servicios accesorios, etc.
En los establecimientos de restauración también existe la obligación de fijación previa y exposición al público de los precios; la obligación de preparar un menú o plato combinado del día, que no podrá ser inferior en cantidad o calidad a los demás platos, etc.
2) La calidad del servicio.
El servicio prestado por cada establecimiento debe corresponderse con la categoría del mismo, según la clasificación reglamentariamente establecida, muy prolija en esta materia.
Alcanza una relevancia muy particular en el caso de los alimentos y bebidas, por las consecuencias perjudiciales para la salud que puede tener cualquier incumplimiento, por lo que existen controles específicos por las autoridades competentes en materia de sanidad pública.
Es particularmente relevante, por lo frecuente de esta infracción, la expedición de bebidas alcohólicas de pésima calidad por numerosos establecimientos especializados, sitos en las zonas de mayor animación nocturna en cada ciudad. Esta práctica se ha extendido hasta el punto de que los propios distribuidores ya entregan las botellas, de cualquier marca, rellenadas con brebajes que llegan a ser tóxicos (como lo prueban los dolores de cabeza y estomacales que sufren quienes los ingieren, impropios de una bebida de calidad mínimamente aceptable). Para acabar con esta práctica, se debe denunciar a los establecimientos que la sigan ante las autoridades municipales o autonómicas competentes en materia de sanidad pública, que podrán presentarse en el establecimiento para tomar muestras y realizar sobre ellas los análisis pertinentes. Si se comprueba el fraude, abrirían un procedimiento sancionador que podría llegar incluso a la clausura del establecimiento.
3) Derecho de acceso.
El acceso a los establecimientos públicos ha de ser libre; sólo se podrá limitar, previa autorización de la autoridad competente, por razones de edad, moralidad, higiene o convivencia. No, por supuesto, por razones de raza, forma de vestir, orientación sexual, etc. La negativa a permitir el acceso a alguna persona por una razón ilegítima podrá dar lugar a una infracción sancionable administrativamente y a responsabilidad civil por daño moral.
4) Responsabilidad civil.
a) En contratos de hospedaje. El Código Civil prevé la responsabilidad del hostelero por los bienes que el cliente introduzca en su establecimiento, cuando fueran sustraídos o dañados por sus empleados o personas ajenas. Se establece esa responsabilidad cuando el cliente siguió las indicaciones del hostelero respecto a su custodia (normalmente, depósito de joyas, dinero y objetos de valor en la caja fuerte), de forma que debe indemnizar la pérdida de esos efectos siempre que hayan sido entregados para su custodia, y también la pérdida o daño de otros bienes de menor valor que se encontraran en la habitación del cliente. Quedan excluidos legalmente los supuestos de robo a mano armada y fuerza mayor. Los tribunales han extendido esa responsabilidad a numerosos casos en que se pruebe una deficiente labor de vigilancia dentro del establecimiento: bienes desaparecidos de habitaciones cerradas, sustracciones en caravanas estacionadas en campings, etc.
b) En restaurantes, bares, etc. Los casos más frecuentes son los derivados de alimentos en malas condiciones, que dan lugar a intoxicaciones. Existe una responsabilidad del restaurador cuando se produce la intoxicación por la comida o bebida que sirve. La indemnización estará en función de la gravedad de la intoxicación, días de baja, etc.; también habrá que indemnizar el daño moral: p.ej., cuando la intoxicación se produce en el banquete de bodas, echando a perder la fiesta, la noche nupcial, el viaje…
c) Por caídas en el establecimiento. En los últimos tiempos se están concediendo con cierta frecuencia por algunos juzgados indemnizaciones como consecuencia de caídas en el interior de establecimientos hosteleros (también en otro tipo de establecimientos abiertos al público, incluso por caídas en la calle, de los que sería responsable el Ayuntamiento). Existirá responsabilidad cuando se pueda acreditar que la caída o accidente se debió a una mala disposición de algún elemento del mismo: suelo resbaladizo no señalizado, obstáculos difíciles de detectar, etc., no por el simple hecho de la caída.
5) Reclamaciones.
Para efectuar cualquier reclamación, solicite la hoja de reclamaciones que todos estos establecimientos deben tener a disposición del público. En caso de que no la tengan, incurrirán en una infracción administrativa sancionable; llame a la policía municipal para que levante atestado. La administración competente iniciará un procedimiento informativo y, en su caso, sancionador, si comprueba que ha habido alguna infracción. No tiene competencia para obligar al empresario a indemnizar o reintegrar las cantidades pagadas, aunque puede hacer de mediador. En caso de que no se logre un acuerdo con esa intervención, habrá que acudir a un procedimiento arbitral, si el empresario se somete al mismo, o al Juzgado.
Recuerde que si el motivo de la reclamación se refiere al precio, deberá abonar la cantidad que se le pida, contra la entrega de factura; y con esta en su poder iniciar el procedimiento correspondiente.

Talleres de reparación de vehículos.

Talleres de reparación de vehículos.

REPARACIÓN DE VEHÍCULOS
La actividad de reparación de vehículos automóviles constituye una relativamente abundante fuente de quejas y reclamaciones, consecuencia de las dificultades intrínsecas de la actividad y, en algunos casos, de que determinados profesionales del ramo no actúan con la transparencia, la seriedad y la profesionalidad requeridas, lo que repercute en el buen nombre de la generalidad del sector y da lugar a que muchos usuarios acudan a ellos con cierta prevención. A continuación se recogen una serie de derechos y obligaciones de las partes, que servirán, primeramente, de orientación a los consumidores para que conozcan cómo se protegen sus intereses y cómo defenderlos; y, en segundo lugar, de guía a los propios profesionales del sector en cuanto a los límites o requerimientos formales de su actividad, de forma que, respetándolos, se vean libres de reclamaciones y ofrezcan un servicio plenamente satisfactorio para sus clientes.
I.- IDENTIFICACIÓN DEL TALLER.
Una primera cuestión reglamentada, quizás de una transcendencia mayor de la que parece, se refiere a los signos distintivos que han de ostentar los talleres del ramo, a fin de evitar confusiones a los usuarios.
Deben colocar una placa en el exterior del taller con un símbolo que indique la actividad o actividades en que está especializado (mecánica, electricidad, carrocería o pintura); si es centro de diagnosis o de reparación de motocicletas; y la acreditación correspondiente a la autorización de la Comunidad Autónoma.
Deben indicar también si es el taller oficial de alguna marca. En el caso de no serlo, no podrán colocar ninguna referencia a marca alguna, para evitar que pueda inducir a error a los usuarios.

II.- LETREROS INFORMATIVOS.
En el interior del local deben exhibirse una serie de letreros que permitan al usuario informarse adecuadamente de sus derechos. En concreto, deben fijarse en lugar visible y legible carteles indicativos de lo siguiente:
-Los precios aplicables por hora de trabajo y por servicios concretos; los de los que se realicen fuera de la jornada normal de trabajo, por servicios móviles del taller y de la estancia diaria. En todo caso, los precios indicados comprenderán todo tipo de cargas, especificando la parte que corresponda a impuestos u otros gravámenes.
-Que todo usuario tiene derecho a presupuesto escrito de las reparaciones o servicios que solicite.
-Que todas las reparaciones o instalaciones están garantizadas por tres meses (15 días, si se trata de vehículos industriales) o 2.000.-kms.
-Que existen hojas de reclamación a disposición de los clientes, que habrán de presentarse ante las autoridades de consumo.
-Que el coste por la elaboración del presupuesto se determinará de conformidad con lo establecido reglamentariamente.
-Que el cliente sólo deberá pagar por la elaboración del presupuesto en el caso de que no lo acepte.
-Que el taller tiene a disposición del público las normas legales que regulan su actividad.
-El horario de servicio al público (colocado en el exterior del taller).
Los talleres oficiales de marca además tendrán a disposición del público los catálogos y tarifas de las piezas para reparaciones, las tablas de tiempos de trabajo y su sistema de valoración, facilitadas por el fabricante.
En los documentos que se entreguen a los clientes no se podrán incluir cláusulas que regulen los derechos y obligaciones de las partes con un tamaño de letra inferior a 1’5 mms. de altura. En cualquier caso, esas cláusulas no podrán contradecir ninguno de los derechos que se reconocen legal o reglamentariamente a los usuarios.

III.- PIEZAS DE REPUESTO.
Las piezas de recambio que se coloquen deben ser nuevas y adecuadas al vehículo a reparar. Para que esto se pueda comprobar, la pieza colocada deberá llevar fijada de forma legible e indeleble la marca del fabricante y la contraseña de homologación, cuando corresponda.
Se podrá colocar piezas usadas, reparadas o reconstruidas sólo con previa conformidad escrita del usuario. Para este supuesto el taller deberá facilitarle información sobre su procedencia. En todo caso, el propio taller se responsabilizará y garantizará al cliente el buen funcionamiento de la pieza, incluso cuando no haya sido reparada o reconstruida por él, sin perjuicio de que, si la pieza resultase defectuosa, una vez efectuada la nueva reparación o sustitución que corresponda a la garantía el taller podrá reclamar contra quien se la suministró.
Está expresamente prohibido colocar cualquier tipo de pieza o elemento proscrito por el Código de la Circulación, por lo que su colocación podrá dar lugar a la imposición de la sanción que corresponda al propietario del vehículo que infrinja directamente el Código de la Circulación y al taller que colocó tal pieza.
El taller deberá tener a disposición del cliente la documentación que acredite el origen de los repuestos utilizados y su precio.
Deberá también entregar al cliente las piezas sustituidas, salvo que éste las rehúse expresamente.
Está prohibido incrementar el precio de los repuestos: sólo se podrá repercutir al cliente el precio que el taller haya pagado por ellos.

IV.- ADMISIÓN DEL VEHÍCULO.
1) Derecho de admisión.
El taller podrá reservarse el derecho de admisión sólo por causas razonables, objetivas y proporcionadas, que deben ser expuestas en lugar visible. No se podrá negar la admisión para servicios cubiertos por garantía, que además deben ser realizados con prioridad.
2) Presupuesto.
Todo usuario tiene derecho a un presupuesto con validez mínima de doce días hábiles en el que debe figurar la identificación del taller, la del usuario, del vehículo, con expresión de los kms. recorridos, la reparación a efectuar con indicación del precio desglosado, la fecha y firma del titular, la fecha prevista de entrega del vehículo reparado a partir de la aceptación del presupuesto, la indicación del período de validez del presupuesto y con espacio para la fecha y firma de aceptación del usuario.
La confección del presupuesto sólo podrá cobrarse cuando el propietario del vehículo rechace la reparación. En tal caso, su precio no podrá superar el resultado de multiplicar el precio de la hora de trabajo anunciada en el taller por el tiempo de trabajo que las tablas elaboradas por los talleres oficiales de la marca del vehículo establezca para el diagnóstico, salvo que se justifique la necesidad de emplear un mayor tiempo. Esta cantidad se incrementará en los impuestos indirectos y en el precio de los materiales que haya sido necesario restituir para dejar el coche en las mismas condiciones en que se entregó al taller (lógicamente, sólo en el caso que esa restitución fuese objetivamente necesaria, no cuando se deriva de una actuación torpe del taller).
El propietario del vehículo puede renunciar a la confección del presupuesto, lo que deberá hacer constar en el resguardo de depósito de su puño y letra y con su firma.
El taller sólo podrá realizar la reparación cuando el cliente haya dado su conformidad mediante la firma del presupuesto o de la renuncia. De esta manera, si durante la reparación apareciese una nueva avería, no podrá ser reparada sin más, sino que será preciso informar al cliente con indicación del coste de esa nueva reparación, y éste deberá manifestar su conformidad de nuevo.
3) Resguardo de depósito.
Siempre que el vehículo quede en el taller, sea para la reparación o mientras se confecciona el presupuesto, deberá entregarse al cliente un resguardo acreditativo de tal depósito. El presupuesto aceptado por el cliente hará las veces del resguardo, de forma que en este caso ya no será necesario la duplicidad de documentos. En el resguardo deberán constar los datos identificativos del taller, del usuario, del vehículo y del servicio a prestar, con la fecha prevista de entrega del presupuesto o del vehículo reparado, y fecha y firma del titular del taller. Deberá devolverse el resguardo para recoger el presupuesto o el vehículo; en caso de extravío, bastará con que el cliente se identifique.
Resguardo y presupuesto se expedirán por duplicado, un ejemplar para el taller y otro para el cliente. El taller debe conservar su ejemplar por un plazo mínimo de tres meses.

V.- FACTURACIÓN.
1) La factura.
El cliente podrá volverse atrás del encargo realizado, sea la elaboración del presupuesto o la reparación, en cualquier momento. Únicamente deberá abonar el importe de los trabajos realizados hasta ese momento.
El taller debe entregar factura en todo caso, con el máximo detalle. En ella se hará constar la extensión de la garantía.
En todos los casos, incluso cuando la reparación efectuada esté en período de garantía, por lo que la reparación será gratuita, debe informarse al cliente por escrito de las reparaciones efectuadas y de las piezas sustituidas. Como ya se ha indicado, el taller no puede introducir ningún incremento en el precio de venta al público de las piezas, y para demostrar que no lo ha hecho deberá tener a disposición del cliente la factura acreditativa de lo que pagó por las piezas utilizadas; sólo excepcionalmente el taller podrá cobrar los gastos soportados por desplazamientos para adquirir las piezas.
Los talleres oficiales de cada marca sólo podrán facturar como tiempo empleado en la reparación o sustitución de piezas el expresado en la tabla de tiempos elaborada al efecto. Los talleres independientes podrán cobrar una cantidad hasta un 20% superior a la recogida en esas tablas (aunque es frecuente que la cantidad que cobran sea inferior).
En las reparaciones no se podrá cobrar una cantidad superior a la que correspondería por la sustitución de la pieza, si ello fuere posible.
2) Gastos de estancia.
Sólo podrán cobrarse los gastos de estancia cuando el cliente no apruebe el presupuesto o retire el vehículo en el plazo de tres días desde que están a su disposición, por el tiempo que exceda de ese plazo y siempre que el vehículo esté dentro de los locales del taller.
Por otro lado, si el taller hace uso de su derecho de retención como consecuencia de alguna discrepancia con el cliente sobre la reparación o la factura y el cliente presenta una reclación ante el organismo competente en consumo, sólo podrá cobrar gastos de estancia si el instructor del expediente determina que no existe responsabilidad por parte del taller denunciado. Considero que esta norma no es equitativa porque la estancia no se produce a instancia y en interés del cliente, sino exclusivamente como medida coactiva (aunque legal) del taller y en su exclusivo interés, para hacer valer con más fuerza su derecho al cobro de la factura, por lo que debería cargar con su coste.

VI.- GARANTÍA.
Toda reparación o sustitución de piezas tendrá una garantía mínima de tres meses (quince días para los vehículos industriales) o dos mil kms. recorridos, salvo que después se manipule por terceros. La garantía incluye tanto los materiales como la mano de obra y los demás gastos que se puedan ocasionar, como el desplazamiento de mecánicos o el del vehículo, y los impuestos. El taller puede efectuar la nueva reparación por sí mismo o por otro taller en su nombre, con información previa al usuario.
Obviamente, la garantía no se extenderá a las piezas que aporte el propio usuario. Tampoco a la nueva avería producida como consecuencia del rechazo por el usuario de reparar averías previamente comunicadas por el taller en la forma indicada.
La conducción del vehículo fuera del taller por personal de éste sólo está permitida a efectos de comprobación, nunca para usos propios del taller.

VII.- RECLAMACIONES.
Deben existir hojas de reclamaciones a disposición del público, según modelo oficial. En ellas el cliente expresará su queja, el titular del taller podrá expresar su versión de los hechos y el primero deberá presentar la copia correspondiente en el organismo competente en consumo.
La falta de hojas de reclamaciones, o la negativa a entregarlas será sancionable por sí misma, y permitirá que el afectado pueda efectuar la denuncia por cualquier otro medio.
Debe tenerse en cuenta que la presentación de la reclamación ante los organismos de consumo sólo puede tener como efecto la apertura de un expediente sancionador, pero no la compulsión al taller a satisfacer el derecho del consumidor, cuando se demuestre que ha sido violado. El usuario perjudicado deberá acudir a los tribunales arbitrales de consumo (si el taller se somete a ellos) o a los tribunales para defender la satisfacción del derecho, si el titular del taller no accede voluntariamente a ello en el curso del expediente administrativo.

Talleres de reparación de electrodomésticos

Talleres de reparación de electrodomésticos

«Buena fe y calificación de condiciones generales de la contratación como abusivas. A propósito de la sentencia de la AP Oviedo de 5 de marzo de 1999 (imposición de subrogación en la hipoteca del promotor inmobiliario)», publicado en la revista La Ley, el 1 de septiembre de 1999.

«Buena fe y calificación de condiciones generales de la contratación como abusivas. A propósito de la sentencia de la AP Oviedo de 5 de marzo de 1999 (imposición de subrogación en la hipoteca del promotor inmobiliario)», publicado en la revista La Ley, el 1 de septiembre de 1999.
Buena fe y calificación de condiciones generales de la contratación como abusivas.
A propósito de la sentencia de la AP Oviedo de 5 de marzo de 1999 (imposición de subrogación en la hipoteca del promotor inmobiliario).

SUMARIO
I. Introducción.-II. Antecedentes de la sentencia de la Audiencia Provincial de Oviedo de 5 de marzo de 1999.-III. Fundamentos jurídicos de la sentencia de la Audiencia Provincial de Oviedo de 5 de marzo de 1999. Cuestiones generales: 1. La buena fe y el justo equilibrio de prestaciones como requisitos de validez de las condiciones generales. 2. Significado de la cláusula general prohibitiva y de la lista negra de claúsulas prohibidas: A) Ambito de aplicación del control del contenido. B) Criterios para efectuar el control del contenido. 3. Eficacia del acto de adhesión. 4. Determinación del carácter abusivo de las condiciones generales enjuiciadas: A) Obligación de subrogarse. B) Imposición al adquirente de gastos propios del vendedor.

I. Introducción.
Una de las principales dificultades que presenta la aplicación práctica del nuevo art. 10 bis de la Ley 26/1984 de 19 de julio, general para la defensa de los consumidores y usuarios, introducido por la disp. adic. 1.ª de la Ley 7/1998 de 13 de abril, sobre condiciones generales de la contratación, y que ya presentaba su original art. 10, consiste en establecer cuándo una cláusula es abusiva y, por ende, incurre en vicio determinante de su nulidad radical. La definición de las cláusulas abusivas constituye un concepto jurídico indeterminado que obliga a que en cada supuesto deba hacerse una valoración de una serie de circunstancias e intereses en conflicto, lo que en ocasiones puede ser extraordinariamente complejo. Así lo demuestra la práctica jurisprudencial, ya que entre las numerosas sentencias que se han enfrentado a este problema muy pocas exponen el hilo del razonamiento que ha llevado a la conclusión a favor de la validez o de la nulidad de la cláusula cuestionada. Con frecuencia se limitan a exponer una serie de consideraciones genéricas sobre la libertad contractual, o su ausencia en supuestos de contratación por adhesión y, en su caso, acerca de la necesidad de establecer cortapisas a los abusos que se pretenden cometer al amparo de esta fórmula contractual.
Pues bien, con este trabajo pretendo realizar un primer desbroce de este problema, examinando algunas de las circunstancias que deberían tenerse en cuenta a la hora de enjuiciar cada supuesto y las implicaciones que en este campo tiene el principio de la buena fe, que ya adelanto que me parece que es el elemento central alrededor del que gira toda la normativa sobre los contratos de adhesión.
Para esclarecer el asunto, a modo de ejemplo, me apoyo en el comentario de la sentencia de fecha 5 de marzo de 1999 de la Sección 6.ª de la Audiencia Provincial de Oviedo, que declara la nulidad, por considerarlas abusivas, de unas condiciones generales introducidas por un promotor inmobiliario en sus formularios contractuales. Esta sentencia contempla un supuesto de una importante transcendencia económica para un gran número de personas en cuanto se refiere a las condiciones económicas de la adquisición de su vivienda, que normalmente es el acto de mayor importancia económica que se llega a realizar a lo largo de la vida; por lo mismo, tiene una gran relevancia para el mercado inmobiliario y bancario. A pesar de ello y de que está específicamente contemplado, al menos en parte, por la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, no suele llegar al conocimiento de los tribunales, al menos con la frecuencia que cabría esperar.
Se trata, concretamente, de la obligación que asume quien compra una vivienda a su promotor de subrogarse en el crédito hipotecario que éste contrató para financiar la construcción del inmueble; obligación que se acepta sin tener conocimiento, muchas veces, de las condiciones económicas de ese crédito y como una prestación complementaria que no se puede aceptar, rechazar o negociar por separado. Esto implica que en muchas ocasiones el comprador se encuentra sometido a unas condiciones francamente peores que las existentes en el mercado financiero con la consecuencia de que la adquisición que le había parecido relativamente económica o razonable (en la medida en que los precios imperantes en el tráfico inmobiliario puedan calificarse así) se encarece notablemente.
Seguramente, la razón de que la problemática contemplada en esta sentencia no llegue a traducirse con más frecuencia en litigios reside en que los consumidores afectados rara vez llegan a tener conocimiento de sus derechos y se creen obligados a asumir la subrogación en el crédito hipotecario contratado por el promotor debido a que firmaron el contrato de compraventa en que expresamente se recogía tal obligación, creencia que se extiende al propio juzgador de instancia en el caso objeto de este comentario; y a que, incluso cuando sean conscientes de sus derechos, les faltará el coraje preciso para afrontar los riesgos de un pleito de resultado incierto y que les obliga a adelantar los gastos cuyo reintegro se logrará tan sólo tras obtener una sentencia favorable, mucho tiempo después. Faltará también, de ordinario, la unidad entre los afectados para actuar de consuno y el conocimiento sobre el mercado crediticio necesario para tomar la iniciativa de negociar unos créditos alternativos más económicos, desvinculándose del contratado por el promotor, que les permitan afrontar incluso el riesgo de pérdida del litigio.
Por todo ello, esta sentencia es un precedente positivo que permitirá avanzar en la protección de los consumidores, poniendo un nuevo obstáculo a una práctica abusiva muy generalizada.

II. Antecedentes de la sentencia de la Audiencia Provincial de Oviedo de 5 de marzo de 1999.
A continuación, paso a exponer los antecedentes fácticos del caso, ampliando lo esquemáticamente recogido en el fundamento de Derecho 1.º de la sentencia.
Los demandantes adquirieron sendas viviendas, con sus garajes y trasteros, a la empresa promotora de una urbanización privada, en escritura privada y sobre plano, ya que la construcción estaba en sus inicios. Los contratos suscritos tenían la naturaleza de «contratos de adhesión», ya que eran todos iguales, basados en unas mismas «condiciones generales de la contratación». Tras expresar el precio de las viviendas y anexos transmitidos en cada caso, una condición general indicaba la forma en que se haría el pago: una parte a la firma de la escritura privada, otra parte por medio de letras de vencimiento mensual, una tercera se pagaría en efectivo a la entrega de las llaves y una última parte por medio de la subrogación en el crédito hipotecario contratado por la promotora con el Banco H. No se indicaban en el contrato las condiciones económicas del crédito hipotecario ni se establecía penalización alguna para el caso de que no se llegase a realizar la subrogación. Por otro lado, existe una cláusula que establece que la cantidad que debía ser objeto de subrogación crediticia podría variar en más o en menos, por lo que sería objeto, en su caso, de la regularización pertinente en el momento de formalizar la escritura pública.
Llegado el momento de la entrega de las viviendas terminadas, de firmar las escrituras públicas y proceder a las subrogaciones en cuestión, se ponen en conocimiento de los adquirentes las condiciones económicas del crédito hipotecario que obtendrían y la cantidad a que ascendería. Reciben la sorpresa de que aquellas condiciones no están en consonancia con las ofertas que rigen en el mercado (se establecen a un tipo variable, por referencia al MIBOR más un diferencial relativamente alto, y se estable una comisión de apertura que no tiene sentido alguno ya que no existe realmente concesión de un nuevo crédito, sino subrogación en uno ya existente; además, no se concede ninguna de las ventajas asociadas a este tipo de operaciones -entrega de una tarjeta de crédito sin coste, apertura de cuenta sin comisiones, etc.-) y de que la «regularización» de las cantidades objeto de subrogación y de entrega en efectivo se hacía realidad, ya que había una alteración de ambas cantidades en algunos casos en cuantía muy considerable (incluso superior a 1.250.000. ptas. en un caso), sin justificación alguna.
Se inician negociaciones con el Banco H. y con la promotora para solucionar el problema de esas «regularizaciones» y para tratar de conseguir unas condiciones más favorables, con la advertencia de que se podían conseguir en otras entidades unos créditos mucho más económicos. La respuesta es que no se pueden alterar las cantidades por las que se debe efectuar la subrogación, pero que el Banco concedería préstamos con garantía personal, en las condiciones habituales (en las condiciones habituales del Banco, también más caras que las de otras entidades), a quienes lo necesitasen por habérseles elevado de manera considerable la cantidad que habían de entregar en efectivo; que las condiciones del préstamo hipotecario eran inmutables y que además se exigiría una comisión de cancelación del 1 por ciento en caso de que no se llegase a realizar la subrogación, cuyo pago sería condición para proceder a la cancelación contable del crédito; y que la promotora no se haría cargo de los gastos de cancelación registral de las hipotecas.
Ante ello, los compradores solicitan los créditos hipotecarios que precisaban con otras entidades bancarias, en condiciones francamente mejores que las que pretendía imponer el Banco H., por la cantidad exacta que necesitaban y por el plazo que más se ajustaba a sus intereses. El importe del crédito fue entregado por los bancos prestamistas directamente a la promotora y al Banco H., si bien debió ampliarse éste en el 1 por ciento de la cantidad que correspondía a este último, ya que exigió tal abono como «comisión de cancelación anticipada» bajo la advertencia de que, de no hacerse efectiva, no cancelaría contablemente el préstamo y ejecutaría la hipoteca. Lógicamente los bancos prestamistas no podían permitir tal actuación, que pondría en peligro su garantía, por lo que de acuerdo con los interesados pagó dicha «comisión» mediante una ampliación del crédito solicitado inicialmente.
Inmediatamente los compradores reclamaron a la inmobiliaria vendedora que les reintegrase el importe de esa «comisión de cancelación anticipada», con el coste que les supuso (intereses de la ampliación del crédito hipotecario solicitado) y que se hiciese cargo de los gastos de cancelación registral de las hipotecas inscritas a nombre del Banco H. (ha de señalarse que en las escrituras públicas el vendedor hacía constar que entregaba las viviendas libres de cargas, cuando en realidad se negó a hacerse cargo de los gastos de cancelación registral de las hipotecas a favor del Banco H.).
La sentencia de instancia desestimó la pretensión actora, concluyendo que las cláusulas cuestionadas no son abusivas, argumentando que:
a) los contratos privados de compraventa fueron firmados libremente por los actores;
b) las condiciones de pago, entre las que figuraban la que obligaba a la subrogación en el crédito hipotecario y los gastos de cancelación registral, estaban redactados de forma clara y precisa, por lo que los compradores las conocieron;
c) esta forma de financiación es habitual en el mercado, y
d) la razón de que las condiciones del préstamo del Banco H. fuesen más onerosas que las contratadas por los actores se debe a la bajada del precio del dinero, y que los actores no hacen comparación alguna con las condiciones existentes en el momento en que se firmó el contrato privado.

III. Fundamentos jurídicos de la sentencia de la Audiencia Provincial de Oviedo de 5 de marzo de 1999. Cuestiones generales.
La sentencia comentada sale al paso de los referidos fundamentos de la de instancia con razonamientos sólidos y coherentes, que siguen la línea de la más correcta doctrina elaborada respecto a las condiciones generales de la contratación tanto por la jurisprudencia como por los autores científicos, aunque convenga matizar o profundizar alguna de las consideraciones que contiene (1).
1. La buena fe y el justo equilibrio de prestaciones como requisitos de validez de las condiciones generales.
Es correcta la afirmación de que la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios exige el justo equilibrio de prestaciones y que excluye las cláusulas abusivas; y que éstas son las que perjudican desproporcionadamente o de forma no equitativa al consumidor o, dicho de otra manera, comportan una posición de desequilibrio en el contrato en perjuicio de los consumidores o usuarios. Pero con tal definición de la cláusula general prohibiva de las condiciones abusivas se omite su elemento principal: la introducción de esas estipulaciones que altera el justo equilibrio de prestaciones se ha hecho de manera contraria a la buena fe.
A pesar de que la buena fe es el elemento central en torno al cual gira el sistema de control de las cláusulas abusivas (2), desarrollado inicialmente por la jurisprudencia alemana a partir del parágrafo 242 BGB, la generalidad de la doctrina y la jurisprudencia no han acertado a desarrollar una doctrina coherente y fundamentada sobre el significado que tiene sobre las implicaciones del principio de buena fe en este campo. Tanto es así que aunque la redacción original del art. 10.1 c) de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios daba a entender, de forma un tanto confusa, que buena fe y justo equilibrio de contraprestaciones se consideraban dos requisitos bien diferenciados, de tal manera que debían concurrir ambos simultáneamente para la validez de las condiciones generales (3), un gran sector de la doctrina entendió que la buena fe a que se refería el precepto venía a ser lo mismo que la equidad, «objetivizando», si se me permite la expresión, el concepto de buena fe para referirlo a que las condiciones generales en sí mismas consideradas debían respetar la buena fe, entendida como equivalente a la equidad; referían luego el análisis de la concurrencia del requisito de la buena fe a que la ejecución del contrato se desarrollase de buena fe, identificándola con el sentido que tiene en el art. 1258 del Código Civil (4), pero transponiéndolo a la fase de perfección del contrato.
Lo cierto, sin embargo, es que la buena fe objetiva constituye una regla ética de conducta que obliga a comportarse leal y honestamente con la otra parte, obligando a ejercitar el Derecho subjetivo de acuerdo con la confianza depositada por la otra parte y con su finalidad objetiva o económico social (5). Aplicado a la contratación por adhesión, al sistema de control de las condiciones generales, actúa ya antes de la perfección del contrato, obligando al predisponente a tener en cuenta los intereses y expectativas de sus clientes cuando acuden a contratar con él, de tal forma que le exige que dote al condicionado general del contenido que éstos esperarían que tuviera según el tipo contractual de que se tratase y de las relaciones previas y la publicidad que hubiese habido (6), porque la facultad que se arroga de determinar el contenido del contrato tiene su fundamento en facilitar la rapidez y eficacia de la moderna contratación en masa, pero no le autoriza a aprovecharse injustamente de su posición ventajosa en el tráfico para desequilibrar el contrato en su favor (7).
De ello se deriva que la prohibición de las cláusulas que rompen el justo equilibrio de prestaciones no se fundamenta en que estemos ante una rama especial del Derecho que pretenda proteger a un sector particular de contratantes por razón de su status jurídico -«consumidores»-, sino ante una forma particular de contratación en que el contenido del contrato no se determina por la libre negociación entre las partes al venir predeterminado unilateralmente por una de ellas; y como a la otra parte se le priva de la libertad de determinar el contenido del contrato, el principio de buena fe extrema las obligaciones que le son inherentes, prohibiendo al predisponente introducir condiciones que desequilibren el contrato en perjuicio de su clientela o sorprendiéndola indebidamente.
La prohibición de las cláusulas abusivas no constituye, por lo tanto, una limitación a la libertad contractual que establece el art. 1255 del Código Civil (8), sino que trata justamente de preservarla (9) en un ámbito donde prácticamente ha desaparecido; tarea que se logra mediante una aplicación del principio de buena fe (al que está sometido en general todo el campo de la contratación) matizada por las especialidades de la particular forma de contratación que entrañan los contratos de adhesión; por ello, toda argumentación relativa a esa prohibición debería tener en cuenta fundamentalmente las implicaciones que tenga en el caso la buena fe (10). Debe tenerse en cuenta que el hecho de que el Código Civil excluya la rescisión de los contratos por lesión no quiere decir que considere que la equidad ya no es un valor a proteger por el ordenamiento, sino que se renuncia a establecer un control directo sobre ella porque se presume que los contratantes velarán por sus propios intereses, aceptando comprometerse sólo a aquello que les parezca provechoso para ellos; es decir, se delega en los contratantes la facultad de valorar la equidad de los pactos que asumen, pensando que nadie se comprometerá libremente a algo que le perjudique; de ahí el aforismo qui dit contractuel dit iuste. Pero, obviamente, este presupuesto deja de tener vigencia cuando una de las partes se encuentra en tal posición de preeminencia que puede imponer su voluntad sobre todos sus clientes; en tal caso, como el contrato es cosa de dos, exige la participación libre e igual de ambas partes, sólo podrá entenderse que hay contrato cuando quien dicta el contenido del contrato contempla no sólo sus propios intereses personales sino también los de la otra parte; cuando al redactar los términos del contrato no sólo trata de defender sus propios intereses a costa de los de la otra parte, sino que respeta y asume también los de ésta, reflejándolos en una composición equitativa del contrato; de ahí que sólo pueda considerarse que los contratos de adhesión constituyen verdaderos contratos cuando el predisponente establece el clausulado general de acuerdo con las expectativas razonables del adherente, de acuerdo con lo que éste confía que vaya a ser el contenido obligacional del negocio (11).

2. Significado de la cláusula general prohibitiva y de la lista negra de cláusulas prohibidas.
Volviendo al texto de la sentencia comentada, es de destacar, positivamente, que diga que la Ley de Condiciones Generales de la Contratación, que no estaba vigente en el momento de la perfección de los contratos, pueda utilizarse como criterio interpretativo (12). A este respecto, debe tenerse en cuenta que la cláusula general prohibitiva de las condiciones generales abusivas que contenía el art. 10.1 c) de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios permite por sí misma declarar la nulidad de todas las que se considere que se han incluido en el contrato contra la buena fe objetiva, alterando el justo equilibrio de prestaciones; el problema que se plantea es hallar el criterio de valoración que permita determinar cuándo una condición general incurre en ese vicio, a lo que me referiré seguidamente. Pues bien, el listado negro que figuraba a continuación del precepto citado (actualmente está en la disp. adic. 1.ª de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, merced a la reforma operada por la Ley sobre Condiciones Generales de la Contratación, disp. adic. 1.ª.6) tiene un carácter ejemplificativo a ese respecto, recogiendo algunas de las más utilizadas y cuyo carácter abusivo está fuera de duda por la grave alteración del equilibrio contractual que originan (13). Por ello, toda ampliación posterior de esa lista negra puede servir de criterio interpretativo de la cláusula general prohibitiva citada sin temor a caer en una aplicación retroactiva de una norma prohibitiva; la prohibición ya existe en la cláusula general prohibitiva que se interpreta, e incluso en el mismo art. 7 del Codigo Civil cuando ordena que se ejerciten los derechos de buena fe y prohíbe el abuso del derecho o su ejercicio antisocial.
A) Ambito de aplicación del control del contenido.
Aclaremos esto. Tal como señaló Alfaro (14), el control del contenido de las condiciones generales constituye el núcleo del derecho de las condiciones generales. Todo sistema de regulación que no pretenda entrar en su contenido material está llamado al fracaso. Recuérdense las críticas que concitó el sistema introducido por el Codice civile italiano de 1942, que se limitó a establecer un control de la inclusión en el contrato mediante la declaración de la ineficacia de las condiciones generales que no hubiese podido conocer el adherente. La doctrina ha señalado, con toda razón, que con tal sistema lo único que se garantiza es que el adherente pueda conocer los abusos a que va a ser sometido sin que tenga posibilidad de evitarlos, y que, en definitiva, a quien favorece es al oferente, ya que consagra la eficacia de las cláusulas abusivas siempre que se haya dado al adherente la posibilidad de conocerlas (15). De ahí las críticas que está levantando la Ley sobre Condiciones Generales de la Contratación al limitar, al menos aparentemente, el control del contenido a los contratos celebrados con consumidores (16).
Y digo aparentemente porque, como ya he apuntado en otro lugar (17), el art. 8 podría estar mal redactado, de forma que no recogiese lo que el legislador pretendía, debido seguramente a la deficiencia de sus planteamientos teóricos sobre la materia. Y es que dicho precepto no sólo entra en contradicción con sus precedentes de Derecho comparado y con lo defendido por la generalidad de la doctrina, sino incluso con lo dicho en la Exposición de Motivos, párrs. 3.º, 8.º y 9.º, cuando, al hablar de que en las condiciones generales utilizadas entre profesionales también puede haber abuso de posición predominante, por lo que estarán sujetas a las normas generales de nulidad contractual, indicando a continuación que se podrá declarar judicialmente su nulidad cuando sea contraria a la buena fe y cause un desequilibrio importante entre los derechos y obligaciones de las partes. Deduzco de tal redacción que el legislador ha confundido el régimen general de nulidad contractual con la cláusula general prohibitiva de las cláusulas abusivas; y que lo que en realidad quería decir es que las condiciones generales utilizadas entre profesionales podrían ser declaradas nulas por el juez cuando fuesen abusivas, a tenor de la definición recogida en el art. 10 bis 1 de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, pero sin que les fuese aplicable la lista negra de la disp. adic. 1.ª de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios. Y es que, de otra forma, no tendría sentido la remisión a las reglas generales sobre nulidad contractual, porque en nuestro ordenamiento común no se contempla la nulidad por lesión y la prohibición del abuso de derecho del art. 7.2 del Código Civil se concreta, en este ámbito, justamente en el art. 10 bis 1 de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios.

B) Criterios para efectuar el control del contenido.
Según indicaba un poco más arriba, la cláusula general prohibitiva de las condiciones abusivas (arts. 8 de la Ley sobre Condiciones Generales de la Contratación y 10 bis 2 de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, en relación con los arts. 10.1 c y 10 bis 1 de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios) permite la declaración de la nulidad de pleno Derecho de todas las cláusulas que se consideren abusivas. Lógicamente, para poder abarcar todo supuesto de abuso que pueda aparecer en cualquier tipo contractual, debe estar redactada en unos términos suficientemente genéricos; de ahí las abstractas referencias a la buena fe y al justo equilibrio de prestaciones. Esto obliga al intérprete a valorar en cada caso si concurren esos requisitos.
El legislador ha pretendido facilitarle la tarea por dos medios: en primer lugar, por medio de una técnica ya utilizada en la AGBG, la Ley sobre Condiciones Generales de la Contratación Alemana: la elaboración de una lista negra y otra gris. Ambas son listas abiertas, ejemplificativas, de cláusulas utilizadas frecuentemente y cuyo carácter abusivo está suficientemente contrastado, por lo que el legislador las ha reunido como modelo y auxilio para el intérprete (18), pero con una diferencia: las condiciones recogidas en la lista negra dan lugar a un desequilibrio tan claro que se declaran nulas en todo supuesto, sin necesidad de valoración alguna ni de presentar alegaciones sobre su procedencia en algún caso concreto; en cambio, las de la lista gris sólo contienen una presunción iuris tantum de ser abusivas, de forma que el oferente puede alegar e intentar probar que en su caso son razonables y equilibradas (19). Ahora bien, si ésta es la función de la lista negra, cabe preguntarse por la corrección técnica de la plasmada en la disp. adic. 1.ª de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, donde se encuentran, junto a cláusulas cuya determinación es clara [por ejemplo, la 5.ª: «(l)a consignación de fechas de entrega meramente indicativas condicionadas a la voluntad del profesional»], otras cuyo alcance ha de ser valorado en cada caso [por ejemplo, la 18: «(l)a imposición de garantías desproporcionadas al riesgo asumido»]. Obviamente, si hay que realizar una valoración del sentido de una condición general para determinar si está comprendida en la prohibición ni ésta sirve de modelo al juez ni se facilita su labor evitándole tener que realizar tal valoración; pero, en sentido opuesto, una descripción amplia de aquello que se prohíbe puede permitir al juez que declare la ineficacia de cualquier condición general que pueda incidir en el ámbito prohibido sin importar la forma en que esté predispuesta.
La segunda fórmula introducida para facilitar la labor del intérprete, ante la desorientación observada en la jurisprudencia al enjuiciar el carácter abusivo o razonable de las condiciones generales que se someten a su conocimiento, es la de indicarle que tome en consideración una serie de circunstancias, que señala de forma muy concisa en el último párrafo del art. 10 bis 1 de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, para determinar si la introducción de esa cláusula en el contrato es conforme o no con la buena fe (20). Así, el juez deberá calificar como abusiva y declarar la nulidad, por haber sido incorporada al contrato de mala fe, de toda cláusula cuyo sentido impida la más plena ejecución del contrato de acuerdo con el tipo negocial, con los tratos que hayan podido existir entre las partes, con la publicidad que hubiese realizado el oferente, con las circunstancias del mercado, etc. En definitiva, con las expectativas que, de algún modo, el oferente haya infundido al adherente, o permitido que se crease (21).
En este sentido, el primer punto de referencia para valorar la razonabilidad de una cláusula es el Derecho dispositivo, siempre que exista, según el criterio más extendido por influencia de la doctrina alemana (22); toda cláusula que se aparte de una norma dispositiva en perjuicio del adherente se presumirá que es abusiva, salvo que el predisponente pueda justificar suficientemente su procedencia y que haya informado al adherente de su contenido. Esto es así porque, como ya señaló De Castro (23) y después fue asumido por numerosos autores, el Derecho dispositivo no tiene un carácter meramente subsidiario, para los casos en que las partes no quieran o no hayan previsto regular el contrato o alguno de sus aspectos por sí mismas, sino que expresan su contenido normal, lo que el legislador considera mejor y más justo, por lo que sólo cabe apartarse de ese criterio por una razón suficiente (razón que podría ser el acuerdo de las partes, siempre que sea realmente libre y con conocimiento de causa). La dificultad surge cuando no existe norma dispositiva que tomar como referencia. En ese caso, habrá que acudir a las normas generales de los contratos, a los contratos típicos similares y a lo normal y razonable dentro del mercado a la vista de las circunstancias del caso, como indica R. Bercovitz (24); o a los usos y a una valoración equilibrada de las obligaciones de ambas partes, como señala Alfaro (25). Habrá que tener particularmente en cuenta la causa del contrato y los efectos que pueda tener sobre ella la cláusula enjuiciada; uno de los elementos más importantes a tener en cuenta es que las condiciones generales no pueden contradecir lo publicitado, que se integra en el contrato de acuerdo con el art. 8 de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios sin que sea admisible excluirlo de rondón por medio tan torpe (26).

3. Eficacia del acto de adhesión.
La sentencia comentada sale al paso, además, a la afirmación que recoge la de instancia, haciendo suya una alegación que suelen realizar los defensores de la validez indiscriminada de todo tipo de condiciones generales, referente a que éstas son válidas porque el contrato fue suscrito voluntariamente por los compradores. Afirma aquélla, acertadamente, que esa suscripción voluntaria es el requisito previo para que pueda entenderse que existe un contrato, pero que la mera adhesión no puede afectar a unos derechos, o principios, superiores a los contratantes para cuya protección se aprobó la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios. Tales derechos superiores son los implícitos en el principio de autonomía de la voluntad y, particularmente, los derivados del de buena fe a que me acabo de referir. No cabe, por lo tanto, entender que la mera suscripción de un formulario contractual supone la aceptación de cualquier cláusula que pueda contener, por sorprendente o abusiva que sea, sino que para que se entienda que el adherente queda válidamente obligado esas cláusulas deben cumplir con los requisitos formales y sustanciales de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios y de la Ley sobre Condiciones Generales de la Contratación.
La alegación que rechaza la sentencia comentada olvida la distinción entre los dos aspectos de la libertad contractual: la libertad de contratar o de conclusión y la libertad de configuración del contrato. Para que se pueda hablar de contrato es indispensable que exista libertad de contratar: que se celebre el negocio porque las partes deseen hacerlo, sin que una de ellas lo haga forzada por la otra o un tercero. Pero para que pueda hablarse de libertad contractual en su más pleno sentido, debe concurrir la libertad de configuración del contrato: ambas partes deben poder determinar lo que será la lex contractus en condiciones de igualdad, sin imposiciones de una sobre la otra (27). En los contratos de adhesión el adherente no goza, por definición, de la libertad de configuración del contrato, ya que éste ya viene determinado por las condiciones generales que impone el predisponente. En consecuencia, se rompe el paradigma contractual al no poder justificarse la equidad o razonabilidad del contrato mediante una negociación libre de las partes y debe restaurarse la autonomía de la voluntad, en su sentido prístino, acudiendo a otros recursos ajenos a la letra del condicionado impuesto.
Estas afirmaciones no se ven alteradas cuando existen en el mercado otros operadores que ofrecen productos similares (en el caso litigioso, serían otros promotores que construyen y ponen a la venta viviendas, cada uno con sus calidades, situación, precio y condiciones de financiación). En este sentido se ha pronunciado la generalidad de la doctrina (28), a pesar de que la redacción original del art. 10.2 de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios podía inducir a dudas al hablar de «el bien o servicio del que se trate»; el art. 1 de la Ley sobre Condiciones Generales de la Contratación y la nueva redacción del art. 10 Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios ya disipan cualquier duda al respecto al suprimir la proposición transcrita (29). Y es que lo relevante no es que el predisponente pueda imponer sus condiciones generales porque se encuentre en una situación de monopolio de hecho o de derecho, sino que puede imponerlas de facto porque no existe competencia respecto al contenido de las condiciones generales, según ha sido ya demostrado (30).
Por lo mismo, tampoco basta que las condiciones enjuiciadas estén redactadas de forma clara y precisa, como pretende la sentencia de instancia. Tales circunstancias forman parte de los requisitos de inclusión, necesarios para garantizar la cognoscibilidad de las condiciones generales pero que no garantizan por sí mismos que las condiciones generales hayan sido realmente aceptadas; en este sentido, recuérdese lo dicho respecto a la insuficiencia del sistema italiano de control, que se limitaba a los requisitos de inclusión, y a la necesidad de un control del contenido.
Tampoco convalida una condición general el hecho de que su utilización sea habitual en el mercado. Precisamente la lista negra trata de acabar con una serie de condiciones generales de gran difusión y cuyo carácter abusivo está contrastado. Y la utilización reiterada de unas mismas condiciones generales no puede generar una costumbre, ni siquiera un uso, como ya demostró de manera definitiva De Castro (31).
La adhesión sólo puede considerarse como aceptación de los elementos esenciales del contrato (tipo negocial, precio) y de aquellos extremos que hayan sido expresamente negociados. El resto de las condiciones generales sólo podrán considerarse implícitamente aceptadas en la medida en que se correspondan con lo que el adherente deba esperar que digan en razón del Derecho dispositivo, usos del mercado, publicidad previa y demás circunstancias que rodearon el contrato (32).

4. Determinación del carácter abusivo de las condiciones generales enjuiciadas.
Centrémonos ya en las concretas cláusulas que la sentencia declara abusivas, que pretendían imponer a los compradores la subrogación en el crédito hipotecario obtenido por el promotor y que se hicieran cargo de los gastos que se derivasen de su cancelación. Se trata de cláusulas utilizadas muy frecuentemente y que ocasionan una gran distorsión del tráfico y la libre competencia, además del perjuicio económico que pueden producir al comprador.
Son cláusulas que conceden un gran beneficio económico al promotor porque le sirven como arma para negociar con las entidades crediticias un préstamo hipotecario en unas condiciones excepcionalmente ventajosas: la entidad prestamista estará dispuesta a ofrecer un tipo de interés muy bajo al promotor porque si después se subrogan los compradores en ese préstamo, una vez dividida la hipoteca, compensará sus resultados con los que obtenga a costa de éstos, ya con un tipo de interés más lucrativo (más las «hijuelas» que le acompañan normalmente: seguros de vida de los adquirentes y multirriesgo del hogar, cuenta corriente con domiciliación de nómina y recibos, expedición de tarjetas de crédito y/o débito…), incluso probablemente más elevados que los que éstos obtendrían negociando por sí mismos su préstamo, como de hecho se demostró en este caso.
Una financiación de la obra barata implica un menor coste, lo que puede dar lugar a una moderación del precio de venta de cada vivienda o local construido (o, más probablemente, a un incremento de los beneficios del promotor) (33); pero el beneficio que teóricamente puede seguirse de ello para el adquirente en muchas ocasiones no compensará los perjuicios que se le ocasionan y, en cualquier caso, no es aceptable que se le imponga como un complemento inescindible de la compraventa (34). Téngase en cuenta que el comprador va a tener que subrogarse en el préstamo hipotecario por una cantidad y un plazo predeterminados que pueden no convenirle: es posible que tenga necesidad de una financiación mayor (que tendrá que negociar por otro lado, lo que supondrá un coste añadido) o inferior (a pesar de lo cual tendrá que correr con los costes de la parte que no necesite); las mismas consecuencias tiene el hecho de que necesite un plazo de amortización mayor o más breve. Además, la entidad prestamista suele aprovechar la ocasión para imponer unos tipos de intereses más elevados de los que ofrecería en otros casos, lo que encarece la operación compensando en amplio exceso la supuesta ventaja de la moderación del precio derivada del menor coste de financiación, según ya ha quedado apuntado. Se impone además al adherente hacerse cliente de una entidad que probablemente no será la misma con la que venía trabajando, lo que puede ocasionarle múltiples trastornos, además del atentado a la libre competencia y a la libertad de contratar que ello supone.
En el caso de que el adquirente se niegue a subrogarse en el préstamo del promotor y negocie la financiación que precise por su cuenta, se le impondrá una comisión o penalización por cancelación anticipada del tan repetido préstamo promotor, además de los gastos notariales y registrales que de ello se deriven. Llama la atención que en el caso examinado por la Audiencia Provincial de Oviedo no se preveía esto expresamente; el promotor no había considerado la posibilidad de que los adquirentes pudieran negarse a efectuar la subrogación, por lo que no estableció ninguna cláusula penal ni estableció la obligación de que corriesen con los gastos indicados. Tal imposición se realizó por la vía de hecho: si no se pagaba la penalización por cancelación anticipada, el Banco prestamista ejecutaría la hipoteca; si no se pagaban los gastos notariales y registrales, no se procedía a su cancelación registral.
Pues bien, la sentencia comentada declara la nulidad de las cláusulas que obligan a esa subrogación indeseada y a correr con los gastos de cancelación de la hipoteca contratada por el promotor, con las obligaciones que de ello se derivan, aplicando los núms. 5 y 11 del art. 10.1 c) de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, en su redacción original.

A) Obligación de subrogarse.
El núm. 5 del precepto citado prohibía «(l)os incrementos de precio por servicios accesorios, financiación, aplazamiento, recargos, indemnizaciones o penalizaciones que no correspondan a prestaciones adicionales, susceptibles de ser aceptados o rechazados en cada caso y expresados con la debida claridad y separación». Aparece hoy reproducido, con mínimos cambios gramaticales, en el núm. 24 de la disp. adic. 1.ª de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, introducida por la disp. adic. 1.ª.6 de la Ley sobre Condiciones Generales de la Contratación.
Es una prohibición perfectamente justificada: si se quiere obtener un determinado bien o servicio no hay razón para obligarse a recibir otros adicionales, por útiles que puedan parecer, si no se desean. No existe ningún motivo que legitime su imposición cuando el adherente puede no necesitarlos, o no son de su agrado, o los puede adquirir a otro competidor en mejores condiciones, etc. Y más claro aún es cuando el servicio o bien accesorio o suplementario son heterogéneos con el objeto del contrato, como ocurre en este caso, en que además se introduce en la relación a un tercero ajeno a la compraventa de la vivienda: el banco prestamista.
Ya ha quedado indicado que la lista negra de cláusulas prohibidas no necesita de valoración judicial: toda cláusula que esté específicamente contemplada en dicha lista es radicalmente nula, sin posibilidad de argumentación en contra por quien la haya utilizado. Sin embargo, hay que determinar si la cláusula concreta enjuiciada se corresponde con alguna de las prohibidas, labor que se complica cuando la prohibición no se refiere al enunciado positivo de la cláusula sino, utilizando conceptos indeterminados, al efecto que producen, como ocurre en este caso y, con mayor frecuencia aún, en el listado introducido por la disp. adic. 1.ª.6 de la Ley sobre Condiciones Generales de la Contratación.
Es claro que la subrogación en el crédito hipotecario del promotor da lugar a la prestación de un servicio adicional: la financiación de parte del precio de compra, pero con una particularidad, consistente en que la financiación no la presta la parte que impone la cláusula, sino una entidad bancaria que previamente había financiado a aquélla (35). El interés del promotor deriva de que al producirse la subrogación evita los gastos de cancelación de la hipoteca que garantizó su propia financiación, además de que le permite negociar con el banco unas condiciones mejores.
Sin embargo, en incumplimiento del precepto citado, no se constituye como una opción que el adquirente pueda aceptar con libertad, sino como una imposición ineludible; además, las obligaciones económicas derivadas de esa subrogación no se expresan con la debida claridad y separación: cuando se compra sobre plano no suelen indicarse las condiciones financieras del préstamo ni, como aquí se ha visto, las penalizaciones previstas para el caso de no subrogación o de amortización anticipada (36). La imposición de asumir una financiación que puede ser no deseada o innecesaria entraña un incremento del precio, tanto más evidente cuanto sus condiciones más se eleven por encima de las que se podría conseguir negociándolas libremente. Téngase en cuenta que el comprador habrá elegido la vivienda o local en razón de su cabida, calidades de construcción, situación, orientación, precio e incluso de las condiciones de pago; pero en la medida en que se le obligue a subrogarse en un préstamo hipotecario se le está imponiendo una prestación adicional heterogénea con la compraventa y, además, en cuanto no conoce sus condiciones económicas, se infringen los arts. 13.1 d) de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios y 6.1 del Real Decreto 515/1989 de 21 de abril, que exigen la información más clara y detallada posible del precio de venta. Con ello se distorsiona su elección, de forma que puede llegar a no ser la que hubiese seleccionado de conocer todos los datos transcendentes. Este tipo de cláusulas rompen el esquema negocial, en cuanto que éste parte de que sólo cabe obligarse a lo que se conoce y acepta libremente, por lo que si no se conocen las condiciones del préstamo hipotecario no puede haber obligación de asumirlos, máxime si lo único que se pretendía era comprar una vivienda y el préstamo ya constituye otro tipo de negocio.
Por otro lado, esta cláusula produce también un doble efecto perverso: sobre la libre competencia (visto desde el lado empresarial) y sobre la libertad de contratar (visto desde el lado del adquirente) debido a que el comprador pierde la libertad de negociar la financiación que, en su caso, pueda precisar con la entidad que quiera o que mejores condiciones le ofrezca, al tener que plegarse a la elección que haya hecho el vendedor de la vivienda.

B) Imposición al adquirente de gastos propios del vendedor.
El núm. 11 del art. 10.1 c) de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios prohibía «(e)n la primera venta de viviendas, la estipulación de que el comprador ha de cargar con los gastos derivados de la preparación de la titulación, que por su naturaleza correspondan al vendedor (obra nueva, propiedad horizontal, hipotecas para financiar su construcción o su división y cancelación)». Se reproduce por el núm. 22 de la disp. adic. 1.ª de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, aunque ahora con una importante matización: ya no se refiere a gastos que por su naturaleza correspondan al vendedor, sino los que se atribuyan a éste por Ley imperativa; esta limitación es sumamente criticable ya que excluye del listado a gastos que corresponden al vendedor como los de otorgamiento de la escritura y las plusvalías municipales, aunque todavía cabrá declarar su nulidad conforme a la cláusula general prohibitiva (37).
Ante la prohibición taxativa de trasladar al comprador los gastos derivados de la hipoteca para financiar la construcción, huelga toda valoración de la procedencia de la cláusula que obligaba a los adquirentes a asumir tal obligación. Ya queda dicho que la lista que contiene la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, inicialmente en su art. 10.1 c) y ahora en su disp. adic. 1.ª, es de las denominadas «negra», es decir, que las cláusulas que expresa han de considerarse abusivas en todo caso y, por lo tanto, radicalmente nulas.
Es obvio que si la hipoteca se contrató como garantía para financiar la construcción, fue el promotor o constructor quien la negoció y acordó los términos que se ajustaron mejor a sus intereses; y, por lo tanto, es a él a quien corresponde correr con todos los gastos que se deriven de ella, incluso su cancelación, salvo que al comprador le interese subrogarse y lo haga libremente, sin imposiciones. De ahí que la sentencia distinga entre los costes de la financiación de la compra y los de la construcción, señalando que si el comprador debe asumir también estos últimos se produce una doble financiación de la construcción por parte del comprador: la financia a través del precio de venta, que conoce y acepta libremente, y a través de la asunción de los gastos de la hipoteca en que se ve obligado a subrogarse, que no conoce previamente, no controla y no puede aceptar o rechazar libremente (38).

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Notas
(1) Aparte de las matizaciones doctrinales de fondo que se hacen a continuación en el texto, la sentencia contiene también algunas inexactitudes o incorrecciones secundarias, sin mayor transcendencia práctica. Así, la referencia en el tercer fundamento de Derecho a que cláusulas abusivas son, entre otras, las del núm. 3.º del art. 10.1 c) de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, en su redacción originaria, cuando hay consenso generalizado entre la doctrina relativo a que en realidad lo que ese numeral del precepto contiene no es un caso más de cláusula abusiva sino justamente su definición, pese a la incorrección sistemática que ello supone.
No es cierto que la reciente Ley sobre Condiciones Generales de la Contratación recoja el listado de cláusulas abusivas de la Directiva 93/13/CEE, ya que lo amplía extraordinariamente, además de que tiene el carácter de lista negra y no meramente gris (en la denominación adoptada por la mayoría de la doctrina, lista negra es aquella cuyas cláusulas se consideran siempre abusivas, sin necesidad de valoración caso a caso por el juez, por lo que son siempre ineficaces; lista gris es la que recoge una serie de cláusulas que se presumen abusivas, sin perjuicio de que el predisponente pueda justificar su razonabilidad y, en consecuencia, evitar excepcionalmente su ineficacia).
Aunque es cierto que el Tribunal Supremo en sus sentencias de 12 de julio de 1996 (LA LEY, 1996, 7829) y 4 de diciembre de 1996 (LA LEY, 1997, 230) atribuyen efecto directo a la Directiva por no haber sido transpuesta al Derecho nacional en el plazo establecido, por lo que el juez español ha de actuar como juez comunitario, este criterio no es correcto, conforme a la jurisprudencia comunitaria. El Tribunal de Justicia de la Comunidad Europea, en sus sentencias de 13 de noviembre de 1990, LA LEY, 1997, 355 (caso Marleasing) y de 7 de marzo de 1996 (caso Cristina Blázquez), declaró que cuando una Directiva no ha sido transpuesta al derecho nacional, en el plazo que establece, los jueces nacionales deben interpretar la legislación nacional existente a la luz de los principios de la Directiva pero sin atribuirle un efecto horizontal que no tiene; si algún consumidor se ve perjudicado por la falta de transposición podrá reclamar al Estado el pago de la indemnización de los perjuicios ocasionados por su falta de diligencia legislativa, como declaró el Pleno del Tribunal de Justicia de la Comunidad Europea en su sentencia de 8 de octubre de 1996.
Al final del mismo fundamento de Derecho 3.º, dice que el ap. 4 de la referida Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios proclama la nulidad de pleno Derecho de las cláusulas abusivas; debería decir el ap. 4 del art. 10 de la Ley.

(2) En este sentido, J. M. Miquel González, «Reflexiones sobre las condiciones generales», Estudios jurídicos en homenaje al profesor A. Menéndez, T. IV, Madrid, 1994, págs. 4941-61, 4957; J. Avilés García, «Cláusulas abusivas, buena fe y reformas del derecho de la contratación en España», RCDI, 1998, págs. 1533-85, 1549-50 y 1572.

(3) Incluso algún autor entiende que cabe calificar una cláusula como abusiva sólo porque exista un importante desequilibrio de prestaciones, aunque no haya mala fe (M.ª T. Alvarez Moreno, «Las cláusulas abusivas en contratos de condiciones generales celebrados con consumidores», RJC-LM, 1993, págs. 39-97, 51). Cabe preguntarse ¿cómo es posible que se incorpore al condicionado general de una empresa una cláusula que dé lugar a un desequilibrio importante de prestaciones si no es por mala fe del predisponente?
Tras la reforma operada por la Ley sobre Condiciones Generales de la Contratación, el nuevo art. 10 bis 1) de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios define más correctamente las cláusulas abusivas al indicar que se considerarán por tales las que causen un desequilibrio importante de los derechos y obligaciones de las partes que se deriven del contrato en perjuicio del consumidor, en contra de las exigencias de la buena fe (así lo entiende también R. De Angel Yagüez, «El Proyecto de Ley sobre condiciones generales de la contratación. Régimen (añadido) de las cláusulas abusivas en los contratos celebrados con consumidores y significativa modificación de la ley Hipotecaria», BICRE, 1977, págs. 2831-75, 2864), en la línea del art. 3.1 de la Directiva 93/13/CEE y del art. 9 AGBG (utilizo su traducción al español realizada por M. García Amigo, «Ley alemana occidental sobre «condiciones generales»» RDP, 1978, págs. 384-401, passim, y, en concreto, págs. 389-90). Obsérvese cómo el párrafo dieciséis de la Exposición de Motivos de la Directiva citada centra la cuestión en la buena fe.

(4) Así, R. Bercovitz Rodríguez-Cano, «La defensa contractual del consumidor o usuario en la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios», en Estudios jurídicos sobre protección de los consumidores, del propio autor y A. Bercovitz Rodríguez-Cano, Tecnos, Madrid, 1987, págs. 180 a 221, 198; M. A. López Sánchez, «Las condiciones generales de los contratos en el Derecho español», RLJ, 1988, págs. 609-55, 642-3; F. Rodríguez Artigas, «La contratación bancaria y la protección de los consumidores. El defensor del cliente y el Servicio de Reclamaciones del Banco de España», en Contratos bancarios, dirigido por R. García Villaverde, Civitas, Madrid, 1992, págs. 897-966, 936-7; J. F. Duque, «La protección de los derechos económicos y sociales en la Ley General para la Defensa de los Consumidores», EC, 3(1984), págs. 51 a 81, 67, que indican que la buena fe se utiliza como criterio valorativo de las obligaciones impuestas a cada parte, no refiriéndose al redactor o a quien aplica las condiciones generales. Los dos primeros añaden que se trata de la buena fe a que se refiere el art. 1258 del Código Civil pero traspuesta al momento de perfección del contrato. Vid. M. García Amigo, Condiciones generales de los contratos, Ed. RDP, Madrid, 1969, págs. 253-7, en contra de esta teoría distorsionadora del principio de la buena fe.
La cuestión no ha quedado suficientemente aclarada por la doctrina porque desde las magistrales obras de F. De Castro y Bravo [Las condiciones generales de los contratos y la eficacia de las leyes, Cuadernos Civitas, Madrid, 1985 (publicado originalmente en ADC, 1961, Suplemento); «El arbitraje y la nueva lex mercatoria», ADC, 1979, págs. 619 a 725; «Notas sobre las limitaciones intrínsecas de la autonomía de la voluntad», ADC, 1982, págs. 987-1085], nadie se ha detenido a investigar ampliamente las obligaciones que se derivan de la buena fe en este campo de la contratación, a pesar de que existían también trabajos sobre la buena fe en general que parecían facilitar la labor. S. Díaz Alabart, «Comentario al artículo 10.1 c)», en Comentarios a la Ley General para la Defensa de Consumidores y Usuarios, dirigida por R. Bercovitz y J. Casas, Civitas, Madrid, 1982, págs. 246 a 312, 252-3, apunta en la dirección acertada aunque sin desarrollar suficientemente el tema; hace una referencia correcta a la buena fe en sentido objetivo, entendida como criterio de valoración de determinadas conductas, y señala que «buena fe y justo equilibrio de prestaciones son dos requisitos distintos, íntimamente unidos que resultarían difícilmente separables en la práctica. El justo equilibrio de las contraprestaciones implica la existencia de buena fe, y la buena fe difícilmente existirá si no hay un equilibrio contractual justo». En parecido sentido L. Díez-Picazo y Ponce de León, Fundamentos del Derecho Civil Patrimonial, T. I, Civitas, Madrid, 1993, 4.ª ed., págs. 352-3, donde añade que «la buena fe es lo que el contratante normal espera, según el tipo de contrato, de la otra parte contratante. Es una aplicación de la regla general de la confianza». Efectivamente, el desequilibrio contractual proviene de una conducta de mala fe por parte del predisponente, pero cabe la posibilidad de que una práctica de mala fe no dé lugar a un desequilibrio contractual sino a un resultado sorprendente para el adherente, distinto al que éste esperase al contratar y, por lo tanto, también rechazable: es el caso de las cláusulas sorprendentes (vid. ampliamente J. A. Ballesteros Garrido, Las condiciones generales de los contratos y el principio de autonomía de la voluntad, J. M. Bosch Ed., Barcelona, 1999, págs. 212-7, 246-57 y 266-68).
Un análisis amplio y exhaustivo de esta cuestión no ha llegado hasta la obra de J. Alfaro Aguila-Real, Las condiciones generales de la contratación, Civitas, Madrid, 1991, que introduce aportaciones y propuestas novedosas a las que se han adherido algunos autores y originó nuevos estudios que pretendieron llevar más allá las conclusiones iniciales (así, Miquel, «Reflexiones…», Avilés, «Cláusulas…», Ballesteros, Las condiciones…)
Sin embargo, todavía hoy se pueden encontrar afirmaciones como que la buena fe que requiere el art. 10 bis de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios es la subjetiva, mientras que la exigencia de justo equilibrio de prestaciones se corresponde con el aspecto objetivo de la buena fe (F. J. Gómez Galligo, «La Ley 7/1998 de 13 de abril, sobre condiciones generales de la contratación», RCDI, 1998, págs. 1587-1622, 1608; téngase en cuenta que dicho autor es quien redactó la Memoria que acompañó al Proyecto de Ley, según indica en la nota 1, pág. 1587, de la publicación citada, lo que puede explicar las incorrecciones técnicas de la Ley si se ha partido en su elaboración de tan erróneos principios teóricos).

(5) L. Díez-Picazo y Ponce de León, Prólogo a F. Wieacker, El principio general de la buena fe, Civitas, Madrid, 1977, págs. 12, 19 y 20.

(6) Miquel, «Reflexiones…», pág. 4946, dice «… las condiciones generales [habría que matizar: sólo las abusivas] significan… un ataque… a la buena fe entendida como honradez, honestidad y lealtad rigurosas que exigen la protección de la confianza de la otra parte en que la regla contractual sustituidora del Derecho dispositivo es una regla justa y adecuada a las circunstancias del contrato».

(7) Lo que coincide con la doctrina de las expectativas razonables del adherente, formulada inicialmente en EE.UU. por un sector jurisprudencial y doctrinal y que se está erigiendo en la referencia para el control de las condiciones generales de la contratación en el nuevo Uniform Commercial Code en elaboración. Sobre su origen, formulación y aplicabilidad en nuestro Derecho, vid. Ballesteros, Las condiciones…, passim.

(8) En este sentido, la afirmación de la sentencia de la Audiencia Provincial de Madrid, Sección 9.ª, de 8 de julio de 1994, en su fundamento de Derecho 4.º, en que, al motivar la declaración de nulidad de una cláusula del sentido de las enjuiciadas por la sentencia comentada, dice: «El artículo 1091 del Código Civil no puede ser desgajado en su operatividad de lo normado en el 1255 del mismo Código sustantivo y mucho menos del artículo 10 de la Ley 26/1984, y si bien es cierto que el artículo 1255 proclama el principio de la autonomía de la voluntad, no es menos veraz que fija también sus límites naturales trazando la línea divisoria entre lo permitido a las partes y lo a ellas vedado y, por ende, entre la validez y la nulidad el pacto que transgreda normas de carácter imperativo e inexcusable observancia, cual acontece con el artículo 10 de la Ley 26/1984 preindicado…». Efectivamente, el art. 1255 del Código Civil al proclamar la libertad contractual establece unos límites (leyes, moral, orden público); el art. 10 de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios exterioriza un límite ya implícito en el propio fundamento de la autonomía de la voluntad: el respeto a la buena fe en el ejercicio de todo derecho, en este caso de la libertad contractual por parte de quien se arroga la facultad de fijar unilateralmente los términos del contrato.

(9) Alfaro, Las condiciones…, págs. 94-5, principalmente; Miquel, «Reflexiones…», pág. 4947; A. Emparenza, «La imposición al cliente de las condiciones generales del contrato», RDBB, 1997, págs. 1307-40, 1.314-5; L. M. Cabello de los Cobos y Mancha, «La Ley de condiciones generales de la contratación y la desjudicialización del tráfico jurídico», PJ, 49(1998), págs. 619 a 713, 621; Avilés, «Cláususulas abusivas…», págs. 1566-7; Ballesteros, Las condiciones…, págs. 51-8.

(10) Esto queda magistralmente expuesto en la Memoria del Borrador de Ley sobre condiciones generales de la contratación elaborado por el Ministerio de Justicia en 1992, que reproduce J. Alfaro Aguila-Real en «Cláusulas abusivas, cláusulas predispuestas y condiciones generales», Ponencia presentada en el Curso sobre el nuevo Derecho de las condiciones generales de la contratación, CGPJ, Madrid, 1998, texto mecanografiado, pág. 9.

(11) Sobre la función del principio de buena fe como límite a la facultad del predisponente para redactar su condicionado general y como cláusula general prohibitiva de las condiciones abusivas, vid. Ballesteros, Las condiciones…, págs. 246-57.

(12) Ya el Tribunal Supremo había hecho referencia al contenido de la Ley sobre Condiciones Generales de la Contratación en las sentencias de 3 de julio de 1998 y 13 de noviembre de 1998, utilizándola como criterio de interpretación o de refuerzo de la aplicación de los principios recogidos en la redacción original de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios.

(13) En este sentido, vid. Alfaro, Las condiciones…, págs. 95-6; R. Bercovitz, «La defensa…», pág. 197; Ballesteros, Las condiciones…, pág. 277.

(14) J. Alfaro Aguila-Real, «Nota crítica a los Comentarios a la Ley general para la defensa de los consumidores y usuarios, editados por R. Bercovitz/J. Salas», ADC, 1993, págs. 299 a 312, 305.

(15) De entre la inabarcable bibliografía al respecto, puede destacarse M. Costantino, «Regole di gioco e tutela del piú debole nell’approvazione del programma contrattuale», R. D. Civ., 1972-I, págs. 68 a 97, passim, y G. Alpa, Tutela del consumatore e controlli sull’impresa, Ed. Il Mulino, Bologna, 1977, págs. 171-5.

(16) Así, entre los autores que ya se han mostrado críticos con la redacción del art. 8 de la Ley sobre Condiciones Generales de la Contratación pueden citarse a R. Bercovitz Rodríguez-Cano, «Portada 20», Ar.Civ., 1997-III, págs. 16-8, 17; F. Rodríguez Artigas, «El ámbito de aplicación de las normas sobre condiciones generales de la contratación y cláusulas contractuales no negociadas individualmente (a propósito de un Anteproyecto y Proyecto de Ley)» DN, 86(1997), págs. 1 a 16, 3 y 4 y nota 39 (pág. 16); Alfaro, «Cláusulas abusivas…», pág. 14; J. Pagador López, «La Ley 7/1998, de 13 de abril, sobre Condiciones Generales de la Contratación», DN, 97(1998), págs. 1 a 34, 12-4; Ballesteros, Las condiciones…, págs. 84-5 y 277-8.

(17) Ballesteros, Las condiciones…, págs. 84-5.

(18) En este sentido, López Sánchez, “Las condiciones…”, pág. 642.

(19) Vid. otra explicación sobre el origen de la lista negra y la cláusula general prohibitiva en Alfaro, Las condiciones…, págs. 93 a 101.

(20) La popuesta de redacción de la sección 2-206 del Uniform Commercial Code, de EE.UU., en vías de elaboración, al positivizar la doctrina de las expectativas razonables, recoge una serie de circunstancias a tener en cuenta para determinar el contenido del contrato, que podrían servir también como referencia para el intérprete español a la hora de enjuiciar la validez de las condiciones generales con que se enfrente. Son las siguientes: la forma y circunstancias en que el formulario fue o es ordinariamente presentado al consumidor; si se llamó la atención del consumidor sobre la cláusula cuestionada; el grado de publicidad que el profesional u otra persona en su nombre haya hecho de la cláusula; el grado de conocimiento o comprensión por el consumidor del clausulado antes de la perfección del contrato; la naturaleza y precio de los bienes; las expectativas de otros consumidores en similares contratos; los usos y prácticas comunes respecto a bienes del mismo tipo; si el consumidor hizo anteriormente otras compras de bienes similares a otros vendedores; características particulares del consumidor en cuestión, como su falta de educación o que tenga un conocimiento del tipo contractual superior al promedio de consumidores (cfr. J. J. White, «Form Contracts under Revised Article 2», Wash.U.L.Q., 75(1997), págs. 315-56, nota 3, págs. 318-9).

(21) Lo que se corresponde, parcialmente, con la doctrina de las expectativas razonables del adherente (vid. Ballesteros, Las condiciones…, págs. 165 a 289).

(22) Alfaro, «Nota crítica…», pág. 306, y «Cláusulas abusivas…», pág. 1 y nota 4; L. Díez Picazo y Ponce de León, «Las condiciones generales de la contratación y cláusulas abusivas», en Las condiciones generales de la contratación y cláusulas abusivas, coordinado por el mismo autor, Fundación BBV/Civitas, Madrid, 1996, págs. 29 a 43, 41; Miquel, «Reflexiones…», págs. 4953-4.

(23) Las condiciones…, pág. 80, y «Notas sobre…», págs. 1060-2.

(24) «La defensa…», pág. 201.

(25) «Nota crítica…», pág. 306. Debe precisarse que los usos a los que alude son los creados espontáneamente por la práctica de los operadores del mercado, no los que se extiendan por imposición de la parte predominante sobre sus clientes y que algunos autores han pretendido confundir con la costumbre a que se refiere el art. 1.3 del Código Civil para así dotar de fuerza normativa a las condiciones generales de los contratos.

(26) P. Ulmer, «Diez años de la Ley Alemana de Condiciones Generales de los Contratos: retrospectiva y perspectivas», ADC, 1988, 763-87, págs. 775-6, señala que la cláusula general prohibitiva del parágrafo 9 AGBG puede considerarse como un encargo del legislador a los tribunales para que desarrollen el Derecho de los contratos. El legislador se ha descargado de la tarea de regular los tipos contractuales recogidos en el Código Civil, asignando esa tarea a la jurisprudencia, que ha de delimitar los contornos de los tipos contractuales con la técnica del case law, fórmula por la que está consiguiendo garantizar la seguridad jurídica al mismo tiempo que el equilibrio contractual y que evita que su tipificación positiva quede anticuada.

(27) En este sentido, F. Messineo, Il contratto in genere, v. I, Dott. A. Giuffrè Ed., Milano, 1973, págs. 43-7; M. García Amigo, en «Integración del contrato de seguro», en Comentarios a la Ley de Contrato de Seguro, editada por E. Verdera Tuells, CUNEF, Madrid, 1982, págs. 379-99, 385; y en «Integración del negocio jurídico», AAMN, T. XXIII, 1983, págs. 77 a 106, 88. Vid. también Ballesteros, Las condiciones…, págs. 41 a 51, principalmente pág. 42.

(28) Así, A. Bercovitz Rodríguez-Cano, «La protección de los legítimos intereses económicos de los consumidores», en el volumen Estudios jurídicos sobre protección de los consumidores, del propio autor y R. Bercovitz Rodríguez-Cano, Tecnos, Madrid, 1987, págs. 141-58; Alfaro, Las condiciones…, pág. 130; M. Ruiz Muñoz, La nulidad parcial del contrato y la defensa de los consumidores, Lex Nova, Valladolid, 1993, págs. 268-9; A. Emparanza, «La Directiva comunitaria sobre las cláusulas abusivas en los contratos celebrados con consumidores y sus repercusiones en el ordenamiento español», RDM, julio-septiembre de 1994, págs. 461 a 504, 484-5; Miquel, «Reflexiones…», págs. 4946-7. Entre la jurisprudencia, examinando este mismo caso, la sentencia de la Audiencia Provincial de Navarra, Sección 2.ª, de 27 de julio de 1998. En contra, M. Coca Payeras, «Comentario al artículo 10.2», en Comentario a la Ley General para la Defensa de Consumidores y Usuarios, dirigidos por R. Bercovitz y J. Salas, Civitas, Madrid, 1992, págs. 313-29, 320.

(29) Contrástese lo dicho con los fundamentos de la sentencia de la Audiencia Provincial de Madrid, Sección 20.ª, de 9 de diciembre de 1993, que conoce de una reclamación de varios adquirentes de viviendas en construcción contra el promotor, interesando la devolución de los gastos que se les habían cargado por el otorgamiento de la escritura horizontal y otros a los que se refería el núm. 11 del art. 10.1 c) de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, y también de los intereses del crédito hipotecario solicitado por el promotor, que debieron abonar desde el momento en que firmaron el contrato privado de compraventa, aún con el edificio en construcción y aunque las letras viniesen giradas a nombre del promotor. La Audiencia de Madrid confirma la sentencia de instancia, que había estimado íntegramente la demanda, sólo en cuanto a la primera petición, pero deniega la segunda porque dice que existe una amplia oferta de viviendas nuevas o usadas, con hipoteca o libre de cargas, etc., y porque es frecuente que el comprador se subrogue en el crédito hipotecario contratado por el promotor, lo que incluso puede resultarle ventajoso, por lo que entiende que no es una cláusula abusiva.
No pueden aceptarse tales razonamientos, que desconocen la problemática de las condiciones generales de la contratación. Estas pueden ser abusivas o impuestas de forma contraria a la buena fe con independencia de que haya otras ofertas de productos similares y de que se utilicen con mayor o menor frecuencia. Lo relevante es la forma en que se impongan y los efectos que tengan en cada caso concreto (sobre este tema, algunas sentencias del Tribunal Supremo, como las de 18 de junio de 1992, LA LEY, 1992, 3345, 20 de noviembre de 1996, y 31 de enero de 1998, LA LEY, 1998, 2223, se pronuncian en en sentido opuesto al indicado, rompiendo con la línea jurisprudencial mayoritaria anterior y posterior y con la doctrina más extendida; vid. una crítica a la segunda de ellas en Emparanza, “La imposición…”, passim).
Y tratándose de una cláusula que obliga no sólo a subrogarse en el crédito hipotecario del promotor sino además a reintegrarle los intereses devengados desde antes incluso de transmitida la vivienda, es evidente que se impone una obligación adicional no susceptible de aceptación por separado, que distorsiona de forma poco transparente la determinación del precio (a la gran mayoría de compradores les resultará muy difícil calcular el coste comparativo de la vivienda comprada en estas condiciones con el de otra en que no esté obligado a subrogarse en préstamo alguno), que limita al comprador la facultad de elegir la financiación que desee, si la necesita, y que puede perjudicarle si se aprovecha para imponerle un crédito con unas condiciones económicas onerosas. Téngase en cuenta, además, que la obligación de los compradores de financiar el crédito solicitado por el promotor para construir no sólo atenta implícitamente contra el art. 10.1 c).11 de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios (como señala Díaz Alabart, «Comentario…», nota 167, pág. 306), sino que implica que se desplace sobre éstos un gasto propio de la actividad del promotor, lo que es tan absurdo como pretender que paguen el impuesto de sociedades que a éste corresponda, sus pólizas de responsabilidad civil, etc. En el mismo sentido, vid. M.ª T. Alvarez Moreno, «Cláusulas abusivas en contratos celebrados con consumidores (Comentario a la sentencia de la Audiencia Provincial de Sevilla de 17 de julio de 1993)», RDP, 1994, págs. 659-70, passim, en referencia a la sentencia indicada que también entiende lícito, por aplicación del principio de libertad contractual, trasladar al adquirente el pago de los intereses del préstamo desde el momento de la constitución del préstamo, incluso si es anterior a la venta de la vivienda.

(30) Vid. ampliamente Ballesteros, Las condiciones…, págs. 222-33. Resumiendo lo allí razonado, puede decirse que no existe competencia porque los adherentes no pueden permitirse analizar el contenido de los condicionados generales que utilizan los distintos operadores en el mercado: el coste en tiempo, medios y honorarios de abogados que le supondría reunir la información necesaria para tomar una decisión acertada no guardaría ninguna proporción con el resultado obtenido, máxime cuando lo más probable es que los condicionados de unos y otros sean muy semejantes. De hecho, lo más acertado parece contratar con el primer oferente que se encuentre sin proseguir con más averiguaciones (al menos, en cuanto se refiere a la elección por sus condiciones generales), hasta el punto de que a quien pretendiese continuar con ellas se le podría calificar de rational fool, como indican H. B. Schäfer/C. Ott, Manual de análisis económico del Derecho Civil, trad. esp. de M. von Carstenn-Lichterfelde, Tecnos, Madrid, 1991, págs. 329-31.

(31) Sobre todo en Las condiciones…, págs. 21-9. Vid. también El arbitraje…, pág. 678.

(32) Vid. ampliamente Ballesteros, Las condiciones…, págs. 152-9.

(33) Como indica implícitamente la sentencia de la Audiencia Provincial de Navarra de 27 de julio de 1998, citada.

(34) Sin que el hecho de que la subrogación aparezca contemplada como una posibilidad por el art. 6 del Real Decreto 515/1989 legitime su imposición en todo caso. La obligación de subrogarse será válida si es aceptada libre y voluntariamente por el adherente, con pleno conocimiento de sus condiciones económicas y sin que esa aceptación se constituya en condición para la eficacia de la compraventa.
Compárese con la sentencia de la Audiencia Provincial de Cáceres, Sección 2.ª, de 18 de diciembre de 1995, que desestima la pretensión del comprador de vivienda que solicita que el promotor le reintegre los gastos de constitución de hipoteca en un caso en que ésta no se constituyó para financiar los gastos de construcción sino la compra, y que el contrato concedía al adquirente la opción de formalizar por sí mismo la hipoteca.

(35) Lo cual puede originar otro tipo de problemas si el comprador realmente quiere subrogarse en ese crédito y es el banco quien no quiere realizar la operación porque no confía en la capacidad del comprador para hacer frente a la amortización del préstamo.

(36) Aunque estas condiciones corresponden a la relación que se originará entre el banco y el adquirente, es el promotor el primer obligado a informar de ellas puesto que es quien pretende obligar al comprador a que realice la subrogación (en este sentido, Díaz Alabart, «Comentario…», nota 171, pág. 307).
En la práctica, parece que el incumplimiento de las obligaciones formales que impone el Real Decreto 515/1989 es algo habitual. Véase otro ejemplo en la sentencia de la Audiencia Provincial de Oviedo, Sección 5.ª, de 15 de noviembre de 1995, que examina un caso en que la inmobiliaria no sólo utiliza en su condicionado general una serie considerable de cláusulas abusivas sino que además incumple prácticamente todas las obligaciones legales y reglamentarias dictadas para la protección de los consumidores e incluso pretende entregar la vivienda y de resolver el contrato en condiciones absolutamente inicuas.
Por otro lado, como ha señalado F. Cuenca Anaya, «Cláusulas abusivas en ventas empresariales de viviendas», AC, 1995-I, págs. 239-46, 246, la enumeración del art. 6 del R. Decreto citado es insuficiente porque no hace referencia al tipo de interés, índices de referencia utilizados en caso de interés variable, causas de vencimiento anticipado, etc.

(37) R. Saraza Jimena, «La ley sobre condiciones generales de la contratación», JpD, 32(1998), págs. 50-7, 56-7, critica éste y otros supuestos (concretamente el del núm. 18), afirmando que la redacción de la Ley denota la influencia de determinados sectores empresariales.

(38) Las sentencias de la Audiencia Provincial de Madrid, Sección 21.ª, de 8 de diciembre de 1993, y de 8 de julio de 1994 (que transcribe parcialmente otra de la Sección 8.ª de 28 de enero de 1994), desestiman sendos recursos de una sociedad inmobiliaria que fue condenada en la primera instancia a reintegrar a los demandantes, compradores de viviendas en construcción, los gastos que les fueron repercutidos por coste de escrituras, inscripción, etc., derivados de la división y subrogación del préstamo hipotecario contratado por aquélla, en la parte proporcional correspondiente a la financiación de la construcción. Dicho préstamo fue contratado después de firmadas las escrituras privadas de compraventa de las viviendas que se iban a construir, especificándose las cantidades que correspondían a financiación de la construcción y de la venta. Los demandantes no se oponen a la subrogación, sino que se limitan a solicitar el reintegro de la parte de gastos indicada.
Por otro lado, la sentencia de la Audiencia Provincial de León, Sección 1.ª, de 2 de junio de 1994, AC 1689, excluye que el comprador de vivienda que no se subrogue en el préstamo hipotecario deba hacerse cargo de sus intereses y gastos; la vivienda debe entregarse libre de cargas y gravámenes, para lo cual ha de cancelarse previamente la hipoteca, y todo lo que se oponga a esto atenta contra la buena fe y el justo equilibrio de prestaciones.

«La Ley de condiciones generales de la contratación, derecho del consumo, derecho del mercado y ámbito subjetivo del control de las cláusulas abusivas», publicado en la revista Actualidad Civil, nº 20, 15 al 21 de mayo de 2000.

«La Ley de condiciones generales de la contratación, derecho del consumo, derecho del mercado y ámbito subjetivo del control de las cláusulas abusivas», publicado en la revista Actualidad Civil, nº 20, 15 al 21 de mayo de 2000.

LA LEY DE CONDICIONES GENERALES DE LA CONTRATACIÓN, DERECHO DEL CONSUMO, DERECHO DEL MERCADO Y AMBITO SUBJETIVO DEL CONTROL DE LAS CLÁUSULAS ABUSIVAS
José Antonio Ballesteros Garrido
Doctor en Derecho. Abogado

A comienzos del pasado mes de julio se celebraron en Bruselas unas jornadas convocadas por la Dirección General XXIV de la Comisión Europea, dedicadas a la evaluación de la aplicación en cada Estado miembro de la Directiva 93/13, sobre cláusulas abusivas en los contratos celebrados con consumidores, y a sus futuras perspectivas; intervinieron representantes institucionales de todos los países miembros y de la propia Dirección General XXIV, así como algunos autores de reconocida solvencia en la materia. Se trataba con ello de facilitar el cumplimiento de lo dispuesto en el art. 9 de la Directiva, que ordena a la Comisión que presente al Consejo y al Parlamento Europeo un informe sobre su aplicación antes del 31 de diciembre de 1999. Pues bien, la recopilación de los distintos informes presentados y de una serie de artículos doctrinales al respecto propicia la reflexión sobre la opción adoptada por el legislador español para transponer la Directiva.

LA OPCIÓN LEGISLATIVA: DERECHO SECTORIAL DEL CONSUMO O NUEVO DERECHO DEL TRÁFICO ECONÓMICO

1) LOS DISTINTOS SISTEMAS DE CONTROL DE LAS CLAUSULAS ABUSIVAS

La opción adoptada por el legislador español para transponer a nuestro Derecho interno la Directiva 93/13 CEE, del Consejo, de 5 de abril de 1993, sobre cláusulas abusivas en los contratos celebrados con consumidores (en adelante, la Directiva), materializada en la Ley 7/1998, de 13 de abril, de condiciones generales de la contratación (en adelante, LCGC), es sumamente discutible porque esta Ley no sólo no mejora técnicamente la Ley 26/1984, de 19 de julio, general para la defensa de los consumidores y usuarios (en adelante, LDCU) salvo en algunos aspectos puntuales de importancia secundaria, pese a las numerosísimas críticas que le formuló la doctrina y a su limitada utilización jurisprudencial (lo que ya es indicio de que no era una Ley muy correcta), sino que introduce otros nuevos tanto de orden sistemático como de fondo.
Para poder analizar mejor la decisión de nuestro legislador lo más conveniente es comenzar examinando los distintos sistemas existentes en nuestro entorno. En primer lugar, hay que hacer una referencia al sistema italiano original, establecido por el Codice civile de 1942, que fue el primero que contempló el problema pero ofreciendo una solución sumamente inadecuada. Se establecía un control simplemente formal de las condiciones generales de la contratación (cgc en lo sucesivo): debía acreditarse que el adherente debió haber conocido las cgc que se enumeraban en el art. 1.341,2 como potencialmente lesivas. Si se demostraba que tuvo la posibilidad de conocerlas, alcanzaban plena validez, con lo que se excluía todo control sustantivo. Este sistema fue duramente criticado por la generalidad de la doctrina italiana y extranjera porque lo que hacía, en definitiva, era legitimar la utilización de cláusulas abusivas mediante la simple exigencia de una sencilla formalidad, con lo que se reforzaba aún más la posición del contratante fuerte; y es que es evidente que el adherente no se ve en absoluto favorecido por el hecho de que se garantice que ha de poder conocer la cláusula abusiva que se le impone si no tiene medio alguno para excluirla, sea mediante la negociación (imposible por definición tratándose de cgc) o por la prohibición legal (que no se hace). El único efecto práctico que esto tenía para el adherente, aparte de la citada convalidación del abuso, es que sea consciente del mismo.
Pero los sistemas que se han impuesto para acabar con las cláusulas abusivas son el que se podría llamar francés o nórdico y el alemán. El primero de ellos responde a la teoría del abuso, que dirige su política legislativa a la protección del consumidor al concebirlo como parte débil del contrato, sometido por lo tanto al abuso que de su posición de superioridad económica puede hacer el contratante profesional. Este abuso de poder representa un fallo del mercado que ha de ser remediado por la intervención del legislador. El profesional puede aprovecharse de su superior conocimiento del mercado, de las economías de escala que permite la contratación masiva, para utilizar a su favor la libertad de contratar e imponer condiciones contractuales inicuas, sin que el consumidor pueda evitarlas; se pone así en entredicho el paradigma de la teoría liberal del contrato, qui dit contractuel dit iuste, ya que es imposible que el consumidor pueda garantizar el equilibrio de los contratos que concluye mediante un consentimiento libre. Para evitarlo, el legislador protege al consumidor introduciendo controles que persiguen garantizar el equilibrio de los contratos que concluya con profesionales, intervengan o no cgc y alcanzando incluso a la relación calidad/precio. La plasmación positiva de este sistema se plasma en la promulgación de una ley de protección al consumidor en distintos campos, o de varias leyes sectoriales, pero siempre centradas en la figura del consumidor como figura necesitada de una especial protección.
El segundo modelo legislativo, el alemán, adoptado también por Portugal, responde a la teoría de los costes de transacción. Se observa que todas las transacciones, intervengan o no consumidores, conllevan unos costes de transacción: todo contrato, en teoría, ha de ser negociado, lo que conlleva un gasto en tiempo y medios, en dinero; este coste repercute en el precio final de los bienes o servicios que constituyen el objeto del contrato, el consiguiente encarecimiento habrá de ser soportado por la parte débil del contrato; pero estos costes pueden evitarse mediante la utilización de cgc, que se aplicarán a todos los contratos que concluya un mismo profesional, permitiendo de paso una racionalización del mercado. Sin embargo, este beneficioso procedimiento conlleva el riesgo de que se priva al adherente de revisar los términos del contrato, ya que sólo puede aceptarlos en bloque o renunciar a contratar. Se hace preciso, consiguientemente, un control público de esas cgc para garantizar su equidad. Este sistema se concreta en una ley que regula genéricamente el fenómeno de la contratación mediante cgc, sin perjuicio de que establezca un nivel de protección más estricto cuando el adherente es un consumidor.

2) EL SISTEMA DE LA DIRECTIVA EUROPEA Y DE LA LCGC

El proyecto original de Directiva que finalmente dio lugar a la 93/13 CEE respondía abiertamente al modelo francés: se dirigía a la protección de los consumidores en todo tipo de contratos, protegiéndoles de los abusos a que los pudiese haber sometido un profesional incluso en contratos negociados y en lo relativo al precio. Sin embargo, la presión de las asociaciones de empresarios y de la doctrina alemana dio lugar a que se limitase su alcance a las cláusulas no negociadas y accesorias, acercándose al modelo alemán pero sin extender su ámbito a todos los contratos en que se utilicen cgc. Con ello nace un sistema híbrido que recoge las limitaciones de ambos sistemas, en cuanto reduce la protección ofrecida a la parte débil del contrato sin ajustarse a la filosofía de ninguna de las dos teorías apuntadas (no protege al consumidor en todo caso, sino sólo respecto a las cláusulas no negociadas y accesorias; no regula todas las cgc, sino sólo las impuestas a consumidores) porque se responde a una concepción dogmática, en decadencia, de la libertad contractual, que ya no obedece a la realidad social del mercado de nuestros tiempos. Es evidente que pueden producirse abusos por medio de cgc en contratos celebrados entre profesionales y que el hecho de que haya una negociación entre el profesional y el consumidor no garantiza que ésta se efectúe en situación de igualdad.
Pues bien, si existen incongruencias en el seno de la Directiva, el híbrido que se pretendió realizar con la aprobación de la LCGC y la conservación del art. 10 LDCU, reformado y con el añadido de un bis y una disposición adicional para transponer la Directiva, ha dado lugar a una normativa absolutamente caótica, desprovista de todo sentido y cuya filosofía es imposible descubrir, si es que existe. La duplicidad de normas a que da lugar la superposición de la LCGC con la LDCU, de ámbitos objetivos en intersección, dificulta extraordinariamente la labor al intérprete, por lo que la elaboración de una línea jurisprudencial coherente, sistemática, que desarrolle la protección necesaria en este sector de la contratación será muy dificultosa y, de seguro, estará plagada de resoluciones contradictorias y constantes rectificaciones del camino a seguir.
Es discutible, en cuanto a los defectos técnicos sistemáticos de la nueva Ley, que se haya optado por duplicar los sistemas de protección, manteniendo la LDCU para los contratos celebrados con consumidores y la LCGC para el control de las condiciones generales de la contratación, pero con la remisión que ésta contiene a aquélla en cuanto al control de las cláusulas abusivas, que prácticamente la deja sin contenido sustantivo; este sistema es probablemente el menos indicado de todos los posibles por varias razones. Comencemos viendo las alternativas.

3) ALTERNATIVAS DE POLÍTICA LEGISLATIVA: REGULACION EN EL CC, LEY UNICA, DOBLE LEY

En primer lugar, debería haberse planteado la posibilidad de introducir la normativa sobre esta materia en el Código civil, como se ha hecho en Italia y Holanda, p.ej., por la transcendencia que tiene en cuanto a la teoría general de los contratos y a fin de que impregne con sus connotaciones la totalidad de la contratación moderna, en lugar de mantenerse como un sistema contractual anómalo, excepcional, de ámbito delimitado perfectamente frente a la que se ajusta al paradigma clásico. La introducción de la normativa sobre control de las condiciones generales de la contratación en el Código Civil supone su institucionalización, darle un carácter de regla general de la disciplina del contrato, de principio general de la contratación, mientras que al dictar una Ley específica se sectorializa su regulación, estableciendo unas reglas técnicas, aparentemente neutras en relación al resto de contratos no afectados directamente por ella. Esto no se compadece con la realidad porque la contratación en masa no constituye ya un fenómeno marginal, excepcional, frente a la celebrada en la forma tradicional, mediante la negociación entre las partes, sino más bien a la inversa; la mayor parte de los ciudadanos occidentales serán incapaces de recordar cuándo celebraron por última vez un negocio en que negociasen sus términos, incluido el precio, en situación de igualdad con el otro contratante. No tiene sentido, por lo tanto, mantener como modelo contractual el que, en la práctica del mercado, se ha demostrado que es excepcional y seguir contemplando como algo marginal al que se ha implantado de forma arrolladora.
Una segunda posibilidad habría sido dictar una única ley que regulase con carácter general todas las cuestiones civiles y procesales actualmente incluidas en la LDCU y en la LCGC, derogando el art. 10 LDCU, al modo de las leyes portuguesa o alemana, que se reconocen como las más correctas técnicamente de nuestro entorno. Y es que esas leyes regulaban originalmente con amplitud todo el fenómeno de las cgc, introduciendo los matices pertinentes según el adherente fuese o no consumidor: en el caso de la Ley alemana, cuando el adherente es un profesional no se aplica la lista negra de cláusulas prohibidas sino únicamente la norma general prohibitiva de las cláusulas abusivas, es decir, de las cláusulas que, en contra de la buena fe objetiva, no sean equitativas; la portuguesa sí aplica una lista negra cuando el adherente es un profesional, pero es más corta que la que rige cuando el adherente es un consumidor. Así, de la Ley alemana, la AGBG, se ha dicho, resaltando su éxito, que se ha diluido en el Derecho general tras haberlo contagiado o contaminado con sus principios y valores, o que ha llegado a constituir una suerte de parte general del derecho de la contratación en masa. Para transponer la Directiva simplemente era necesario añadir que la protección originalmente establecida cuando se contrataba con base en cgc se otorgaría también cuando la imposición se realizase en el marco de un contrato individual entre un consumidor y un profesional.
Lo que no tiene sentido alguno es regular por un lado los contratos celebrados con consumidores, estableciendo unos controles relativos a su inclusión en el contrato y a su contenido, que afectan a todas las cláusulas no negociadas, lo que se corresponde con el sistema francés o nórdico; y, por otro, regular las condiciones generales de la contratación utilizadas frente a todo adherente, lo que se corresponde con el alemán, pero con una grave mutilación, al menos aparentemente (no si se sigue la interpretación que expongo más adelante): sólo se establece un control de inclusión, similar pero no idéntico al ya establecido en la LDCU, ya que, en cuanto al control del contenido, se remite a ésta, pero aparentemente sólo para los casos en que ya es aplicable de por sí sin necesidad de que se haga tal remisión (es decir, cuando el adherente es un consumidor), todo lo cual puede conducir a equívocos.

4) ¿DERECHO DEL CONSUMO COMO NUEVA RAMA DEL DERECHO?

Esta incorrecta decisión proviene, en primer término, de la falta de reflexión del legislador, que no se planteó adecuadamente por cuál de los dos sistemas examinados, el francés o nórdico o el alemán, quería inclinarse, decidiéndose por un híbrido monstruoso. En segundo término, deriva de la propia asunción por la Unión Europea, al menos hasta ahora y, por lo que aquí se refiere, a la Directiva 93/13, de la desacertada concepción del denominado Derecho del Consumo como una nueva rama del Derecho, con elementos desgajados del Derecho Civil (protección de los consumidores frente a cláusulas abusivas, en los contratos celebrados fuera del establecimiento mercantil, en las normas sobre responsabilidad civil…), del Derecho Mercantil (normas sobre transparencia, información, organización, etc. de entidades financieras, sobre la publicidad, etc.), del Derecho Administrativo (sanciones en materia de consumo, creación de organismos con competencias mediadoras y de control, normas técnicas sobre los productos que se ponen en el mercado…), procesales (nuevas acciones colectivas, creación del arbitraje de consumo, legitimación de asociaciones de consumidores para actuar), del Derecho penal (tipificación de determinadas conductas perjudiciales para los consumidores); y además con reglas propias que aparentemente contradicen o derogan las propias de los sectores de los que se desgajan: así, en cuanto al Derecho contractual, las obligaciones formales (obligación de acreditar formalmente la previa puesta en conocimiento del adherente del condicionado general, exigencia de doble o triple firma, etc.) se oponen a la tradicional libertad consensual; la facultad de desistimiento del contrato a la vinculación de la palabra dada; la ineficacia de las cláusulas abusivas a la libertad de pactos. Esta postura se corresponde con el sistema francés de protección de la parte débil, centrado en el consumidor final, en el acto de consumo, en el que se ha llegado a compilar las disposiciones dictadas sobre la materia en un Code de la Consommation con la idea de que constituye un sistema nuevo, desgajado del Derecho Civil, cuyas reglas no han evolucionado con la suficiente flexibilidad para acomodarse a la moderna contratación en masa.
Sin embargo, más correctamente puede sostenerse que la nueva legislación protectora de la parte débil, mejor que del consumidor, no es sino la evolución o desarrollo de principios tradicionales para adaptarlos a las nuevas circunstancias del tráfico; podría decirse que equivalen a la aplicación del art. 3 CC a los principios generales, es decir, su interpretación o comprensión según el contexto y la realidad del tiempo en que se aplican para que afloren nuevamente los valores últimos en que se inspira el ordenamiento: la justicia, la fraternidad, la utilidad social… Y es que no puede mantenerse que la libertad contractual tiene el mismo contenido en la negociación de un mercado decimonónico que en la suscripción de un contrato multirriesgo del hogar o de responsabilidad civil de una empresa a fines del siglo XX; o que la responsabilidad civil puede basarse exclusivamente en la culpa del agente, probada por quien sufre el resultado dañoso, en la era de la tecnología más sofisticada, en que cualquier ciudadano está sometido a riesgos provocados por agentes de gran poderío económico y cuya actividad y medios escapan a su comprensión, no digamos a su capacidad de control.
Discrepo, sin embargo, de los autores que sostienen que el Derecho del Consumo es una evolución del Derecho Civil en el sector particular de los contratos entre profesionales y consumidores, algunas de cuyas reglas pueden extenderse al Derecho Civil pero sin que se pueda generalizar en conjunto, sino que ha de permanecer como rama específica; que la LDCU es la manifestación del Estado social de Derecho en la contratación; o la necesidad del Derecho del Consumo como nueva rama autónoma del Derecho, etc. Tal como está concebido en España, siguiendo el modelo francés, efectivamente ése es el criterio del legislador, pero que resulta sumamente criticable. Los propios defensores del Derecho del Consumo se cuestionan su transcendencia, por considerar que constituye una amenaza al Derecho común de las obligaciones al que relega a un segundo plano porque es de aplicación cotidiana, más extendida que éste por afectar a los principales operadores del tráfico: consumidores y profesionales; y, por otra parte, porque sus contornos son difusos, la noción de consumidor no está clara. Y de hecho, en la práctica jurisprudencial y del tráfico jurídico se puede percibir o esperar que las normas tuitivas de los consumidores se apliquen espontáneamente sin distinguir si ha intervenido un consumidor o no. Así, en la jurisprudencia a menudo se ha venido aplicando el art. 10 LDCU sin pararse a examinar si el adherente es o no consumidor, o se aplica por analogía; o las normas sobre responsabilidad civil (arts. 25 y ss LDCU) sin examinar si la víctima del daño es o no consumidor; se va extendiendo el convencimiento, con la consiguiente persuasión moral, de que las cláusulas abusivas deben eliminarse de todos los contratos de adhesión, lo que puede conducir a que los predisponentes las expurguen voluntariamente.
Y es que el Derecho del Consumo no ha alcanzado un grado de desarrollo que permita declarar su autonomía; sus bases se asientan sobre la teoría general de las obligaciones, a la que sólo introduce ciertas innovaciones, de tal forma que se combinan las reglas propias del Derecho del Consumo con las ya existentes en el Derecho Civil para lograr la mejor protección del contratante débil; por todo ello, el Derecho del Consumo debe considerarse no como nueva rama del Derecho, que origine una ruptura entre dos sistemas de relaciones contractuales según la condición de las partes, sino como un acicate para la evolución del Derecho de las obligaciones, haciendo que se adapte a los desequilibrios entre los operadores, con el resultado de que éste se convierte en lo que podría llamarse Derecho del mercado, que integra tanto las reglas tradicionales como sus adaptaciones a las circunstancias del tráfico contemporáneo, incluyendo las normas relativas a la concurrencia, la publicidad, etc.

5) DESEQUILIBRIO CONTRACTUAL VERSUS ACTO DE CONSUMO

Por esta misma razón, la nueva normativa no debería delimitar su ámbito de aplicación por referencia al acto de consumo, sino generalizarse a todas aquellas situaciones en que exista un significativo desequilibrio entre las partes debido a las particularidades de la contratación en masa, puesto que el fundamento de la protección, la necesidad de que se dicten normas tuitivas, alcanza a todos los casos en que exista tal desequilibrio, tal defecto en el fundamento del mercado, por lo que la restricción de la protección a los consumidores entraña una discriminación para los pequeños profesionales que se encuentran en idéntica situación.
En efecto, la normativa aprobada en materia contractual, particularmente la LDCU, se refiere sólo a los contratos celebrados con consumidores, despreciando el hecho de que los abusos que se cometen por medio de las cgc afectan tanto a consumidores como a los pequeños profesionales o empresarios (simplemente profesionales, en lo sucesivo). Este hecho sin duda era conocido por el legislador, que no podía ignorar las críticas efectuadas por la doctrina a la LDCU, en su redacción original, por no incluir a los profesionales en su ámbito subjetivo de protección y que defendió la aplicación analógica de esa Ley, cosa que en numerosas ocasiones hizo la jurisprudencia; incluso la exposición de Motivos LCGC se refiere a ello, pese a lo cual, de una manera sumamente confusa, dice que el concepto de cláusula abusiva encuentra su ámbito de aplicación en la contratación con consumidores, cosa que a continuación trataré ampliamente.
Con ello se establece una protección legal en función del sujeto contratante, desconociendo que el fenómeno es mucho más amplio y complejo. Se trata del dominio del mercado por las grandes empresas despersonalizadas, sin cabeza visible, que establecen las condiciones en que van a distribuir sus productos de forma inexorable, perfectamente planificada para lograr la máxima productividad y rendimiento, pero teniendo en cuenta únicamente los intereses de la propia organización; el problema es que el sujeto que contrata con esa organización ya no puede influir en modo alguno en el contenido del contrato, que queda así fuera del paradigma contractual que pretende alcanzar la justa composición de intereses por medio de la negociación y el acuerdo libre; el adherente ha perdido la soberanía del contrato. Un sector de la doctrina señaló que las relaciones de mercado ya no se establecen por medios contractuales, sino en función del status de los intervinientes: la empresa establece el contenido de esas relaciones y la gran masa de individuos particulares se someten a su dictado, al carecer de capacidad de negociación.
Pues bien, la solución adoptada, siguiendo la Directiva, contempla el problema parcialmente y decide proteger únicamente a un sector de los sujetos que intervienen en el mercado, delimitado por el concepto de consumidor.
Sin embargo, esta solución lleva a que se utilice nuevamente la noción de status en otro sentido: para delimitar el campo de aplicación de esta normativa tuitiva, puesto que ese ámbito se establece de acuerdo con un criterio subjetivo. Surge así la categoría sociológico-jurídica de consumidor como grupo de personas cuyo status les permite acceder a la protección de la normativa dictada para corregir las anomalías de la contratación en masa. Frente a este colectivo queda el de los no consumidores, que continuarán estando sometidos al dictado de las grandes empresas en tanto en cuanto adolezcan de la misma falta de capacidad de negociación que los consumidores. Ello es debido a un error en el punto de partida: se contempla el problema en la perspectiva de un ciclo económico de producción-distribución-cambio-consumo, de tal manera que el consumidor es el miembro de un colectivo que tiene un interés común, el consumo de los bienes producidos o distribuidos por el gran empresario, de tal manera que se constituyen dos colectivos enfrentados, el de los consumidores y el de los empresarios. Sin embargo, la cuestión no viene determinada por el acto de consumo, sino por la estructura del mercado que permite a un sector de los operadores, a los grandes empresarios, dominarlo totalmente.
El problema no se centra en el consumidor final, en el concepto de acto de consumo, sino en el más amplio de quienes están sometidos al dictado de la parte predominante en el mercado. La división del mercado no se establece entre productores y consumidores, sino entre individuos dominantes del mercado y quienes se someten a su dictado debido a la ausencia de competencia en cuanto al contenido de las cláusulas contractuales en los contratos en masa. Por lo tanto, toda medida que pretenda restablecer el funcionamiento del mercado, que las relaciones en su seno se determinen conforme a criterios contractuales, debe alcanzar a todo el colectivo que carece de poderes de negociación, no sólo a quienes realicen actos de consumo. Este es el sistema adoptado en Alemania y Portugal, cuyo éxito ya he señalado más arriba.
Puede convenirse con BENEDETTI que la autonomía privada admite diferentes manifestaciones según el contexto socio-histórico. Aparece limitada, excluida incluso, por la contratación en masa, que prescinde de la voluntad e intereses del conjunto de adherentes al formulario contractual establecido por el predisponente. Por otra parte, la libertad de iniciativa empresarial permite la aparición de nuevos productos comerciales, nuevos tipos contractuales, la evolución del mercado. Estas dos tendencias contrapuestas deben compaginarse mediante una serie de límites a la facultad de la organización empresarial de establecer el listado de derechos y obligaciones de las partes según su exclusivo interés, por perjudicial que sea para sus clientes. Tales límites deben estar inspirados en el paradigma contractual; esto es, en la medida en que es inviable una composición negocial individual con cada uno de los potenciales clientes, debe al menos garantizarse que éstos conocerán suficientemente los términos del contrato, los cuales han de reflejar el contenido lógico, equilibrado, que cualquier individuo de preparación mediana podría esperar que tuviera, según el tipo negocial y demás circunstancias del negocio. En la medida en que esto sea así podrá decirse que el sistema respeta la autonomía individual.
Pero al dejar fuera a todo un sector de los intervinientes en el mercado, delimitado negativamente como los no consumidores, se mantiene a éstos sometidos a los abusos de las organizaciones empresariales, sin posibilidad de reacción (salvo por vía indirecta, en la medida en que las acciones colectivas de cesación y las sentencias que se dicten en ellas les afecten, lo cual es discutible: ¿podrán invocar que ya se dictó una Sentencia declarando la nulidad de determinada cláusula abusiva si ellos no son consumidores y, por lo tanto, la identidad del caso juzgado en la acción colectiva y en la suya individual no es idéntico al no haber identidad de partes?).
En este sentido, en la medida en que las previsiones adoptadas sean correctas técnicamente, ajustadas a los principios generales del derecho contractual, se salvaguardarán estos, podrá defenderse que las relaciones del mercado siguen estableciéndose por medio del libre consentimiento, del contrato, y no del status. Sin embargo, en tanto la normativa que rija al respecto sea sectorial y no genérica, a quienes estén excluidos del ámbito de protección de aquélla seguirá aplicándoseles el Derecho común, es decir, la normativa que el Código decimonónico establece contemplando el contrato celebrado al modo tradicional, negociado y mediante un consentimiento libre e informado, por lo que seguirán sometidos al dictado del contratante fuerte, sus vínculos negociales seguirán determinándose según su status de adherentes, de súbditos de las disposiciones de las grandes empresas. No queda otra opción para evitar esto que generalizar la aplicación de la normativa protectora de la parte débil, concebirla no ya como una normativa sectorial, excepcional frente a la del Código, sino como la teoría general del contrato, que defiende la equidad, el equilibrio entre las partes en todo tipo de contrato, sin detenerse a examinar si una de las partes es o no consumidor, sino si se ha visto obligado a someterse a las condiciones impuestas por la otra.

II) ÁMBITO SUBJETIVO DEL CONTROL DE LAS CLÁUSULAS ABUSIVAS

A lo largo de este estudio he hecho referencia varias veces a lo confuso de la remisión que hace el art. 8.2 LCGC a la LDCU respecto a la definición de las cláusulas abusivas, así como de la Exposición de Motivos LCGC al tocar esta cuestión. Pues bien, a continuar voy a proponer una interpretación de dichos textos en línea con la crítica que acabo de exponer de la opción legislativa de la doble Ley y con la defensa de una normativa que se centre no en el acto de consumo sino en el incorrecto funcionamiento del mercado.
El art. 8 LCGC declara la nulidad de pleno derecho de las cgc que contradigan en perjuicio del adherente lo dispuesto en la propia Ley o en cualquier otra norma imperativa o prohibitiva (¿hacía falta decirlo?), salvo que se establezca un efecto distinto para el caso de contravención (repito, ¿hacía falta decirlo?); el número 2 del mismo artículo continúa precisando que serán nulas, en particular,1 las cgc abusivas cuando el contrato se haya celebrado con un consumidor, entendiendo por tales en todo caso las definidas en el art. 10 bis y disposición adicional primera LDCU. El art. 9 LCGC dice que la declaración judicial de nulidad de las cgc podrá ser instada por el adherente de acuerdo con las reglas generales reguladoras de la nulidad contractual.
De acuerdo con ello, la prohibición de las cláusulas abusivas parece reducirse a los casos en que el adherente es un consumidor, es decir, a los mismos supuestos ya contemplados en la LDCU, por lo que los preceptos citados de la LCGC serían redundantes y, por ende, absolutamente inútiles. En efecto, si la LCGC se limita a declarar la nulidad de las cgc abusivas cuando se imponen a un consumidor no introduce ninguna novedad frente a la LDCU, que ya contempla ese supuesto, aunque más ampliamente: no sólo declara la nulidad de las cgc sino de todas las cláusulas impuestas a los consumidores, siempre que sean abusivas.
Sin embargo, a la vista de los antecedentes legislativos y de la Exposición de Motivos de la propia Ley, y utilizando un criterio interpretativo finalista y racional, podría llegarse a otra conclusión.
Ya he mencionado que la normativa comparada sobre la materia se puede clasificar en dos sistemas, el alemán y el francés o nórdico. Las leyes de protección genérica de los consumidores, y limitadas a los consumidores, entre ellas la Directiva y la LDCU, se alinearían con el segundo, mientras que las leyes que se centran en las cgc, con independencia de que sean impuestas a un consumidor o a un profesional, pero ignorando los demás casos en que se imponen cláusulas particulares, abusivas o no, a un consumidor concreto, como es el caso de la LCGC, se corresponden con el sistema alemán.
Según he expuesto más arriba, en el sistema alemán no se toma como punto de referencia el acto de consumo, sino la imposición a una generalidad de adherentes de unas mismas condiciones generales de la contratación; la ratio de este sistema se centra en poner coto a lo abusos que puede cometer un predisponente gracias a las ventajas que le confiere el hecho de poder utilizar e imponer a todos sus clientes un mismo formulario contractual sobre cuyo contenido no existe competencia en el mercado. No se centra en el status del adherente, si es o no consumidor, sino en el desequilibrio contractual que origina la situación de predominio del predisponente, que le permite imponer sus términos con independencia de la voluntad de sus adherentes y sin someterse a los mandatos del mercado. Por ello, se instauran una serie de controles (control de inclusión, control de contenido, además de unas reglas particulares de interpretación) aplicables a todos los contratos que se suscriban mediante la utilización de cgc, con independencia de que el adherente sea consumidor o profesional.
Por consiguiente, no tiene sentido que se dicte una Ley sobre cgc y que se excluya de su contenido justamente la parte más importante, la que colma de significado su promulgación, cual es la destinada a prohibir el uso de cláusulas abusivas. Sin este control, la LCGC queda huera de sentido: los controles de inclusión en realidad no son más que una explicitación de reglas que ya se encuentran en el Código Civil (no se puede prestar el consentimiento a algo que no se conoce); las reglas de interpretación ya se contienen expresa o implícitamente también en el Código Civil (art. 1.288: interpretación contra proferentem; otras reglas ya habían sido desarrolladas por la jurisprudencia a partir de los arts. 1.281 a 1.289 CC); y las reglas procesales, particularmente lo referido a acciones colectivas, encuentran mejor acomodo en la Ley de Enjuiciamiento Civil, y aún si se considera preferible que se regulen por medio de una Ley especial, parece que su lugar sería la LDCU. Por lo tanto, si el control del contenido se limita al establecido en la LDCU, la LCGC pierde su razón de ser.
Sin embargo, si se decidió aprobar una LCGC en lugar de modificar la LDCU, atendidos los precedentes de Derecho comparado y pese a las propuestas existentes en otro sentido, ha de presumirse que el legislador algo pretendería con ello. Quiero decir algo consecuente, racional.
Veamos ahora qué dice la Exposición de Motivos de la LCGC. Tras explicar la diferencia entre cgc y cláusulas abusivas; indicar que la Ley exige que las cgc no sean abusivas cuando se contrata con un consumidor; que el concepto de cláusula abusiva tiene su ámbito propio en la relación con los consumidores, sea en cgc o en cláusulas predispuestas para un contrato particular al que el consumidor se limite a adherirse; concluye que también puede existir abuso de posición predominante en las cgc utilizadas entre profesionales, pero en este caso han de aplicarse las normas generales de nulidad contractual. Y afirma expresamente que judicialmente se podrá declarar la nulidad de una cgc abusiva si es contraria a la buena fe y cause un desequilibrio importante entre los derechos y obligaciones de las partes, aunque se trate de contratos entre profesionales o empresarios, aunque teniendo en cuenta en cada caso las características específicas de la contratación entre empresas. Y continúa diciendo que sólo cuando exista un consumidor frente a un profesional opera la lista de cláusulas contractuales abusivas recogidas en la disposición adicional primera LDCU. Esto último es lo más coherente incluso con las afirmaciones iniciales de la propia Exposición de Motivos: en el párrafo tercero habla de que «(l)a protección de la igualdad de los contratantes es presupuesto necesario de la justicia de los contenidos contractuales y constituye uno de los imperativos de la política jurídica en el ámbito de la actividad económica. Por ello la Ley pretende proteger los legítimos intereses de los consumidores y usuarios, pero también de cualquiera que contrate con una persona que utilice condiciones generales en su actividad contractual.»
Este cúmulo de afirmaciones contradictorias sume al intérprete en la perplejidad. Por una parte, se dice que el concepto de cláusula abusiva tiene su ámbito en la contratación con consumidores; en sentido opuesto, se dice que los profesionales también podrán invocar la nulidad de las cgc que sean contrarias a la buena fe y causen un desequilibrio importante entre los derechos y las obligaciones de las partes, que es justamente lo que determina el carácter abusivo de una cláusula; dice que los profesionales deberán acudir a las normas generales de nulidad contractual, pero más tarde matiza que sólo cuando el adherente es un consumidor entra en juego la lista negra de la disposición adicional primera. ¿Qué quiere decir todo esto?
En mi opinión, si realmente el legislador tuvo en cuenta los antecedentes legislativos para tomar la decisión de aprobar una LCGC en lugar de limitarse a modificar la LDCU; si era consciente del alcance que tiene la opción entre un modelo de Ley y el otro; si quiso aprobar una LCGC que tuviese realmente un contenido propio, que justificase el sistema de la doble ley (una de cgc y otra de defensa del consumidor) y ser así coherente con sus propias decisiones; y si era consciente de cuáles son las reglas generales de la nulidad contractual, no expresó correctamente lo que en realidad quiso decir.
Creo que al intentar matizar la diferencia entre cgc y cláusulas abusivas ha llevado la distinción más allá de lo que en realidad se trata, quizás por influencia del título de la Directiva europea, referida a las cláusulas abusivas en los contratos celebrados con consumidores; y es que, efectivamente, «una cláusula es cgc cuando está predispuesta e incorporada a una pluralidad de contratos exclusivamente por una de las partes, y no tiene por qué ser abusiva», mientras que «cláusula abusiva es la que en contra de las exigencias de la buena fe causa en detrimento del consumidor un desequilibrio importante e injustificado de las obligaciones contractuales y puede tener el carácter de condición general…», según reza la Exposición de Motivos. Pero después da la impresión de que el redactor de este texto quiso matizar tanto, establecer unos compartimentos estancos tan bien diferenciados entre lo que es cgc y lo que es cláusula abusiva, que se le fue la pluma y llegó a referir el concepto de cláusula abusiva a los contratos celebrados con consumidores, siguiendo el título de la Directiva, olvidándose de que cláusulas abusivas también puede haberlas entre las cgc.
Por otro lado, es absurdo que remita a los profesionales a las normas generales de nulidad contractual para lograr la ineficacia de las condiciones generales que denoten abuso de una posición dominante del predisponente cuando en nuestro ordenamiento no se admite la rescisión por lesión ni la nulidad por abuso de posición predominante y los casos generales de nulidad contractual (error, violencia, dolo, intimidación) no se corresponden con la problemática de las cgc; únicamente cabría aplicar la prohibición del abuso de derecho que contiene el art. 7.2 CC, pero la jurisprudencia española sólo excepcionalmente hizo uso del mismo, a diferencia de la alemana, que desarrolló una sólida doctrina para prohibir las cláusulas abusivas a partir del art. 242 BGB, que fue la base en que se fundamentó la cláusula general prohibitiva de la AGBG. De hecho, tal como lo demuestra la experiencia alemana recién expuesta, la cláusula general prohibitiva de las cláusulas abusivas no es más que la aplicación de la prohibición del abuso del derecho a la contratación mediante cgc. Por lo tanto, no tiene sentido que la LCGC se remita a las normas generales de nulidad contractual cuando la norma a aplicar sería aquélla (art. 7.2 CC) cuyo desarrollo particularizado al sistema de contratación que se regula es justamente la que se evita (art. 10 bis LDCU).
Esta remisión a las reglas generales de la nulidad contractual proviene de un nuevo error del redactor de la Exposición de Motivos, que ha mezclado dos cosas distintas: por una parte, la cláusula general prohibitiva de las cláusulas abusivas, que no es otra cosa que la denominación que la doctrina generalizada ha convenido en otorgar a la definición de las cláusulas abusivas, pero que el legislador parece creer qie viene referida a algo distinto de las cláusulas abusivas propiamente dichas, que serían las enumeradas en la disposición adicional primera (como a continuación expondré), de forma que al hablar de reglas generales de nulidad se refiere en realidad a esta cláusula general prohibitiva; y, por otra parte, las reglas procesales de la nulidad contractual, a las que se refiere el art. 9.1 LCGC, que se aplican tanto a la acción individual de declaración de no incorporación como a la acción individual de declaración de nulidad de las cláusulas abusivas. Ahora bien, en cualquier caso, es evidente que si la Exposición de Motivos remite a los profesionales a estas normas generales de nulidad contractual para protegerse de los abusos de posición predominante es porque pueden utilizarlas, por lo que la cláusula general prohibitiva tiene que protegerles también a ellos. Y es que dice que «(l)a declaración judicial (…) podrá ser instada por el adherente (…)», en términos genéricos, sin reducir la legitimación activa al consumidor, al adherente consumidor.
A continuación, parece entender que cláusulas abusivas son sólo las de la lista negra, pero previamente daba a entender que la cláusula general prohibitiva, es decir, el precepto que declara la nulidad de las cláusulas que, en contra de la buena fe, causan un desequilibrio de los derechos y obligaciones de las partes, no define lo que son las cláusulas abusivas, sino otra cosa y que las cláusulas abusivas podían entrar en ese concepto («nada impide que también judicialmente pueda declararse la nulidad de una condición general que sea abusiva cuando sea contraria a la buena fe y cause un desequilibrio importante…»). Por otro lado, remite a los profesionales víctimas del abuso de una posición predominante a las reglas generales de la nulidad contractual, pero después dice que pueden instar la nulidad de las cláusulas abusivas cuando sean contrarias a la buena fe…
En definitiva, creo que lo que el legislador quiso decir fue lo siguiente: cuando el adherente es un profesional, se aplican las reglas generales de la nulidad contractual de las cláusulas abusivas; esto es, se aplica la regla general prohibitiva de las cláusulas abusivas, de las cláusulas que, en contra de las exigencias de la buena fe, causen un desequilibrio importante de los derechos y obligaciones de las partes que se deriven del contrato, en perjuicio del adherente. Y que en todo caso se entenderá que son abusivas las recogidas en la disposición adicional primera LDCU cuando el adherente es un consumidor. El legislador confundió las reglas generales de la nulidad contractual con la cláusula general prohibitiva, que declara la nulidad de las cláusulas abusivas, y se lio al establecer que esa cláusula general prohibitiva es aplicable a todo adherente, sea consumidor o profesional, mientras que la lista negra sólo se aplica cuando el adherente es un consumidor, tal como ocurre en la ley alemana.
Por lo tanto, la redacción correcta del art. 8.2 LCGC (sin tratar de corregir los errores sistemáticos, por la redundancia que suponen, pero intranscendentes, del párrafo anterior), diría así:
«2. En particular, serán nulas las condiciones generales que sean abusivas, entendiendo por tales las definidas en el art. 10 bis de la Ley 26/1984, de 19 de julio, General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios; en todo caso, se considerarán abusivas las cláusulas enumeradas en la disposición adicional primera de la misma Ley cuando el adherente sea un consumidor.»
La mayoría de los autores que han comentado en alguna forma esta cuestión han llegado a la conclusión de que la LCGC excluye el control de las cláusulas abusivas cuando el adherente es profesional, pero creo que no se han planteado la cuestión con el suficiente detenimiento y se limitan a criticar la absurda decisión del legislador. Únicamente CLAVERÍA parece inclinarse por la interpretación que aquí sugiero, al preguntarse si «con la expresión “normas generales” el texto se refiere a los casos de ausencia de buena fe y desequilibrio importante entre los derechos y las obligaciones».
Como decía al principio de este epígrafe, esta interpretación se ajusta más a la realidad del problema, centrado no en el acto de consumo sino en la falta de funcionamiento del mercado en la contratación en masa, con independencia del status del adherente, y permitirá una evolución coherente del Derecho de obligaciones, respetando sus principios generales.

BIBLIOGRAFIA CITADA

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Y es que se utilizan unos conceptos jurídicos indeterminados cuya aplicación en cada caso resulta a veces difícil de determinar, como se manifiesta en la vacilante y contradictoria jurisprudencia sobre el antiguo art. 10 LDCU. ¿Cuándo debe entenderse que una cláusula no respeta la buena fe? ¿Qué se entiende por buena fe? ¿Cuándo se altera el justo equilibrio de prestaciones? Ante la dificultad de establecer criterios generales bien definidos, podemos acudir a la jurisprudencia de los países de nuestro entorno donde más éxito ha tenido la normativa sobre cláusulas abusivas y cuya legislación se estima generalmente como la más acertada: Alemania y Portugal.
Pero previamente conviene hacer ciertas consideraciones doctrinales sobre la buena fe y las circunstancias que han de tenerse en cuenta según la normativa examinada.

En fin, en la medida en que la buena fe y las circunstancias de caso han de tomarse en cuenta para valorar si la cláusula es abusiva o no, es decir, si es nula o válida, se centran en cada caso individual, se llega a una composición del contrato lo más próxima posible al paradigma de contrato; se restablece el principio de autonomía contractual que ahogaba la contratación en masa (vid. Benedetti, “Tutela…”, 29-30). Sólo falta extender esta protección a los no consumidores.
Esto desmiente la conclusión a que llegan algunos defensores a ultranza del Derecho del Consumo como rama autónoma y con principios propios, en el sentido de que la autonomía de la voluntad deje de ser el fundamento de la teoría general del contrato y ceda ante otros principios objetivos superiores -la justicia y la utilidad social del contrato- de manera que el fundamento de la fuerza obligatoria del contrato ya no se encuentra tanto en la voluntad libre de las partes sino en su conformidad con estos principios superiores; sino que se abandona el concepto formal del dogma de la autonomía de la voluntad que defendió el liberalismo radical (y que en realidad no amparaba más que la voluntad omnímoda del contratante fuerte) para devolverle su sentido prístino, es decir, para examinar cuándo el consentimiento se ha prestado con libertad real, de manera que siempre que exista un desequilibrio sustancial entre las prestaciones de las partes y que éstas vengan prefiguradas por una de ellas se sustituya esa apariencia de acuerdo por lo que se estima que debió constituir el acuerdo real: nadie en su sano juicio puede desear o aceptar voluntariamente obligarse en términos inicuos. La concepción formal del dogma de la autonomía de la voluntad conducía al resultado opuesto al que le dio origen: la libertad de composición del contrato no conducía a una composición de intereses justa (en la valoración libre de las partes) sino al sometimiento de una al dictado de la otra; la justicia del contrato ya no podía garantizarse por la libertad contractual. Una concepción sustantiva del dogma permitirá que vuelva a ser garantía de equidad al buscar lo que debió ser realmente el acuerdo pretendido por las partes (querido por el adherente; el predisponente realmente no lo querría, pero dio lugar a una apariencia y actuó de un modo que le hace responsable, por aplicación del principio de buena fe).
El principio de la autonomía de la voluntad se basa en dos pilares: el respeto a la dignidad del individuo, el reconocimiento de la persona y de sus derechos, particularmente el derecho a la libertad, como fundamento del Estado moderno, por una parte; por otra, la defensa de la equidad, de la justicia, de la igualdad entre los individuos, como valores esenciales del ordenamiento. Ambos pilares se funden de tal manera que el Derecho reconoce la validez de los pactos entre individuos, de las obligaciones libremente asumidas por las partes del contrato, porque son queridos, porque se establecen en el ejercicio de su libertad y porque se presume que nadie va a aceptar obligaciones inicuas; se presume que sólo se admitirá aquéllo que reporta alguna ventaja como contrapartida, y que nadie mejor que uno mismo puede decidir qué es lo que le conviene; de ahí los aforismos volenti non fit iniuria y qui dit contractuel, dit iuste. Cuando la igualdad entre los individuos no es más que formal, de manera que uno puede imponer su modelo de contrato a una gran masa de sujetos; y que ese modelo le concede ventajas extraordinarias, perjudicando gravemente a los demás, sostener la validez de esos contratos con el argumento de que son fruto de la libertad contractual de las partes es una ironía. Precisamente el respeto a la dignidad de los individuos exige que se deniegue validez a las obligaciones que se les hayan impuesto aprovechándose de una situación de predominio social; el respeto a la dignidad de los individuos exige que se restablezca la igualdad, el equilibrio sustancial entre las partes mediante la recomposición del contrato tal como éstos creyeron o quisieron obligarse.

“Cláusulas lesivas,limitativas y delimitadoras del riesgo en el contrato de seguro. (Jurisprudencia y expectativas razonables del asegurado)”, publicado en la Revista de Derecho Mercantil, nº 256, abril-junio 2005, págs. 501-596. (Este artículo es una revisión, corregida, ampliada y actualizada, de otro del mismo título que obtuvo el Accesit del Concurso de artículos jurídicos del Ilustre Colegio de Abogados de Gijón, fallado el 31-7-2000.)

“Cláusulas lesivas,limitativas y delimitadoras del riesgo en el contrato de seguro. (Jurisprudencia y expectativas razonables del asegurado)”, publicado en la Revista de Derecho Mercantil, nº 256, abril-junio 2005, págs. 501-596. (Este artículo es una revisión, corregida, ampliada y actualizada, de otro del mismo título que obtuvo el Accesit del Concurso de artículos jurídicos del Ilustre Colegio de Abogados de Gijón, fallado el 31-7-2000.)

“Cláusulas delimitadoras del riesgo, consentimiento contractual y expectativas razonables del asegurado. (Comentario a la STS 1ª 16 de mayo de 2000)”, publicado en el número 3, julio-septiembre de 2000, de la Revista de Derecho de los Seguros Privados.

“Cláusulas delimitadoras del riesgo, consentimiento contractual y expectativas razonables del asegurado. (Comentario a la STS 1ª 16 de mayo de 2000)”, publicado en el número 3, julio-septiembre de 2000, de la Revista de Derecho de los Seguros Privados.

COMENTARIO A LA STS 1ª 16 mayo 2000.
CLÁUSULAS DELIMITADORAS DEL RIESGO, CONSENTIMIENTO CONTRACTUAL Y EXPECTATIVAS RAZONABLES DEL ASEGURADO.

Una de las cuestiones más debatidas en sede jurisprudencial y por doctrinal en relación con los contratos de seguro es la de la distinción entre las cláusulas limitativas de los derechos del asegurado y las delimitadoras del riesgo cubierto, con varios frentes de discusión. En primer lugar, si esta segunda categoría existe o no; en segundo lugar, suponiendo que exista, si le es aplicable el régimen que el art. 3 LCS establece para las cláusulas limitativas de derechos.

Así, mientras un gran número de Sentencias aplica indiscriminadamente el precepto citado sin mencionar la polémica apuntada, estimando la pretensión del asegurado de que es ineficaz por no estar destacada ni haber sido expresamente suscrita, pese a que las aseguradoras suelen centrar su defensa en la alegación de que la cláusula litigiosa era delimitadora del riesgo, otras sí dan la razón a las aseguradoras y proclaman que en ese caso no era necesaria la suscripción específica. La Sentencia que motiva estas reflexiones se incardina en esta segunda línea; a través del análisis del supuesto enjuiciado, de sus fundamentos jurídicos y de los antecedentes jurisprudenciales que cita, además de otros recientes, se tratará de averiguar si el Tribunal Supremo tiene un criterio uniforme, oculto tras la apariencia contradictoria de sus pronunciamientos, o si estamos ante un caso más de jurisprudencia dispar, errática, en perjuicio de la seguridad jurídica.

I.- El supuesto de hecho de la sentencia.

Los cuatro hijos de D.ª Aurora demandan a la aseguradora en reclamación de una indemnización de daños y perjuicios por la muerte de su madre en un incendio producido en el domicilio de D. Pedro. Éste era el esposo de una de las demandantes y tomador del seguro «Multirriesgo del Hogar» que fundamenta la demanda.
La aseguradora recurre en casación el fallo estimatorio de la demanda, afirmando que la fallecida estaba excluida de la cobertura de la póliza por aplicación de distintas condiciones generales, bien por ser ella misma asegurada, como ocupante del piso, bien por ser ascendiente de la asegurada, la esposa del tomador del seguro y copropietaria del piso. La primera alegación es rechazada por el TS por ser cuestión nueva, no planteada en la instancia.
Es la segunda alegación la que ocupa la atención del Alto Tribunal, que expone que la cuestión se centra en interpretar la cláusula que excluye de la condición de terceros a los familiares próximos del tomador del seguro y asegurado, calificada como limitativa por la Audiencia Provincial, y si cumple con la exigencia de claridad y precisión que impone el art. 3 LCS, porque cualquier oscuridad habrá de ser interpretada contra el asegurador, conforme al art. 1.288 CC. Razona que la esposa debe considerarse asegurada, como cotitular del interés asegurado, es decir, la responsabilidad civil del propietario del inmueble, que la Sala equipara al ocupante. Como la fallecida es su madre, se aplica la cláusula que excluye de la condición de terceros a los ascendientes, cláusula que la Sentencia entiende que limita objetivamente el riesgo y no es, por lo tanto, limitativa de derechos, calificación que no justifica más que por remisión a dos sentencias anteriores de la propia Sala, de 9 febrero 1994 y 18 septiembre 1999.

II.- Los antecedentes jurisprudenciales citados.

1) La STS 1ª 9 febrero 1994.

Esta Sentencia examina el siguiente caso: la propietaria de un vehículo sufre un accidente en el que resulta seriamente lesionado su hermano menor de edad. Éste reclama, inicialmente por interposición de su padre, cumplida la mayoría de edad por sí mismo, a la compañía aseguradora del vehículo la indemnización que le correspondería por el tiempo de baja y secuelas. La conductora tenía contratado, con el seguro obligatorio, el de ocupantes y el voluntario. En ambas instancias se absuelve a la conductora y se condena a la aseguradora a indemnizar con cargo al seguro obligatorio y al de ocupantes, pero no con cargo al voluntario porque la condición general nº 31 excluye de su cobertura a los parientes hasta el tercer grado que convivan con el asegurado, cláusula cuya validez acepta la Sala por entender suficiente el consentimiento manifestado por la cláusula de estilo incluida en el documento en que se formalizó el contrato que dice que se conviene para ser cumplido de buena fe y son específicamente aceptadas todas las cláusulas, incluso las limitativas, en cuanto no se opongan a la LCS; añade que en ningún momento se planteó por el demandante cuestión sobre la no aceptación de cualquier cláusula; que el clausulado no limita derechos de la asegurada sino que delimita el riesgo asumido, aunque no explica por qué. E indica que las condiciones generales que alcancen gran difusión llegan a originar usos normativos, asumiendo la teoría normativista de J. GARRIGUES que fue acertadamente desacreditada por F. DE CASTRO en una brillante exposición asumida por la generalidad de la doctrina y la jurisprudencia, con excepción justamente de esta Sentencia.

STS 1ª 18 septiembre 1999.

El caso enjuiciado puede resumirse como sigue: los herederos de un minero que fallece en accidente laboral obtienen una indemnización de la empresa empleadora al haberse demostrado que el accidente se debió a falta de medidas de seguridad. La empresa reclama a su aseguradora de la responsabilidad civil que le reintegre el importe de la indemnización. La Sala estima el recurso interpuesto por ésta al entender que la cláusula que excluye del concepto de tercero a los empleados es delimitadora del riesgo y no limitativa de derechos, por lo que no es preciso que cumpla con los requisitos formales del art. 3 LCS. Para sostener tal conclusión se apoya en la afirmación de que la doctrina mayoritaria sostiene que los empleados, lo mismo que los parientes próximos, del asegurado no son terceros a efectos de la cobertura del seguro de responsabilidad civil. Por otro lado, también existe una cláusula “especial” que excluye de la cobertura los siniestros debidos a falta de medidas de seguridad, que la Sala también califica de delimitadora del riesgo. Y hace mención a una línea jurisprudencial que diferencia entre cláusulas delimitadoras y cláusulas limitativas del riesgo para mantener la validez de las primeras aunque no estén destacadas ni hayan sido expresamente suscritas, aunque no explica cuándo cada cláusula en concreto habrá de ser incluida en una u otra categoría.

III.- Cláusulas limitativas y delimitadoras: concepto y diferencias.

Las cláusulas limitativas aparecen mencionadas en el art. 3 LCS, junto con las lesivas, aunque no definidas. Habrá que entender que las lesivas son las que los arts. 10 y 10 bis LDCU califican como abusivas.
Por contraste, limitativas serán las que restrinjan o excluyan algún derecho que, sin su existencia, tendría el asegurado, o que le impongan una obligación que de otra forma no tendría, aunque sin llegar a ser abusivas.
Las cláusulas delimitadoras del riesgo, sin embargo, no son mencionadas en la LCS, sino que son una creación de un sector de la doctrina y la jurisprudencia. Serían cláusulas que precisan el objeto del contrato mediante la determinación del riesgo, del aleas cubierto; precisan el alcance de la obligación del asegurador de dar cobertura al asegurado describiendo el hecho causante de la deuda resarcitoria a cargo del primero y en favor del segundo.
Puesto que nos encontramos ante contratos de adhesión, en queCOMENTARIO A LA STS 1ª 16 mayo 2000.
CLÁUSULAS DELIMITADORAS DEL RIESGO, CONSENTIMIENTO CONTRACTUAL Y EXPECTATIVAS RAZONABLES DEL ASEGURADO.

Una de las cuestiones más debatidas en sede jurisprudencial y por doctrinal en relación con los contratos de seguro es la de la distinción entre las cláusulas limitativas de los derechos del asegurado y las delimitadoras del riesgo cubierto, con varios frentes de discusión. En primer lugar, si esta segunda categoría existe o no; en segundo lugar, suponiendo que exista, si le es aplicable el régimen que el art. 3 LCS establece para las cláusulas limitativas de derechos.

Así, mientras un gran número de Sentencias aplica indiscriminadamente el precepto citado sin mencionar la polémica apuntada, estimando la pretensión del asegurado de que es ineficaz por no estar destacada ni haber sido expresamente suscrita, pese a que las aseguradoras suelen centrar su defensa en la alegación de que la cláusula litigiosa era delimitadora del riesgo, otras sí dan la razón a las aseguradoras y proclaman que en ese caso no era necesaria la suscripción específica. La Sentencia que motiva estas reflexiones se incardina en esta segunda línea; a través del análisis del supuesto enjuiciado, de sus fundamentos jurídicos y de los antecedentes jurisprudenciales que cita, además de otros recientes, se tratará de averiguar si el Tribunal Supremo tiene un criterio uniforme, oculto tras la apariencia contradictoria de sus pronunciamientos, o si estamos ante un caso más de jurisprudencia dispar, errática, en perjuicio de la seguridad jurídica.

I.- El supuesto de hecho de la sentencia.

Los cuatro hijos de D.ª Aurora demandan a la aseguradora en reclamación de una indemnización de daños y perjuicios por la muerte de su madre en un incendio producido en el domicilio de D. Pedro. Éste era el esposo de una de las demandantes y tomador del seguro «Multirriesgo del Hogar» que fundamenta la demanda.
La aseguradora recurre en casación el fallo estimatorio de la demanda, afirmando que la fallecida estaba excluida de la cobertura de la póliza por aplicación de distintas condiciones generales, bien por ser ella misma asegurada, como ocupante del piso, bien por ser ascendiente de la asegurada, la esposa del tomador del seguro y copropietaria del piso. La primera alegación es rechazada por el TS por ser cuestión nueva, no planteada en la instancia.
Es la segunda alegación la que ocupa la atención del Alto Tribunal, que expone que la cuestión se centra en interpretar la cláusula que excluye de la condición de terceros a los familiares próximos del tomador del seguro y asegurado, calificada como limitativa por la Audiencia Provincial, y si cumple con la exigencia de claridad y precisión que impone el art. 3 LCS, porque cualquier oscuridad habrá de ser interpretada contra el asegurador, conforme al art. 1.288 CC. Razona que la esposa debe considerarse asegurada, como cotitular del interés asegurado, es decir, la responsabilidad civil del propietario del inmueble, que la Sala equipara al ocupante. Como la fallecida es su madre, se aplica la cláusula que excluye de la condición de terceros a los ascendientes, cláusula que la Sentencia entiende que limita objetivamente el riesgo y no es, por lo tanto, limitativa de derechos, calificación que no justifica más que por remisión a dos sentencias anteriores de la propia Sala, de 9 febrero 1994 y 18 septiembre 1999.

II.- Los antecedentes jurisprudenciales citados.

1) La STS 1ª 9 febrero 1994.

Esta Sentencia examina el siguiente caso: la propietaria de un vehículo sufre un accidente en el que resulta seriamente lesionado su hermano menor de edad. Éste reclama, inicialmente por interposición de su padre, cumplida la mayoría de edad por sí mismo, a la compañía aseguradora del vehículo la indemnización que le correspondería por el tiempo de baja y secuelas. La conductora tenía contratado, con el seguro obligatorio, el de ocupantes y el voluntario. En ambas instancias se absuelve a la conductora y se condena a la aseguradora a indemnizar con cargo al seguro obligatorio y al de ocupantes, pero no con cargo al voluntario porque la condición general nº 31 excluye de su cobertura a los parientes hasta el tercer grado que convivan con el asegurado, cláusula cuya validez acepta la Sala por entender suficiente el consentimiento manifestado por la cláusula de estilo incluida en el documento en que se formalizó el contrato que dice que se conviene para ser cumplido de buena fe y son específicamente aceptadas todas las cláusulas, incluso las limitativas, en cuanto no se opongan a la LCS; añade que en ningún momento se planteó por el demandante cuestión sobre la no aceptación de cualquier cláusula; que el clausulado no limita derechos de la asegurada sino que delimita el riesgo asumido, aunque no explica por qué. E indica que las condiciones generales que alcancen gran difusión llegan a originar usos normativos, asumiendo la teoría normativista de J. GARRIGUES que fue acertadamente desacreditada por F. DE CASTRO en una brillante exposición asumida por la generalidad de la doctrina y la jurisprudencia, con excepción justamente de esta Sentencia.

STS 1ª 18 septiembre 1999.

El caso enjuiciado puede resumirse como sigue: los herederos de un minero que fallece en accidente laboral obtienen una indemnización de la empresa empleadora al haberse demostrado que el accidente se debió a falta de medidas de seguridad. La empresa reclama a su aseguradora de la responsabilidad civil que le reintegre el importe de la indemnización. La Sala estima el recurso interpuesto por ésta al entender que la cláusula que excluye del concepto de tercero a los empleados es delimitadora del riesgo y no limitativa de derechos, por lo que no es preciso que cumpla con los requisitos formales del art. 3 LCS. Para sostener tal conclusión se apoya en la afirmación de que la doctrina mayoritaria sostiene que los empleados, lo mismo que los parientes próximos, del asegurado no son terceros a efectos de la cobertura del seguro de responsabilidad civil. Por otro lado, también existe una cláusula “especial” que excluye de la cobertura los siniestros debidos a falta de medidas de seguridad, que la Sala también califica de delimitadora del riesgo. Y hace mención a una línea jurisprudencial que diferencia entre cláusulas delimitadoras y cláusulas limitativas del riesgo para mantener la validez de las primeras aunque no estén destacadas ni hayan sido expresamente suscritas, aunque no explica cuándo cada cláusula en concreto habrá de ser incluida en una u otra categoría.

III.- Cláusulas limitativas y delimitadoras: concepto y diferencias.

Las cláusulas limitativas aparecen mencionadas en el art. 3 LCS, junto con las lesivas, aunque no definidas. Habrá que entender que las lesivas son las que los arts. 10 y 10 bis LDCU califican como abusivas.
Por contraste, limitativas serán las que restrinjan o excluyan algún derecho que, sin su existencia, tendría el asegurado, o que le impongan una obligación que de otra forma no tendría, aunque sin llegar a ser abusivas.
Las cláusulas delimitadoras del riesgo, sin embargo, no son mencionadas en la LCS, sino que son una creación de un sector de la doctrina y la jurisprudencia. Serían cláusulas que precisan el objeto del contrato mediante la determinación del riesgo, del aleas cubierto; precisan el alcance de la obligación del asegurador de dar cobertura al asegurado describiendo el hecho causante de la deuda resarcitoria a cargo del primero y en favor del segundo.
Puesto que nos encontramos ante contratos de adhesión, en que se utilizan condiciones generales de la contratación innegociables, a las que el asegurado no tiene más opción que someterse en bloque o no contratar (a menudo ni siquiera tiene la opción de no contratar: en todos los casos en que el aseguramiento es obligatorio por imposición legal o de hecho), parece que toda cláusula que empeore la posición del adherente habría de calificarse de abusiva, lesiva en la terminología de la LCS, salvo que el asegurador justificase adecuadamente su procedencia. Sin embargo, la peculiaridad de los contratos de seguro (las primas se han de determinar por cálculos actuariales, lo que garantiza un cierto equilibrio contractual; la propia viabilidad del negocio asegurador exige que se excluya la cobertura de ciertos riesgos) permiten que determinadas cláusulas de este sentido sean válidas siempre que el asegurado las haya conocido y expresado su asentimiento. Ésta es la razón de que el art. 3 LCS exija que esas cláusulas se destaquen y sean suscritas específicamente: sólo así se garantiza la lógica contractual de que se incorpora al contenido normativo del negocio aquello que primero es conocido y después aceptado.
En cuanto a las cláusulas delimitadoras del riesgo, los autores que defienden su diferencia de las anteriores sostienen que no limitan derechos del asegurado porque lo que hacen es definirlos: hasta que no estén bien determinados no tiene derecho alguno que limitar, por razones lógicas y cronológicas; las cláusulas delimitadoras corresponderían a una primera fase de atribución de derechos al asegurado, con la correlativa imposición de obligaciones al asegurador, y las limitativas se encuadran en una segunda fase, restringiendo los derechos recién definidos. Se añade que el consentimiento contractual recae sobre los elementos esenciales del contrato, es decir, sobre esa atribución de derechos realizada por las cláusulas delimitadoras, por lo que sería reiterativo exigir nuevos formalismos para expresar el acuerdo alcanzado. Si efectivamente las cláusulas delimitadoras son las que precisan el contenido del contrato y sobre ellas recae específicamente el consentimiento contractual, no es necesario que ello se haga en forma especial. Bastará, como expone la sentencia comentada, con que esa delimitación está redactada con claridad y precisión.

IV.- Cláusulas delimitadoras, condiciones generales y consentimiento contractual.

Sin embargo, la última afirmación realizada entra en contradicción con la práctica negocial: las delimitaciones del riesgo no son objeto de ninguna manifestación de voluntad por parte del asegurado porque no las conoce, ya que se encuentran ocultas en el condicionado general del contrato, que habitualmente es un folleto de cierto grosor y lectura muy compleja que no se entrega al tomador hasta que ha firmado el contrato. Así lo demuestran los propios supuestos examinados en las Sentencias citadas: la comentada de 16 mayo 2000 se refiere al art. 3,1,1 b) de las condiciones generales de la póliza; la de 9 febrero 1994 al art. 31 también de su condicionado general; y la de 18 septiembre 1999 a la condición general segunda e), además de la última de las condiciones especiales.
Cuando la doctrina define las cláusulas delimitadoras en la forma indicada parece que se refiere a las que figuran en el documento principal del contrato, aquél que recoge los datos identificadores de las partes, el objeto asegurado, la prima, el riesgo cubierto: es eso lo que conoce el tomador y lo que consiente expresamente y es en ese momento cuando se le atribuyen los derechos que el contrato le confiere. Pero los casos litigiosos surgen de las delimitaciones de riesgo contenidas en los condicionados generales, que no son conocidas por los tomadores al tiempo de suscribir el contrato.
Precisamente por ello, el art. 3 LCS establece unos mecanismos que tratan de evitar que el asegurado se vea sorprendido por una “delimitación del riesgo” (o cualquier otra cuestión de todo el abanico de derechos y obligaciones recíprocos, pero aquél será el supuesto más frecuente) demasiado estrecha en el condicionado general. Cuando el legislador estableció la disciplina de las cláusulas limitativas en el repetido art. 3 LCS, sin duda estaba pensando en la delimitación del riesgo: es posible restringir el ámbito de cobertura que cabría deducir de la amplia definición que suele recogerse en el documento principal del contrato porque ello ha de conllevar una reducción de la póliza, pero siempre que se haga con el conocimiento y consentimiento del asegurado; de otra manera, se vería sorprendido por una falta de cobertura con la que no contaba, sin que la mera reducción de la prima pagada legitime esa situación porque bien puede obedecer al juego de la competencia, a que la compañía con la que se contrata opere con menores costes o menor margen de beneficio…
Si se admite que las cláusulas delimitadoras tienen plena autonomía conceptual frente a las limitativas y que son válidas sin necesidad de que cumplan con los requisitos que el art. 3 LCS impone a éstas se llegaría al absurdo de exigir mayores garantías formales para las cláusulas de menor transcendencia jurídico-económica que para las más relevantes. Las delimitadoras del riesgo serían válidas en todo caso, sin necesidad de que recayese un consentimiento contractual sobre ellas, con lo que todo lo legislado sobre el control de las condiciones generales de la contratación quedaría sin sentido en este campo, en que podrían recobrar vigencia las teorías normativistas que se referían al poder cuasireglamentario de quienes utilizan formularios uniformes.
De hecho, muchos de los autores que defienden la distinción entre cláusulas limitativas y delimitadoras después la matizan al afirmar que cuando éstas últimas delimitan el riesgo en forma no frecuente o usual constituyen de hecho una limitación de derechos; o que las delimitadoras son limitativas, aunque también hay cláusulas limitativas que no delimitan el riesgo o que las cláusulas limitativas más frecuentes son las delimitadoras del riesgo.

V.- La postura del Tribunal Supremo: expectativas razonables del asegurado.

La postura del Tribunal Supremo respecto a si las cláusulas delimitadoras del riesgo son algo distinto de las limitativas de derechos, a si es necesario que se sometan o no al régimen del art. 3 LCS es un tanto confusa. Se puede comprobar que la Sala 2ª unánimemente viene entendiendo que sí están sometidas a ese régimen, mientras que la Sala 1ª ha pronunciado sentencias en uno y otro sentido. Parece que la postura mayoritaria es la favorable a someterlas al mismo régimen que las limitativas, aunque en muchos casos sin hacer alusión expresa a la cuestión, simplemente concediendo validez a la cláusula litigiosa si cumple con los requisitos legales expresados y negándosela cuando no es así. Cabe citar, entre las Sentencias más recientes, las de 24 febrero 1997, 26 febrero 1997, 14 junio 1997, 4 julio 1997, 3 noviembre 1997 y 28 mayo 1999.
La postura favorable a la distinción entre ambos tipos de cláusulas se mantiene en las Sentencias objeto de este comentario y en otras como, citando sólo las más recientes, las de 7 marzo 1997, 5 junio 1997, 10 febrero 1998 y 3 marzo 1998. En ninguna de ellas se expone un criterio que permita dilucidar cuándo nos encontramos ante un tipo u otro de cláusulas, la Sala se limita a aplicar el resultado que corresponda, lo que obliga a realizar un análisis de todas las sentencias dictadas sobre esta materia para tratar de llegar a alguna conclusión.

1) Sentencias que otorgan a las cláusulas delimitadoras del riesgo el tratamiento de cláusulas limitativas.

La STS 24 febrero 1997 expresamente indica, con cita de Sentencias anteriores, que las delimitadoras deben sujetarse a las prescripciones del art. 3 LCS; sin embargo, en el caso enjuiciado, en que el camión asegurado contra diversos riesgos, incluido el incendio, la cláusula litigiosa (exclusión de la cobertura de materiales transportados inflamables) fue aceptada por los transportistas tomadores del seguro, por lo que estima el recurso de la aseguradora.
La Sentencia de 26 febrero 1997 también afirma que toda cláusula que recorte el riesgo descrito inicialmente es limitativa, por lo que debe estar destacada y ser suscrita específicamente. En el caso, el tomador contrata un seguro de vida e invalidez estando ya en situación de incapacidad permanente total y reclama la indemnización establecida cuando se le declara incurso en una invalidez permanente absoluta, el Alto Tribunal rechaza la aplicación de la cláusula que excluye la cobertura cuando la invalidez se debe a enfermedad preexistente porque no cumple con los requisitos indicados, además de que el tomador fue sometido a un exhaustivo examen médico y a pesar de ello se autorizó la póliza.
La Sentencia de 14 junio 1997 estima el recurso de la aseguradora de la responsabilidad civil de una sociedad deportiva, reduciendo su cobertura de la indemnización por incapacidad temporal a abonar a una empleada de ésta a la cantidad correspondiente a 365 días porque la cláusula que limita la cobertura de esa contingencia al período indicado había sido expresamente aceptada; no entra en la cuestión que aquí estamos examinando, pero sí expresa que la razón de la validez de la cláusula litigiosa es que había sido aceptada expresamente.
La STS 4 julio 1997 rechaza la pretensión de la aseguradora de aplicar una cláusula delimitadora de la obligación indemnizatoria porque no fue destacada ni suscrita específicamente y entra en contradicción con las cláusulas particulares, sí firmadas; en concreto, se refiere a una condición general que, en un seguro de responsabilidad civil, limita la indemnización por daños producidos por agua al 10% de la cantidad asegurada en general.
La STS 3 noviembre 1997 sí admite la aplicación de la cláusula que excluye del concepto de tercero perjudicado en el seguro de responsabilidad civil del automóvil a los empleados de la sociedad anónima recurrente porque estaba correctamente destacada y había sido suscrita expresamente. Se trata de la acción de repetición que ejercita la aseguradora contra la sociedad anónima asegurada por las indemnizaciones que tuvo que abonar como consecuencia de un accidente de tráfico, cuando el conductor y demás ocupantes lesionados eran empleados del tomador.
La STS 28 mayo 1999 niega la validez de la cláusula de estilo que sigue a las cláusulas esenciales del contrato que dice que el tomador acepta las cláusulas limitativas que figuran en negrita porque para que éstas sean eficaces debe cumplirse escrupulosamente con lo previsto en el art. 3 LCS. Por consiguiente, tampoco admite la validez de la cláusula, que considera limitativa, que excluye la cobertura de los daños producidos a bienes ajenos depositados en el almacén propiedad del tomador, tratándose de un seguro combinado de diversos riesgos, incluyendo incendio y responsabilidad civil. Además, esa cláusula contradice otras principales que sí establecen la cobertura discutida.

2) Sentencias que admiten la validez de las cláusulas delimitadoras sin necesidad de cumplir con las exigencias del art. 3 LCS.

En cuanto a las Sentencias que admiten la categoría de cláusulas delimitadoras como distinta a la de cláusulas limitativas, no sujeta por lo tanto a la disciplina del art. 3 LCS, la STS de 7 marzo 1997 admite la validez de la limitación de la cuantía de la indemnización a satisfacer por la aseguradora, por el seguro de responsabilidad civil, a la cifra de diez millones de pesetas, cuando la obligación indemnizatoria a cargo del asegurado subía a veinte millones: obviamente, se trata de una estipulación principal del contrato, que el asegurado debió conocer y aceptar específicamente, y en función de la cual se establecería la prima.
La Sentencia de 5 junio 1997 admite la validez de la cláusula que limita la cobertura del seguro del automóvil, excluyendo la indemnización por el accidente sufrido en la extinta Yugoslavia, país no incluido en el territorio del Espacio Económico Europeo ni de los Estados adheridos al Convenio multilateral de garantía. Parece que cualquier conductor que salga al extranjero con su vehículo ha de saber que debe comprobar la validez territorial de su seguro, particularmente si el destino es un país de régimen tan peculiar como la extinta Yugoslavia.
Las Sentencias de 10 febrero 1998 y 3 marzo 1998 admiten la exclusión de cobertura del seguro de responsabilidad civil del automóvil cuando el vehículo asegurado se accidenta no circulando sino realizando faenas agrícolas. Obviamente, no se trata de un accidente sufrido en el ámbito de cobertura asegurado, sino de una actividad distinta, cubierta por otro tipo de contrato de seguro específico.

3) La cuestión proyectada sobre el concepto de tercero perjudicado en el seguro de responsabilidad civil.

La Sentencia que motiva este comentario y las dos citadas en ella admiten la validez de la cláusula que excluye del concepto de tercero a familiares próximos convivientes con el asegurado y a empleados del mismo, en el seguro de responsabilidad civil. Aunque una de ellas, la de 18 septiembre 1999, dice que la doctrina científica más generalizada sostiene que los empleados del asegurado no tienen la condición de terceros a efectos del seguro, salvo pacto en contrario, la cuestión está lejos de ser pacífica. Siguiendo a SÁNCHEZ CALERO, el «tercero» aparece mencionado en el art. 73 LCS como la persona a quien el asegurado debe indemnizar por el daño o perjuicio que le ha causado. Se trata, por lo tanto, de una persona ajena a la relación del seguro (de ahí esa denominación) y esa ajeneidad frente al asegurado es lo que caracteriza el seguro de responsabilidad civil frente a otros seguros de daños: se trata de evitar el perjuicio económico que produciría al asegurado la obligación de indemnizar a ese tercero. A través de los condicionados generales, e incluso en algún caso reglamentariamente, como ocurrió originariamente en el caso de los seguros obligatorios de responsabilidad civil o de caza, se excluyó de cobertura los daños a familiares; se justificaba esta exclusión porque trataba de evitar que se reclamase a la aseguradora una indemnización por parte de personas que no reclamarían directamente al asegurado por su relación con el mismo; e incluso por la dependencia económica de estas personas respecto al asegurado: aunque físicamente sean personas distintas, el daño económico sería del asegurado. CALZADA añade el riesgo de colusión entre el asegurado y su familiar o dependiente para lucrarse en perjuicio del asegurador. Sin embargo, aún siguiendo a SÁNCHEZ CALERO, esta exclusión de ciertas personas de la categoría de terceros ha de irse reduciendo (también BARRÓN entiende que la jurisprudencia más acertada es la que califica estas cláusulas como limitativas de derechos del asegurado, sin descartar que en algunos casos puedan ser incluso lesivas, y TAPIA dice que estas cláusulas han de ser interpretadas de forma restrictiva). De esta forma, ya en su momento la jurisprudencia corrigió el sentido del Reglamento del Seguro obligatorio del automóvil de 1964, y el actual sólo excluye los daños materiales de los familiares que vivan a sus expensas; y el Reglamento del seguro obligatorio de responsabilidad civil del cazador de 21 enero 1994 ya no establece exclusión alguna.
Examinados más detenidamente los hechos enjuiciados en las tres sentencias, llega a descubrirse la razón que está detrás de la desestimación de las pretensiones de los perjudicados o asegurados, según el caso. En la Sentencia de 16 mayo 2000, la fallecida es la madre de la esposa del tomador del seguro; el TS considera en buena lógica asegurados tanto al tomador como a la esposa, puesto que ambos son titulares del bien asegurado. Incluso sería discutible si la propia fallecida también lo era, pero esa alegación fue formulada por primera vez en el recurso de casación de la aseguradora, dando lugar a su obligado rechazo por extemporánea. Quienes reclaman a la aseguradora, ejercitando la acción directa, son la propia asegurada y sus tres hermanas, como herederas y, por lo tanto, perjudicadas por el fallecimiento. Obviamente, la asegurada no puede ser tercera perjudicada, por lo que la desestimación de su pretensión es obligada. En cuanto a las otras tres hermanas, la cuestión no es tan clara; puede recordarse el argumento de que se excluyen del concepto de terceros a personas que no reclamarían nunca directamente al asegurado, por lo que no existe merma patrimonial para éste; la cosa se hace más evidente al actuar todas las hermanas conjuntamente, incluida la asegurada, responsable directa del evento dañoso: quizás la conclusión hubiese sido distinta de haber actuado sólo las otras tres, puesto que el perjuicio por ellas sufrido es innegable y no hay razón que excluya que puedan reclamar a su cuñado, e incluso a su hermana (la práctica forense demuestra que, habiendo dinero por medio, incluso muy poco en ocasiones, los lazos familiares se desatan con sorprendente facilidad). Con mayor probabilidad aún, la Sentencia habría sido estimatoria si hubiesen dirigido su reclamación contra el tomador del seguro y después éste repitiera contra la aseguradora: habría quedado claro que se produjo el perjuicio patrimonial al asegurado, por lo que la repetición contra la aseguradora sería obligada, no parecería ya razonable admitir la exclusión de cobertura. Sin embargo, tal como se actuó, existe la impresión de que se trataba de aprovechar la circunstancia para lograr una indemnización que nunca se habría reclamado al tomador del seguro.
En cuanto a la Sentencia de 18 septiembre 1999, a la cláusula que excluye del concepto de terceros a los empleados se une el que el accidente se debió al incumplimiento grave de medidas de seguridad, también excluidas por una condición especial. Ha de tenerse en cuenta que aquí el asegurado es una sociedad anónima de dimensión relativamente grande, que se presume dispone de unos servicios jurídicos competentes y especializados en su ramo de actividad, por lo que debe conocer perfectamente en qué condiciones contrata sus seguros, qué cubren y qué se excluye, por lo que no puede verse sorprendida por la aplicación de las condiciones generales y especiales de la póliza. La cuestión de si los empleados pueden ser considerados terceros perjudicados se diluye cuando el tomador es una sociedad de cierta envergadura, que por su cualificación profesional debe considerarse plenamente responsable de cualquier cosa que firme; no puede acogerse a normas tuitivas del contratante débil cuando está en condiciones de negociar individualizadamente el contrato. Cosa distinta sería si el tomador fuera un pequeño comerciante o profesional: si se declara su responsabilidad por un siniestro en que resultasen lesionados sus empleados y debe indemnizarlos, en la situación actual del Derecho de la responsabilidad civil no se encuentra razón alguna para que se excluya la cobertura de este tipo de siniestros. Es claro que se produce un perjuicio económico al tomador que se corresponde exactamente con el tipo de seguro contratado y no concurre ninguna de las razones esgrimidas para excluir el resarcimiento del perjuicio por la aseguradora.
Por último, la Sentencia de 9 febrero 1994 contiene varias afirmaciones que se contradicen con la doctrina y jurisprudencia más acreditada en materia de condiciones generales de la contratación: acepta la validez de la cláusula de estilo que sigue a las cláusulas esenciales del contrato que dice que la tomadora acepta todas las cláusulas, incluso las limitativas, de la póliza; declaración ficticia hoy expresamente declarada abusiva por la Disposición adicional primera de la LDCU, nº 20, y que trata de eludir la previsión del art. 3 LCS en evidente fraude de ley, y que el propio Tribunal Supremo declaró ineficaz en la Sentencia de 28 mayo 1999 arriba comentada. También es errónea la afirmación de que las condiciones generales extendidas en el tráfico puedan llegar a constituir usos mercantiles. No expone cuál es la diferencia entre cláusulas limitativas y delimitadoras del riesgo, por lo que la afirmación de que la exclusión de la categoría de terceros a los familiares próximos con los que se conviva es una cláusula delimitadora carece de motivación. Y es que en este caso es dudoso que la exclusión sea acertada, ya que se reclama no sólo a la aseguradora sino también a la conductora responsable del accidente; incluso en el recurso de casación se interesa la revocación de la sentencia en cuanto absuelve a ésta y el TS accede a ello; por otro lado, aunque es posible que el padre de ambos implicados, conductora y menor lesionado, actuara en colusión con aquélla, su actitud procesal no lo demuestra; no se sabe si la conductora tiene independencia económica, aunque conviva en el hogar paterno, pero sí tiene vehículo propio; y, desde luego, su hermano lesionado no parece que dependa económicamente de ella. Aunque se trata de un caso límite, abierto a la polémica, parece que existen razones suficientes como para haber condenado a la aseguradora, máxime cuando el propio Tribunal Supremo, en Sentencia de 26 mayo 1989, había indicado que la exclusión de la cobertura de los familiares o empleados del seguro de responsabilidad civil del automóvil, aunque sea por vía del seguro de ocupantes, implica un desequilibrio de prestaciones.

4) Análisis conjunto: las expectativas razonables del asegurado.

El análisis conjunto del sentido último, más allá de su literalidad, de todas las sentencias citadas, de uno y otro signo, permiten llegar a la conclusión de que la contradicción entre los distintos pronunciamientos del Alto Tribunal aquí comentados es sólo aparente y existe un criterio subyacente, no expresado, pero perfectamente lógico y coherente (con la única excepción, entre las Sentencias comentadas, de la de 9 febrero 1994, por las razones expuestas). Puede sintetizarse en que, como regla general, cualquier condición general que restrinja los derechos que de la definición esencial del contrato se deriven para el asegurado será una cláusula limitativa a los efectos del art. 3 LCS. Así se deduce de las sentencias que expresamente dicen que las cláusulas limitadoras están sujetas a esa disciplina y de las muy numerosas que, sin entrar en la discusión sobre la categoría de las cláusulas delimitadoras, simplemente niegan la validez de las condiciones generales que el asegurador pretende hacer valer sin estar destacadas y suscritas específicamente.
Sin embargo, cuando esa restricción, aunque venga expresada en una condición general, sea coherente con el tipo de seguro contratado o, por las circunstancias del caso, el asegurado debiera contar con su existencia, se considera una cláusula delimitadora del riesgo cubierto, por lo que no precisa de unos formalismos específicos para su validez. No se trata de que a través de condiciones generales no conocidas o aceptadas por el adherente se pueda modificar en su perjuicio el alcance obligacional del contrato, sino, por el contrario, de que estas condiciones generales expresan algo ya implícito en el nomen iuris del contrato, en sus cláusulas esenciales, o conocido y asumido por el tomador de forma suficiente. La delimitación no se establece por primera vez en las condiciones generales, sino que ya está implícita, aunque sea de forma elíptica, en las cláusulas esenciales del contrato. La condición general no hace sino expresar, manifestar externamente, algo que ya estaba incorporado al contrato. No podía ser de otra forma: una condición general no conocida, no suscrita específicamente por el tomador, no es objeto de consentimiento contractual, no es apta para definir el contenido obligacional del contrato, máxime si restringe el pactado de forma expresa a través de las cláusulas esenciales de la póliza. Aceptar la eficacia de cualquier condición general delimitadora del riesgo cubierto aunque no hubiera sido suscrita y a pesar de que reduzca la cobertura expresada por las cláusulas esenciales de la póliza iría contra el sentido del art. 3 LCS y quebraría el paradigma contractual, porque daría lugar a la validez de cláusulas no conocidas ni aceptadas por los contratantes.
Así, se observa que el Tribunal Supremo declara la validez de las cláusulas delimitadoras de cobertura cuando la cuantía de la indemnización a abonar supera el límite expresamente acordado; o cuando el lugar en que ocurre el accidente está fuera del ámbito normal de cobertura que cualquier conductor puede esperar del seguro del automóvil; cuando la exclusión se refiere a un siniestro que no guarda relación con el tipo de seguro contratado (accidente agrícola cuando el seguro es del automóvil); cuando el tomador, en razón de su cualificación profesional, podía haber modificado el ámbito de cobertura y, en todo caso, debía conocer cuál era el suscrito (sociedad anónima que asegura su responsabilidad civil); o cuando la indemnización, en el seguro de responsabilidad civil, no se habría pedido en ningún caso al asegurado, por lo que el perjuicio económico a cubrir no existe (si bien este caso es más discutible, como expuse en su momento). Se observa que la cláusula litigiosa no hace más que reiterar lo expresamente pactado o que se corresponde con la naturaleza del seguro contratado, por lo que ciertamente no limita ningún derecho del asegurado.
Este criterio coincide con la teoría de la eficacia declarativa de las condiciones generales, elaborada por ALFARO y, yendo aún más lejos, con la de las expectativas razonables del asegurado, con origen en los Estados Unidos y que he expuesto en otro lugar.
Según esta última teoría, las condiciones generales de la contratación sólo serán válidas cuando constituyan un desarrollo lógico, conforme al art. 1.258 CC, del tipo contractual y de lo pactado, sea expresamente en las cláusulas esenciales del contrato o en cualquier otra forma; deberán tenerse en cuenta todas las circunstancias que rodeen a cada contrato, desde los tratos previos, la publicidad, los destinatarios de la oferta contractual del predisponente, las anteriores relaciones entre las partes, la situación del mercado, la condición personal del adherente, etc. En virtud del respeto a la apariencia creada a que obliga el principio de buena fe, el predisponente (en este campo, la aseguradora) se hace responsable de las expectativas razonables que el adherente se haya formado sobre el contenido obligacional del contrato. Toda limitación de derechos que quiera imponerle, o las nuevas cargas que le quiera añadir, además de estar suficientemente justificada por sí misma (que no sea abusiva, que obedezca a una causa legítima) y en relación con la situación del mercado (competencia, libertad para contratar o no hacerlo, posibilidad de acudir a otro competidor o de renunciar a contratar, información existente al respecto y facilidad de obtenerla, etc.), debe serle comunicada de forma adecuada previamente, informándole de sus consecuencias, para evitar que le sorprenda en el momento de su ejecución por haberse creado unas expectativas que pudieran verse defraudadas.
En los supuestos contemplados, ningún asegurado coherente puede defender que el seguro contratado le cubra por una cantidad superior a la concertada; o que el seguro del automóvil cubra un accidente que no es de circulación, sino que tiene cobertura específica en otro tipo de contrato; o que el mismo tipo de seguro le cubra un accidente en un país como la extinta Yugoslavia. Una sociedad anónima de dimensiones considerables no puede argumentar que no conocía la extensión de la cobertura del seguro que suscribió. Más espinosa es, como ya indiqué, la cuestión de si los familiares deben o no ser considerados como terceros perjudicados en el seguro de responsabilidad civil, puesto que existen argumentos para defender una cosa y la otra y si tal como se ejercitó la acción en el caso comentado su rechazo puede ser justificado, en otros casos quizá no lo estaría.COMENTARIO A LA STS 1ª 16 mayo 2000.
CLÁUSULAS DELIMITADORAS DEL RIESGO, CONSENTIMIENTO CONTRACTUAL Y EXPECTATIVAS RAZONABLES DEL ASEGURADO.

Una de las cuestiones más debatidas en sede jurisprudencial y por doctrinal en relación con los contratos de seguro es la de la distinción entre las cláusulas limitativas de los derechos del asegurado y las delimitadoras del riesgo cubierto, con varios frentes de discusión. En primer lugar, si esta segunda categoría existe o no; en segundo lugar, suponiendo que exista, si le es aplicable el régimen que el art. 3 LCS establece para las cláusulas limitativas de derechos.

Así, mientras un gran número de Sentencias aplica indiscriminadamente el precepto citado sin mencionar la polémica apuntada, estimando la pretensión del asegurado de que es ineficaz por no estar destacada ni haber sido expresamente suscrita, pese a que las aseguradoras suelen centrar su defensa en la alegación de que la cláusula litigiosa era delimitadora del riesgo, otras sí dan la razón a las aseguradoras y proclaman que en ese caso no era necesaria la suscripción específica. La Sentencia que motiva estas reflexiones se incardina en esta segunda línea; a través del análisis del supuesto enjuiciado, de sus fundamentos jurídicos y de los antecedentes jurisprudenciales que cita, además de otros recientes, se tratará de averiguar si el Tribunal Supremo tiene un criterio uniforme, oculto tras la apariencia contradictoria de sus pronunciamientos, o si estamos ante un caso más de jurisprudencia dispar, errática, en perjuicio de la seguridad jurídica.

I.- El supuesto de hecho de la sentencia.

Los cuatro hijos de D.ª Aurora demandan a la aseguradora en reclamación de una indemnización de daños y perjuicios por la muerte de su madre en un incendio producido en el domicilio de D. Pedro. Éste era el esposo de una de las demandantes y tomador del seguro «Multirriesgo del Hogar» que fundamenta la demanda.
La aseguradora recurre en casación el fallo estimatorio de la demanda, afirmando que la fallecida estaba excluida de la cobertura de la póliza por aplicación de distintas condiciones generales, bien por ser ella misma asegurada, como ocupante del piso, bien por ser ascendiente de la asegurada, la esposa del tomador del seguro y copropietaria del piso. La primera alegación es rechazada por el TS por ser cuestión nueva, no planteada en la instancia.
Es la segunda alegación la que ocupa la atención del Alto Tribunal, que expone que la cuestión se centra en interpretar la cláusula que excluye de la condición de terceros a los familiares próximos del tomador del seguro y asegurado, calificada como limitativa por la Audiencia Provincial, y si cumple con la exigencia de claridad y precisión que impone el art. 3 LCS, porque cualquier oscuridad habrá de ser interpretada contra el asegurador, conforme al art. 1.288 CC. Razona que la esposa debe considerarse asegurada, como cotitular del interés asegurado, es decir, la responsabilidad civil del propietario del inmueble, que la Sala equipara al ocupante. Como la fallecida es su madre, se aplica la cláusula que excluye de la condición de terceros a los ascendientes, cláusula que la Sentencia entiende que limita objetivamente el riesgo y no es, por lo tanto, limitativa de derechos, calificación que no justifica más que por remisión a dos sentencias anteriores de la propia Sala, de 9 febrero 1994 y 18 septiembre 1999.

II.- Los antecedentes jurisprudenciales citados.

1) La STS 1ª 9 febrero 1994.

Esta Sentencia examina el siguiente caso: la propietaria de un vehículo sufre un accidente en el que resulta seriamente lesionado su hermano menor de edad. Éste reclama, inicialmente por interposición de su padre, cumplida la mayoría de edad por sí mismo, a la compañía aseguradora del vehículo la indemnización que le correspondería por el tiempo de baja y secuelas. La conductora tenía contratado, con el seguro obligatorio, el de ocupantes y el voluntario. En ambas instancias se absuelve a la conductora y se condena a la aseguradora a indemnizar con cargo al seguro obligatorio y al de ocupantes, pero no con cargo al voluntario porque la condición general nº 31 excluye de su cobertura a los parientes hasta el tercer grado que convivan con el asegurado, cláusula cuya validez acepta la Sala por entender suficiente el consentimiento manifestado por la cláusula de estilo incluida en el documento en que se formalizó el contrato que dice que se conviene para ser cumplido de buena fe y son específicamente aceptadas todas las cláusulas, incluso las limitativas, en cuanto no se opongan a la LCS; añade que en ningún momento se planteó por el demandante cuestión sobre la no aceptación de cualquier cláusula; que el clausulado no limita derechos de la asegurada sino que delimita el riesgo asumido, aunque no explica por qué. E indica que las condiciones generales que alcancen gran difusión llegan a originar usos normativos, asumiendo la teoría normativista de J. GARRIGUES que fue acertadamente desacreditada por F. DE CASTRO en una brillante exposición asumida por la generalidad de la doctrina y la jurisprudencia, con excepción justamente de esta Sentencia.

STS 1ª 18 septiembre 1999.

El caso enjuiciado puede resumirse como sigue: los herederos de un minero que fallece en accidente laboral obtienen una indemnización de la empresa empleadora al haberse demostrado que el accidente se debió a falta de medidas de seguridad. La empresa reclama a su aseguradora de la responsabilidad civil que le reintegre el importe de la indemnización. La Sala estima el recurso interpuesto por ésta al entender que la cláusula que excluye del concepto de tercero a los empleados es delimitadora del riesgo y no limitativa de derechos, por lo que no es preciso que cumpla con los requisitos formales del art. 3 LCS. Para sostener tal conclusión se apoya en la afirmación de que la doctrina mayoritaria sostiene que los empleados, lo mismo que los parientes próximos, del asegurado no son terceros a efectos de la cobertura del seguro de responsabilidad civil. Por otro lado, también existe una cláusula “especial” que excluye de la cobertura los siniestros debidos a falta de medidas de seguridad, que la Sala también califica de delimitadora del riesgo. Y hace mención a una línea jurisprudencial que diferencia entre cláusulas delimitadoras y cláusulas limitativas del riesgo para mantener la validez de las primeras aunque no estén destacadas ni hayan sido expresamente suscritas, aunque no explica cuándo cada cláusula en concreto habrá de ser incluida en una u otra categoría.

III.- Cláusulas limitativas y delimitadoras: concepto y diferencias.

Las cláusulas limitativas aparecen mencionadas en el art. 3 LCS, junto con las lesivas, aunque no definidas. Habrá que entender que las lesivas son las que los arts. 10 y 10 bis LDCU califican como abusivas.
Por contraste, limitativas serán las que restrinjan o excluyan algún derecho que, sin su existencia, tendría el asegurado, o que le impongan una obligación que de otra forma no tendría, aunque sin llegar a ser abusivas.
Las cláusulas delimitadoras del riesgo, sin embargo, no son mencionadas en la LCS, sino que son una creación de un sector de la doctrina y la jurisprudencia. Serían cláusulas que precisan el objeto del contrato mediante la determinación del riesgo, del aleas cubierto; precisan el alcance de la obligación del asegurador de dar cobertura al asegurado describiendo el hecho causante de la deuda resarcitoria a cargo del primero y en favor del segundo.
Puesto que nos encontramos ante contratos de adhesión, en que se utilizan condiciones generales de la contratación innegociables, a las que el asegurado no tiene más opción que someterse en bloque o no contratar (a menudo ni siquiera tiene la opción de no contratar: en todos los casos en que el aseguramiento es obligatorio por imposición legal o de hecho), parece que toda cláusula que empeore la posición del adherente habría de calificarse de abusiva, lesiva en la terminología de la LCS, salvo que el asegurador justificase adecuadamente su procedencia. Sin embargo, la peculiaridad de los contratos de seguro (las primas se han de determinar por cálculos actuariales, lo que garantiza un cierto equilibrio contractual; la propia viabilidad del negocio asegurador exige que se excluya la cobertura de ciertos riesgos) permiten que determinadas cláusulas de este sentido sean válidas siempre que el asegurado las haya conocido y expresado su asentimiento. Ésta es la razón de que el art. 3 LCS exija que esas cláusulas se destaquen y sean suscritas específicamente: sólo así se garantiza la lógica contractual de que se incorpora al contenido normativo del negocio aquello que primero es conocido y después aceptado.
En cuanto a las cláusulas delimitadoras del riesgo, los autores que defienden su diferencia de las anteriores sostienen que no limitan derechos del asegurado porque lo que hacen es definirlos: hasta que no estén bien determinados no tiene derecho alguno que limitar, por razones lógicas y cronológicas; las cláusulas delimitadoras corresponderían a una primera fase de atribución de derechos al asegurado, con la correlativa imposición de obligaciones al asegurador, y las limitativas se encuadran en una segunda fase, restringiendo los derechos recién definidos. Se añade que el consentimiento contractual recae sobre los elementos esenciales del contrato, es decir, sobre esa atribución de derechos realizada por las cláusulas delimitadoras, por lo que sería reiterativo exigir nuevos formalismos para expresar el acuerdo alcanzado. Si efectivamente las cláusulas delimitadoras son las que precisan el contenido del contrato y sobre ellas recae específicamente el consentimiento contractual, no es necesario que ello se haga en forma especial. Bastará, como expone la sentencia comentada, con que esa delimitación está redactada con claridad y precisión.

IV.- Cláusulas delimitadoras, condiciones generales y consentimiento contractual.

Sin embargo, la última afirmación realizada entra en contradicción con la práctica negocial: las delimitaciones del riesgo no son objeto de ninguna manifestación de voluntad por parte del asegurado porque no las conoce, ya que se encuentran ocultas en el condicionado general del contrato, que habitualmente es un folleto de cierto grosor y lectura muy compleja que no se entrega al tomador hasta que ha firmado el contrato. Así lo demuestran los propios supuestos examinados en las Sentencias citadas: la comentada de 16 mayo 2000 se refiere al art. 3,1,1 b) de las condiciones generales de la póliza; la de 9 febrero 1994 al art. 31 también de su condicionado general; y la de 18 septiembre 1999 a la condición general segunda e), además de la última de las condiciones especiales.
Cuando la doctrina define las cláusulas delimitadoras en la forma indicada parece que se refiere a las que figuran en el documento principal del contrato, aquél que recoge los datos identificadores de las partes, el objeto asegurado, la prima, el riesgo cubierto: es eso lo que conoce el tomador y lo que consiente expresamente y es en ese momento cuando se le atribuyen los derechos que el contrato le confiere. Pero los casos litigiosos surgen de las delimitaciones de riesgo contenidas en los condicionados generales, que no son conocidas por los tomadores al tiempo de suscribir el contrato.
Precisamente por ello, el art. 3 LCS establece unos mecanismos que tratan de evitar que el asegurado se vea sorprendido por una “delimitación del riesgo” (o cualquier otra cuestión de todo el abanico de derechos y obligaciones recíprocos, pero aquél será el supuesto más frecuente) demasiado estrecha en el condicionado general. Cuando el legislador estableció la disciplina de las cláusulas limitativas en el repetido art. 3 LCS, sin duda estaba pensando en la delimitación del riesgo: es posible restringir el ámbito de cobertura que cabría deducir de la amplia definición que suele recogerse en el documento principal del contrato porque ello ha de conllevar una reducción de la póliza, pero siempre que se haga con el conocimiento y consentimiento del asegurado; de otra manera, se vería sorprendido por una falta de cobertura con la que no contaba, sin que la mera reducción de la prima pagada legitime esa situación porque bien puede obedecer al juego de la competencia, a que la compañía con la que se contrata opere con menores costes o menor margen de beneficio…
Si se admite que las cláusulas delimitadoras tienen plena autonomía conceptual frente a las limitativas y que son válidas sin necesidad de que cumplan con los requisitos que el art. 3 LCS impone a éstas se llegaría al absurdo de exigir mayores garantías formales para las cláusulas de menor transcendencia jurídico-económica que para las más relevantes. Las delimitadoras del riesgo serían válidas en todo caso, sin necesidad de que recayese un consentimiento contractual sobre ellas, con lo que todo lo legislado sobre el control de las condiciones generales de la contratación quedaría sin sentido en este campo, en que podrían recobrar vigencia las teorías normativistas que se referían al poder cuasireglamentario de quienes utilizan formularios uniformes.
De hecho, muchos de los autores que defienden la distinción entre cláusulas limitativas y delimitadoras después la matizan al afirmar que cuando éstas últimas delimitan el riesgo en forma no frecuente o usual constituyen de hecho una limitación de derechos; o que las delimitadoras son limitativas, aunque también hay cláusulas limitativas que no delimitan el riesgo o que las cláusulas limitativas más frecuentes son las delimitadoras del riesgo.

V.- La postura del Tribunal Supremo: expectativas razonables del asegurado.

La postura del Tribunal Supremo respecto a si las cláusulas delimitadoras del riesgo son algo distinto de las limitativas de derechos, a si es necesario que se sometan o no al régimen del art. 3 LCS es un tanto confusa. Se puede comprobar que la Sala 2ª unánimemente viene entendiendo que sí están sometidas a ese régimen, mientras que la Sala 1ª ha pronunciado sentencias en uno y otro sentido. Parece que la postura mayoritaria es la favorable a someterlas al mismo régimen que las limitativas, aunque en muchos casos sin hacer alusión expresa a la cuestión, simplemente concediendo validez a la cláusula litigiosa si cumple con los requisitos legales expresados y negándosela cuando no es así. Cabe citar, entre las Sentencias más recientes, las de 24 febrero 1997, 26 febrero 1997, 14 junio 1997, 4 julio 1997, 3 noviembre 1997 y 28 mayo 1999.
La postura favorable a la distinción entre ambos tipos de cláusulas se mantiene en las Sentencias objeto de este comentario y en otras como, citando sólo las más recientes, las de 7 marzo 1997, 5 junio 1997, 10 febrero 1998 y 3 marzo 1998. En ninguna de ellas se expone un criterio que permita dilucidar cuándo nos encontramos ante un tipo u otro de cláusulas, la Sala se limita a aplicar el resultado que corresponda, lo que obliga a realizar un análisis de todas las sentencias dictadas sobre esta materia para tratar de llegar a alguna conclusión.

1) Sentencias que otorgan a las cláusulas delimitadoras del riesgo el tratamiento de cláusulas limitativas.

La STS 24 febrero 1997 expresamente indica, con cita de Sentencias anteriores, que las delimitadoras deben sujetarse a las prescripciones del art. 3 LCS; sin embargo, en el caso enjuiciado, en que el camión asegurado contra diversos riesgos, incluido el incendio, la cláusula litigiosa (exclusión de la cobertura de materiales transportados inflamables) fue aceptada por los transportistas tomadores del seguro, por lo que estima el recurso de la aseguradora.
La Sentencia de 26 febrero 1997 también afirma que toda cláusula que recorte el riesgo descrito inicialmente es limitativa, por lo que debe estar destacada y ser suscrita específicamente. En el caso, el tomador contrata un seguro de vida e invalidez estando ya en situación de incapacidad permanente total y reclama la indemnización establecida cuando se le declara incurso en una invalidez permanente absoluta, el Alto Tribunal rechaza la aplicación de la cláusula que excluye la cobertura cuando la invalidez se debe a enfermedad preexistente porque no cumple con los requisitos indicados, además de que el tomador fue sometido a un exhaustivo examen médico y a pesar de ello se autorizó la póliza.
La Sentencia de 14 junio 1997 estima el recurso de la aseguradora de la responsabilidad civil de una sociedad deportiva, reduciendo su cobertura de la indemnización por incapacidad temporal a abonar a una empleada de ésta a la cantidad correspondiente a 365 días porque la cláusula que limita la cobertura de esa contingencia al período indicado había sido expresamente aceptada; no entra en la cuestión que aquí estamos examinando, pero sí expresa que la razón de la validez de la cláusula litigiosa es que había sido aceptada expresamente.
La STS 4 julio 1997 rechaza la pretensión de la aseguradora de aplicar una cláusula delimitadora de la obligación indemnizatoria porque no fue destacada ni suscrita específicamente y entra en contradicción con las cláusulas particulares, sí firmadas; en concreto, se refiere a una condición general que, en un seguro de responsabilidad civil, limita la indemnización por daños producidos por agua al 10% de la cantidad asegurada en general.
La STS 3 noviembre 1997 sí admite la aplicación de la cláusula que excluye del concepto de tercero perjudicado en el seguro de responsabilidad civil del automóvil a los empleados de la sociedad anónima recurrente porque estaba correctamente destacada y había sido suscrita expresamente. Se trata de la acción de repetición que ejercita la aseguradora contra la sociedad anónima asegurada por las indemnizaciones que tuvo que abonar como consecuencia de un accidente de tráfico, cuando el conductor y demás ocupantes lesionados eran empleados del tomador.
La STS 28 mayo 1999 niega la validez de la cláusula de estilo que sigue a las cláusulas esenciales del contrato que dice que el tomador acepta las cláusulas limitativas que figuran en negrita porque para que éstas sean eficaces debe cumplirse escrupulosamente con lo previsto en el art. 3 LCS. Por consiguiente, tampoco admite la validez de la cláusula, que considera limitativa, que excluye la cobertura de los daños producidos a bienes ajenos depositados en el almacén propiedad del tomador, tratándose de un seguro combinado de diversos riesgos, incluyendo incendio y responsabilidad civil. Además, esa cláusula contradice otras principales que sí establecen la cobertura discutida.

2) Sentencias que admiten la validez de las cláusulas delimitadoras sin necesidad de cumplir con las exigencias del art. 3 LCS.

En cuanto a las Sentencias que admiten la categoría de cláusulas delimitadoras como distinta a la de cláusulas limitativas, no sujeta por lo tanto a la disciplina del art. 3 LCS, la STS de 7 marzo 1997 admite la validez de la limitación de la cuantía de la indemnización a satisfacer por la aseguradora, por el seguro de responsabilidad civil, a la cifra de diez millones de pesetas, cuando la obligación indemnizatoria a cargo del asegurado subía a veinte millones: obviamente, se trata de una estipulación principal del contrato, que el asegurado debió conocer y aceptar específicamente, y en función de la cual se establecería la prima.
La Sentencia de 5 junio 1997 admite la validez de la cláusula que limita la cobertura del seguro del automóvil, excluyendo la indemnización por el accidente sufrido en la extinta Yugoslavia, país no incluido en el territorio del Espacio Económico Europeo ni de los Estados adheridos al Convenio multilateral de garantía. Parece que cualquier conductor que salga al extranjero con su vehículo ha de saber que debe comprobar la validez territorial de su seguro, particularmente si el destino es un país de régimen tan peculiar como la extinta Yugoslavia.
Las Sentencias de 10 febrero 1998 y 3 marzo 1998 admiten la exclusión de cobertura del seguro de responsabilidad civil del automóvil cuando el vehículo asegurado se accidenta no circulando sino realizando faenas agrícolas. Obviamente, no se trata de un accidente sufrido en el ámbito de cobertura asegurado, sino de una actividad distinta, cubierta por otro tipo de contrato de seguro específico.

3) La cuestión proyectada sobre el concepto de tercero perjudicado en el seguro de responsabilidad civil.

La Sentencia que motiva este comentario y las dos citadas en ella admiten la validez de la cláusula que excluye del concepto de tercero a familiares próximos convivientes con el asegurado y a empleados del mismo, en el seguro de responsabilidad civil. Aunque una de ellas, la de 18 septiembre 1999, dice que la doctrina científica más generalizada sostiene que los empleados del asegurado no tienen la condición de terceros a efectos del seguro, salvo pacto en contrario, la cuestión está lejos de ser pacífica. Siguiendo a SÁNCHEZ CALERO, el «tercero» aparece mencionado en el art. 73 LCS como la persona a quien el asegurado debe indemnizar por el daño o perjuicio que le ha causado. Se trata, por lo tanto, de una persona ajena a la relación del seguro (de ahí esa denominación) y esa ajeneidad frente al asegurado es lo que caracteriza el seguro de responsabilidad civil frente a otros seguros de daños: se trata de evitar el perjuicio económico que produciría al asegurado la obligación de indemnizar a ese tercero. A través de los condicionados generales, e incluso en algún caso reglamentariamente, como ocurrió originariamente en el caso de los seguros obligatorios de responsabilidad civil o de caza, se excluyó de cobertura los daños a familiares; se justificaba esta exclusión porque trataba de evitar que se reclamase a la aseguradora una indemnización por parte de personas que no reclamarían directamente al asegurado por su relación con el mismo; e incluso por la dependencia económica de estas personas respecto al asegurado: aunque físicamente sean personas distintas, el daño económico sería del asegurado. CALZADA añade el riesgo de colusión entre el asegurado y su familiar o dependiente para lucrarse en perjuicio del asegurador. Sin embargo, aún siguiendo a SÁNCHEZ CALERO, esta exclusión de ciertas personas de la categoría de terceros ha de irse reduciendo (también BARRÓN entiende que la jurisprudencia más acertada es la que califica estas cláusulas como limitativas de derechos del asegurado, sin descartar que en algunos casos puedan ser incluso lesivas, y TAPIA dice que estas cláusulas han de ser interpretadas de forma restrictiva). De esta forma, ya en su momento la jurisprudencia corrigió el sentido del Reglamento del Seguro obligatorio del automóvil de 1964, y el actual sólo excluye los daños materiales de los familiares que vivan a sus expensas; y el Reglamento del seguro obligatorio de responsabilidad civil del cazador de 21 enero 1994 ya no establece exclusión alguna.
Examinados más detenidamente los hechos enjuiciados en las tres sentencias, llega a descubrirse la razón que está detrás de la desestimación de las pretensiones de los perjudicados o asegurados, según el caso. En la Sentencia de 16 mayo 2000, la fallecida es la madre de la esposa del tomador del seguro; el TS considera en buena lógica asegurados tanto al tomador como a la esposa, puesto que ambos son titulares del bien asegurado. Incluso sería discutible si la propia fallecida también lo era, pero esa alegación fue formulada por primera vez en el recurso de casación de la aseguradora, dando lugar a su obligado rechazo por extemporánea. Quienes reclaman a la aseguradora, ejercitando la acción directa, son la propia asegurada y sus tres hermanas, como herederas y, por lo tanto, perjudicadas por el fallecimiento. Obviamente, la asegurada no puede ser tercera perjudicada, por lo que la desestimación de su pretensión es obligada. En cuanto a las otras tres hermanas, la cuestión no es tan clara; puede recordarse el argumento de que se excluyen del concepto de terceros a personas que no reclamarían nunca directamente al asegurado, por lo que no existe merma patrimonial para éste; la cosa se hace más evidente al actuar todas las hermanas conjuntamente, incluida la asegurada, responsable directa del evento dañoso: quizás la conclusión hubiese sido distinta de haber actuado sólo las otras tres, puesto que el perjuicio por ellas sufrido es innegable y no hay razón que excluya que puedan reclamar a su cuñado, e incluso a su hermana (la práctica forense demuestra que, habiendo dinero por medio, incluso muy poco en ocasiones, los lazos familiares se desatan con sorprendente facilidad). Con mayor probabilidad aún, la Sentencia habría sido estimatoria si hubiesen dirigido su reclamación contra el tomador del seguro y después éste repitiera contra la aseguradora: habría quedado claro que se produjo el perjuicio patrimonial al asegurado, por lo que la repetición contra la aseguradora sería obligada, no parecería ya razonable admitir la exclusión de cobertura. Sin embargo, tal como se actuó, existe la impresión de que se trataba de aprovechar la circunstancia para lograr una indemnización que nunca se habría reclamado al tomador del seguro.
En cuanto a la Sentencia de 18 septiembre 1999, a la cláusula que excluye del concepto de terceros a los empleados se une el que el accidente se debió al incumplimiento grave de medidas de seguridad, también excluidas por una condición especial. Ha de tenerse en cuenta que aquí el asegurado es una sociedad anónima de dimensión relativamente grande, que se presume dispone de unos servicios jurídicos competentes y especializados en su ramo de actividad, por lo que debe conocer perfectamente en qué condiciones contrata sus seguros, qué cubren y qué se excluye, por lo que no puede verse sorprendida por la aplicación de las condiciones generales y especiales de la póliza. La cuestión de si los empleados pueden ser considerados terceros perjudicados se diluye cuando el tomador es una sociedad de cierta envergadura, que por su cualificación profesional debe considerarse plenamente responsable de cualquier cosa que firme; no puede acogerse a normas tuitivas del contratante débil cuando está en condiciones de negociar individualizadamente el contrato. Cosa distinta sería si el tomador fuera un pequeño comerciante o profesional: si se declara su responsabilidad por un siniestro en que resultasen lesionados sus empleados y debe indemnizarlos, en la situación actual del Derecho de la responsabilidad civil no se encuentra razón alguna para que se excluya la cobertura de este tipo de siniestros. Es claro que se produce un perjuicio económico al tomador que se corresponde exactamente con el tipo de seguro contratado y no concurre ninguna de las razones esgrimidas para excluir el resarcimiento del perjuicio por la aseguradora.
Por último, la Sentencia de 9 febrero 1994 contiene varias afirmaciones que se contradicen con la doctrina y jurisprudencia más acreditada en materia de condiciones generales de la contratación: acepta la validez de la cláusula de estilo que sigue a las cláusulas esenciales del contrato que dice que la tomadora acepta todas las cláusulas, incluso las limitativas, de la póliza; declaración ficticia hoy expresamente declarada abusiva por la Disposición adicional primera de la LDCU, nº 20, y que trata de eludir la previsión del art. 3 LCS en evidente fraude de ley, y que el propio Tribunal Supremo declaró ineficaz en la Sentencia de 28 mayo 1999 arriba comentada. También es errónea la afirmación de que las condiciones generales extendidas en el tráfico puedan llegar a constituir usos mercantiles. No expone cuál es la diferencia entre cláusulas limitativas y delimitadoras del riesgo, por lo que la afirmación de que la exclusión de la categoría de terceros a los familiares próximos con los que se conviva es una cláusula delimitadora carece de motivación. Y es que en este caso es dudoso que la exclusión sea acertada, ya que se reclama no sólo a la aseguradora sino también a la conductora responsable del accidente; incluso en el recurso de casación se interesa la revocación de la sentencia en cuanto absuelve a ésta y el TS accede a ello; por otro lado, aunque es posible que el padre de ambos implicados, conductora y menor lesionado, actuara en colusión con aquélla, su actitud procesal no lo demuestra; no se sabe si la conductora tiene independencia económica, aunque conviva en el hogar paterno, pero sí tiene vehículo propio; y, desde luego, su hermano lesionado no parece que dependa económicamente de ella. Aunque se trata de un caso límite, abierto a la polémica, parece que existen razones suficientes como para haber condenado a la aseguradora, máxime cuando el propio Tribunal Supremo, en Sentencia de 26 mayo 1989, había indicado que la exclusión de la cobertura de los familiares o empleados del seguro de responsabilidad civil del automóvil, aunque sea por vía del seguro de ocupantes, implica un desequilibrio de prestaciones.

4) Análisis conjunto: las expectativas razonables del asegurado.

El análisis conjunto del sentido último, más allá de su literalidad, de todas las sentencias citadas, de uno y otro signo, permiten llegar a la conclusión de que la contradicción entre los distintos pronunciamientos del Alto Tribunal aquí comentados es sólo aparente y existe un criterio subyacente, no expresado, pero perfectamente lógico y coherente (con la única excepción, entre las Sentencias comentadas, de la de 9 febrero 1994, por las razones expuestas). Puede sintetizarse en que, como regla general, cualquier condición general que restrinja los derechos que de la definición esencial del contrato se deriven para el asegurado será una cláusula limitativa a los efectos del art. 3 LCS. Así se deduce de las sentencias que expresamente dicen que las cláusulas limitadoras están sujetas a esa disciplina y de las muy numerosas que, sin entrar en la discusión sobre la categoría de las cláusulas delimitadoras, simplemente niegan la validez de las condiciones generales que el asegurador pretende hacer valer sin estar destacadas y suscritas específicamente.
Sin embargo, cuando esa restricción, aunque venga expresada en una condición general, sea coherente con el tipo de seguro contratado o, por las circunstancias del caso, el asegurado debiera contar con su existencia, se considera una cláusula delimitadora del riesgo cubierto, por lo que no precisa de unos formalismos específicos para su validez. No se trata de que a través de condiciones generales no conocidas o aceptadas por el adherente se pueda modificar en su perjuicio el alcance obligacional del contrato, sino, por el contrario, de que estas condiciones generales expresan algo ya implícito en el nomen iuris del contrato, en sus cláusulas esenciales, o conocido y asumido por el tomador de forma suficiente. La delimitación no se establece por primera vez en las condiciones generales, sino que ya está implícita, aunque sea de forma elíptica, en las cláusulas esenciales del contrato. La condición general no hace sino expresar, manifestar externamente, algo que ya estaba incorporado al contrato. No podía ser de otra forma: una condición general no conocida, no suscrita específicamente por el tomador, no es objeto de consentimiento contractual, no es apta para definir el contenido obligacional del contrato, máxime si restringe el pactado de forma expresa a través de las cláusulas esenciales de la póliza.
Aceptar la eficacia de cualquier condición general delimitadora del riesgo cubierto aunque no hubiera sido suscrita y a pesar de que reduzca la cobertura expresada por las cláusulas esenciales de la póliza iría contra el sentido del art. 3 LCS y quebraría el paradigma contractual, porque daría lugar a la validez de cláusulas no conocidas ni aceptadas por los contratantes.
Así, se observa que el Tribunal Supremo declara la validez de las cláusulas delimitadoras de cobertura cuando la cuantía de la indemnización a abonar supera el límite expresamente acordado; o cuando el lugar en que ocurre el accidente está fuera del ámbito normal de cobertura que cualquier conductor puede esperar del seguro del automóvil; cuando la exclusión se refiere a un siniestro que no guarda relación con el tipo de seguro contratado (accidente agrícola cuando el seguro es del automóvil); cuando el tomador, en razón de su cualificación profesional, podía haber modificado el ámbito de cobertura y, en todo caso, debía conocer cuál era el suscrito (sociedad anónima que asegura su responsabilidad civil); o cuando la indemnización, en el seguro de responsabilidad civil, no se habría pedido en ningún caso al asegurado, por lo que el perjuicio económico a cubrir no existe (si bien este caso es más discutible, como expuse en su momento). Se observa que la cláusula litigiosa no hace más que reiterar lo expresamente pactado o que se corresponde con la naturaleza del seguro contratado, por lo que ciertamente no limita ningún derecho del asegurado.
Este criterio coincide con la teoría de la eficacia declarativa de las condiciones generales, elaborada por ALFARO y, yendo aún más lejos, con la de las expectativas razonables del asegurado, con origen en los Estados Unidos y que he expuesto en otro lugar.
Según esta última teoría, las condiciones generales de la contratación sólo serán válidas cuando constituyan un desarrollo lógico, conforme al art. 1.258 CC, del tipo contractual y de lo pactado, sea expresamente en las cláusulas esenciales del contrato o en cualquier otra forma; deberán tenerse en cuenta todas las circunstancias que rodeen a cada contrato, desde los tratos previos, la publicidad, los destinatarios de la oferta contractual del predisponente, las anteriores relaciones entre las partes, la situación del mercado, la condición personal del adherente, etc. En virtud del respeto a la apariencia creada a que obliga el principio de buena fe, el predisponente (en este campo, la aseguradora) se hace responsable de las expectativas razonables que el adherente se haya formado sobre el contenido obligacional del contrato. Toda limitación de derechos que quiera imponerle, o las nuevas cargas que le quiera añadir, además de estar suficientemente justificada por sí misma (que no sea abusiva, que obedezca a una causa legítima) y en relación con la situación del mercado (competencia, libertad para contratar o no hacerlo, posibilidad de acudir a otro competidor o de renunciar a contratar, información existente al respecto y facilidad de obtenerla, etc.), debe serle comunicada de forma adecuada previamente, informándole de sus consecuencias, para evitar que le sorprenda en el momento de su ejecución por haberse creado unas expectativas que pudieran verse defraudadas.
En los supuestos contemplados, ningún asegurado coherente puede defender que el seguro contratado le cubra por una cantidad superior a la concertada; o que el seguro del automóvil cubra un accidente que no es de circulación, sino que tiene cobertura específica en otro tipo de contrato; o que el mismo tipo de seguro le cubra un accidente en un país como la extinta Yugoslavia. Una sociedad anónima de dimensiones considerables no puede argumentar que no conocía la extensión de la cobertura del seguro que suscribió. Más espinosa es, como ya indiqué, la cuestión de si los familiares deben o no ser considerados como terceros perjudicados en el seguro de responsabilidad civil, puesto que existen argumentos para defender una cosa y la otra y si tal como se ejercitó la acción en el caso comentado su rechazo puede ser justificado, en otros casos quizá no lo estaría. se utilizan condiciones generales de la contratación innegociables, a las que el asegurado no tiene más opción que someterse en bloque o no contratar (a menudo ni siquiera tiene la opción de no contratar: en todos los casos en que el aseguramiento es obligatorio por imposición legal o de hecho), parece que toda cláusula que empeore la posición del adherente habría de calificarse de abusiva, lesiva en la terminología de la LCS, salvo que el asegurador justificase adecuadamente su procedencia. Sin embargo, la peculiaridad de los contratos de seguro (las primas se han de determinar por cálculos actuariales, lo que garantiza un cierCOMENTARIO A LA STS 1ª 16 mayo 2000.
CLÁUSULAS DELIMITADORAS DEL RIESGO, CONSENTIMIENTO CONTRACTUAL Y EXPECTATIVAS RAZONABLES DEL ASEGURADO.

Una de las cuestiones más debatidas en sede jurisprudencial y por doctrinal en relación con los contratos de seguro es la de la distinción entre las cláusulas limitativas de los derechos del asegurado y las delimitadoras del riesgo cubierto, con varios frentes de discusión. En primer lugar, si esta segunda categoría existe o no; en segundo lugar, suponiendo que exista, si le es aplicable el régimen que el art. 3 LCS establece para las cláusulas limitativas de derechos.

Así, mientras un gran número de Sentencias aplica indiscriminadamente el precepto citado sin mencionar la polémica apuntada, estimando la pretensión del asegurado de que es ineficaz por no estar destacada ni haber sido expresamente suscrita, pese a que las aseguradoras suelen centrar su defensa en la alegación de que la cláusula litigiosa era delimitadora del riesgo, otras sí dan la razón a las aseguradoras y proclaman que en ese caso no era necesaria la suscripción específica. La Sentencia que motiva estas reflexiones se incardina en esta segunda línea; a través del análisis del supuesto enjuiciado, de sus fundamentos jurídicos y de los antecedentes jurisprudenciales que cita, además de otros recientes, se tratará de averiguar si el Tribunal Supremo tiene un criterio uniforme, oculto tras la apariencia contradictoria de sus pronunciamientos, o si estamos ante un caso más de jurisprudencia dispar, errática, en perjuicio de la seguridad jurídica.

I.- El supuesto de hecho de la sentencia.

Los cuatro hijos de D.ª Aurora demandan a la aseguradora en reclamación de una indemnización de daños y perjuicios por la muerte de su madre en un incendio producido en el domicilio de D. Pedro. Éste era el esposo de una de las demandantes y tomador del seguro «Multirriesgo del Hogar» que fundamenta la demanda.
La aseguradora recurre en casación el fallo estimatorio de la demanda, afirmando que la fallecida estaba excluida de la cobertura de la póliza por aplicación de distintas condiciones generales, bien por ser ella misma asegurada, como ocupante del piso, bien por ser ascendiente de la asegurada, la esposa del tomador del seguro y copropietaria del piso. La primera alegación es rechazada por el TS por ser cuestión nueva, no planteada en la instancia.
Es la segunda alegación la que ocupa la atención del Alto Tribunal, que expone que la cuestión se centra en interpretar la cláusula que excluye de la condición de terceros a los familiares próximos del tomador del seguro y asegurado, calificada como limitativa por la Audiencia Provincial, y si cumple con la exigencia de claridad y precisión que impone el art. 3 LCS, porque cualquier oscuridad habrá de ser interpretada contra el asegurador, conforme al art. 1.288 CC. Razona que la esposa debe considerarse asegurada, como cotitular del interés asegurado, es decir, la responsabilidad civil del propietario del inmueble, que la Sala equipara al ocupante. Como la fallecida es su madre, se aplica la cláusula que excluye de la condición de terceros a los ascendientes, cláusula que la Sentencia entiende que limita objetivamente el riesgo y no es, por lo tanto, limitativa de derechos, calificación que no justifica más que por remisión a dos sentencias anteriores de la propia Sala, de 9 febrero 1994 y 18 septiembre 1999.

II.- Los antecedentes jurisprudenciales citados.

1) La STS 1ª 9 febrero 1994.

Esta Sentencia examina el siguiente caso: la propietaria de un vehículo sufre un accidente en el que resulta seriamente lesionado su hermano menor de edad. Éste reclama, inicialmente por interposición de su padre, cumplida la mayoría de edad por sí mismo, a la compañía aseguradora del vehículo la indemnización que le correspondería por el tiempo de baja y secuelas. La conductora tenía contratado, con el seguro obligatorio, el de ocupantes y el voluntario. En ambas instancias se absuelve a la conductora y se condena a la aseguradora a indemnizar con cargo al seguro obligatorio y al de ocupantes, pero no con cargo al voluntario porque la condición general nº 31 excluye de su cobertura a los parientes hasta el tercer grado que convivan con el asegurado, cláusula cuya validez acepta la Sala por entender suficiente el consentimiento manifestado por la cláusula de estilo incluida en el documento en que se formalizó el contrato que dice que se conviene para ser cumplido de buena fe y son específicamente aceptadas todas las cláusulas, incluso las limitativas, en cuanto no se opongan a la LCS; añade que en ningún momento se planteó por el demandante cuestión sobre la no aceptación de cualquier cláusula; que el clausulado no limita derechos de la asegurada sino que delimita el riesgo asumido, aunque no explica por qué. E indica que las condiciones generales que alcancen gran difusión llegan a originar usos normativos, asumiendo la teoría normativista de J. GARRIGUES que fue acertadamente desacreditada por F. DE CASTRO en una brillante exposición asumida por la generalidad de la doctrina y la jurisprudencia, con excepción justamente de esta Sentencia.

STS 1ª 18 septiembre 1999.

El caso enjuiciado puede resumirse como sigue: los herederos de un minero que fallece en accidente laboral obtienen una indemnización de la empresa empleadora al haberse demostrado que el accidente se debió a falta de medidas de seguridad. La empresa reclama a su aseguradora de la responsabilidad civil que le reintegre el importe de la indemnización. La Sala estima el recurso interpuesto por ésta al entender que la cláusula que excluye del concepto de tercero a los empleados es delimitadora del riesgo y no limitativa de derechos, por lo que no es preciso que cumpla con los requisitos formales del art. 3 LCS. Para sostener tal conclusión se apoya en la afirmación de que la doctrina mayoritaria sostiene que los empleados, lo mismo que los parientes próximos, del asegurado no son terceros a efectos de la cobertura del seguro de responsabilidad civil. Por otro lado, también existe una cláusula “especial” que excluye de la cobertura los siniestros debidos a falta de medidas de seguridad, que la Sala también califica de delimitadora del riesgo. Y hace mención a una línea jurisprudencial que diferencia entre cláusulas delimitadoras y cláusulas limitativas del riesgo para mantener la validez de las primeras aunque no estén destacadas ni hayan sido expresamente suscritas, aunque no explica cuándo cada cláusula en concreto habrá de ser incluida en una u otra categoría.

III.- Cláusulas limitativas y delimitadoras: concepto y diferencias.

Las cláusulas limitativas aparecen mencionadas en el art. 3 LCS, junto con las lesivas, aunque no definidas. Habrá que entender que las lesivas son las que los arts. 10 y 10 bis LDCU califican como abusivas.
Por contraste, limitativas serán las que restrinjan o excluyan algún derecho que, sin su existencia, tendría el asegurado, o que le impongan una obligación que de otra forma no tendría, aunque sin llegar a ser abusivas.
Las cláusulas delimitadoras del riesgo, sin embargo, no son mencionadas en la LCS, sino que son una creación de un sector de la doctrina y la jurisprudencia. Serían cláusulas que precisan el objeto del contrato mediante la determinación del riesgo, del aleas cubierto; precisan el alcance de la obligación del asegurador de dar cobertura al asegurado describiendo el hecho causante de la deuda resarcitoria a cargo del primero y en favor del segundo.
Puesto que nos encontramos ante contratos de adhesión, en que se utilizan condiciones generales de la contratación innegociables, a las que el asegurado no tiene más opción que someterse en bloque o no contratar (a menudo ni siquiera tiene la opción de no contratar: en todos los casos en que el aseguramiento es obligatorio por imposición legal o de hecho), parece que toda cláusula que empeore la posición del adherente habría de calificarse de abusiva, lesiva en la terminología de la LCS, salvo que el asegurador justificase adecuadamente su procedencia. Sin embargo, la peculiaridad de los contratos de seguro (las primas se han de determinar por cálculos actuariales, lo que garantiza un cierto equilibrio contractual; la propia viabilidad del negocio asegurador exige que se excluya la cobertura de ciertos riesgos) permiten que determinadas cláusulas de este sentido sean válidas siempre que el asegurado las haya conocido y expresado su asentimiento. Ésta es la razón de que el art. 3 LCS exija que esas cláusulas se destaquen y sean suscritas específicamente: sólo así se garantiza la lógica contractual de que se incorpora al contenido normativo del negocio aquello que primero es conocido y después aceptado.
En cuanto a las cláusulas delimitadoras del riesgo, los autores que defienden su diferencia de las anteriores sostienen que no limitan derechos del asegurado porque lo que hacen es definirlos: hasta que no estén bien determinados no tiene derecho alguno que limitar, por razones lógicas y cronológicas; las cláusulas delimitadoras corresponderían a una primera fase de atribución de derechos al asegurado, con la correlativa imposición de obligaciones al asegurador, y las limitativas se encuadran en una segunda fase, restringiendo los derechos recién definidos. Se añade que el consentimiento contractual recae sobre los elementos esenciales del contrato, es decir, sobre esa atribución de derechos realizada por las cláusulas delimitadoras, por lo que sería reiterativo exigir nuevos formalismos para expresar el acuerdo alcanzado. Si efectivamente las cláusulas delimitadoras son las que precisan el contenido del contrato y sobre ellas recae específicamente el consentimiento contractual, no es necesario que ello se haga en forma especial. Bastará, como expone la sentencia comentada, con que esa delimitación está redactada con claridad y precisión.

IV.- Cláusulas delimitadoras, condiciones generales y consentimiento contractual.

Sin embargo, la última afirmación realizada entra en contradicción con la práctica negocial: las delimitaciones del riesgo no son objeto de ninguna manifestación de voluntad por parte del asegurado porque no las conoce, ya que se encuentran ocultas en el condicionado general del contrato, que habitualmente es un folleto de cierto grosor y lectura muy compleja que no se entrega al tomador hasta que ha firmado el contrato. Así lo demuestran los propios supuestos examinados en las Sentencias citadas: la comentada de 16 mayo 2000 se refiere al art. 3,1,1 b) de las condiciones generales de la póliza; la de 9 febrero 1994 al art. 31 también de su condicionado general; y la de 18 septiembre 1999 a la condición general segunda e), además de la última de las condiciones especiales.
Cuando la doctrina define las cláusulas delimitadoras en la forma indicada parece que se refiere a las que figuran en el documento principal del contrato, aquél que recoge los datos identificadores de las partes, el objeto asegurado, la prima, el riesgo cubierto: es eso lo que conoce el tomador y lo que consiente expresamente y es en ese momento cuando se le atribuyen los derechos que el contrato le confiere. Pero los casos litigiosos surgen de las delimitaciones de riesgo contenidas en los condicionados generales, que no son conocidas por los tomadores al tiempo de suscribir el contrato.
Precisamente por ello, el art. 3 LCS establece unos mecanismos que tratan de evitar que el asegurado se vea sorprendido por una “delimitación del riesgo” (o cualquier otra cuestión de todo el abanico de derechos y obligaciones recíprocos, pero aquél será el supuesto más frecuente) demasiado estrecha en el condicionado general. Cuando el legislador estableció la disciplina de las cláusulas limitativas en el repetido art. 3 LCS, sin duda estaba pensando en la delimitación del riesgo: es posible restringir el ámbito de cobertura que cabría deducir de la amplia definición que suele recogerse en el documento principal del contrato porque ello ha de conllevar una reducción de la póliza, pero siempre que se haga con el conocimiento y consentimiento del asegurado; de otra manera, se vería sorprendido por una falta de cobertura con la que no contaba, sin que la mera reducción de la prima pagada legitime esa situación porque bien puede obedecer al juego de la competencia, a que la compañía con la que se contrata opere con menores costes o menor margen de beneficio…
Si se admite que las cláusulas delimitadoras tienen plena autonomía conceptual frente a las limitativas y que son válidas sin necesidad de que cumplan con los requisitos que el art. 3 LCS impone a éstas se llegaría al absurdo de exigir mayores garantías formales para las cláusulas de menor transcendencia jurídico-económica que para las más relevantes. Las delimitadoras del riesgo serían válidas en todo caso, sin necesidad de que recayese un consentimiento contractual sobre ellas, con lo que todo lo legislado sobre el control de las condiciones generales de la contratación quedaría sin sentido en este campo, en que podrían recobrar vigencia las teorías normativistas que se referían al poder cuasireglamentario de quienes utilizan formularios uniformes.
De hecho, muchos de los autores que defienden la distinción entre cláusulas limitativas y delimitadoras después la matizan al afirmar que cuando éstas últimas delimitan el riesgo en forma no frecuente o usual constituyen de hecho una limitación de derechos; o que las delimitadoras son limitativas, aunque también hay cláusulas limitativas que no delimitan el riesgo o que las cláusulas limitativas más frecuentes son las delimitadoras del riesgo.

V.- La postura del Tribunal Supremo: expectativas razonables del asegurado.

La postura del Tribunal Supremo respecto a si las cláusulas delimitadoras del riesgo son algo distinto de las limitativas de derechos, a si es necesario que se sometan o no al régimen del art. 3 LCS es un tanto confusa. Se puede comprobar que la Sala 2ª unánimemente viene entendiendo que sí están sometidas a ese régimen, mientras que la Sala 1ª ha pronunciado sentencias en uno y otro sentido. Parece que la postura mayoritaria es la favorable a someterlas al mismo régimen que las limitativas, aunque en muchos casos sin hacer alusión expresa a la cuestión, simplemente concediendo validez a la cláusula litigiosa si cumple con los requisitos legales expresados y negándosela cuando no es así. Cabe citar, entre las Sentencias más recientes, las de 24 febrero 1997, 26 febrero 1997, 14 junio 1997, 4 julio 1997, 3 noviembre 1997 y 28 mayo 1999.
La postura favorable a la distinción entre ambos tipos de cláusulas se mantiene en las Sentencias objeto de este comentario y en otras como, citando sólo las más recientes, las de 7 marzo 1997, 5 junio 1997, 10 febrero 1998 y 3 marzo 1998. En ninguna de ellas se expone un criterio que permita dilucidar cuándo nos encontramos ante un tipo u otro de cláusulas, la Sala se limita a aplicar el resultado que corresponda, lo que obliga a realizar un análisis de todas las sentencias dictadas sobre esta materia para tratar de llegar a alguna conclusión.

1) Sentencias que otorgan a las cláusulas delimitadoras del riesgo el tratamiento de cláusulas limitativas.

La STS 24 febrero 1997 expresamente indica, con cita de Sentencias anteriores, que las delimitadoras deben sujetarse a las prescripciones del art. 3 LCS; sin embargo, en el caso enjuiciado, en que el camión asegurado contra diversos riesgos, incluido el incendio, la cláusula litigiosa (exclusión de la cobertura de materiales transportados inflamables) fue aceptada por los transportistas tomadores del seguro, por lo que estima el recurso de la aseguradora.
La Sentencia de 26 febrero 1997 también afirma que toda cláusula que recorte el riesgo descrito inicialmente es limitativa, por lo que debe estar destacada y ser suscrita específicamente. En el caso, el tomador contrata un seguro de vida e invalidez estando ya en situación de incapacidad permanente total y reclama la indemnización establecida cuando se le declara incurso en una invalidez permanente absoluta, el Alto Tribunal rechaza la aplicación de la cláusula que excluye la cobertura cuando la invalidez se debe a enfermedad preexistente porque no cumple con los requisitos indicados, además de que el tomador fue sometido a un exhaustivo examen médico y a pesar de ello se autorizó la póliza.
La Sentencia de 14 junio 1997 estima el recurso de la aseguradora de la responsabilidad civil de una sociedad deportiva, reduciendo su cobertura de la indemnización por incapacidad temporal a abonar a una empleada de ésta a la cantidad correspondiente a 365 días porque la cláusula que limita la cobertura de esa contingencia al período indicado había sido expresamente aceptada; no entra en la cuestión que aquí estamos examinando, pero sí expresa que la razón de la validez de la cláusula litigiosa es que había sido aceptada expresamente.
La STS 4 julio 1997 rechaza la pretensión de la aseguradora de aplicar una cláusula delimitadora de la obligación indemnizatoria porque no fue destacada ni suscrita específicamente y entra en contradicción con las cláusulas particulares, sí firmadas; en concreto, se refiere a una condición general que, en un seguro de responsabilidad civil, limita la indemnización por daños producidos por agua al 10% de la cantidad asegurada en general.
La STS 3 noviembre 1997 sí admite la aplicación de la cláusula que excluye del concepto de tercero perjudicado en el seguro de responsabilidad civil del automóvil a los empleados de la sociedad anónima recurrente porque estaba correctamente destacada y había sido suscrita expresamente. Se trata de la acción de repetición que ejercita la aseguradora contra la sociedad anónima asegurada por las indemnizaciones que tuvo que abonar como consecuencia de un accidente de tráfico, cuando el conductor y demás ocupantes lesionados eran empleados del tomador.
La STS 28 mayo 1999 niega la validez de la cláusula de estilo que sigue a las cláusulas esenciales del contrato que dice que el tomador acepta las cláusulas limitativas que figuran en negrita porque para que éstas sean eficaces debe cumplirse escrupulosamente con lo previsto en el art. 3 LCS. Por consiguiente, tampoco admite la validez de la cláusula, que considera limitativa, que excluye la cobertura de los daños producidos a bienes ajenos depositados en el almacén propiedad del tomador, tratándose de un seguro combinado de diversos riesgos, incluyendo incendio y responsabilidad civil. Además, esa cláusula contradice otras principales que sí establecen la cobertura discutida.

2) Sentencias que admiten la validez de las cláusulas delimitadoras sin necesidad de cumplir con las exigencias del art. 3 LCS.

En cuanto a las Sentencias que admiten la categoría de cláusulas delimitadoras como distinta a la de cláusulas limitativas, no sujeta por lo tanto a la disciplina del art. 3 LCS, la STS de 7 marzo 1997 admite la validez de la limitación de la cuantía de la indemnización a satisfacer por la aseguradora, por el seguro de responsabilidad civil, a la cifra de diez millones de pesetas, cuando la obligación indemnizatoria a cargo del asegurado subía a veinte millones: obviamente, se trata de una estipulación principal del contrato, que el asegurado debió conocer y aceptar específicamente, y en función de la cual se establecería la prima.
La Sentencia de 5 junio 1997 admite la validez de la cláusula que limita la cobertura del seguro del automóvil, excluyendo la indemnización por el accidente sufrido en la extinta Yugoslavia, país no incluido en el territorio del Espacio Económico Europeo ni de los Estados adheridos al Convenio multilateral de garantía. Parece que cualquier conductor que salga al extranjero con su vehículo ha de saber que debe comprobar la validez territorial de su seguro, particularmente si el destino es un país de régimen tan peculiar como la extinta Yugoslavia.
Las Sentencias de 10 febrero 1998 y 3 marzo 1998 admiten la exclusión de cobertura del seguro de responsabilidad civil del automóvil cuando el vehículo asegurado se accidenta no circulando sino realizando faenas agrícolas. Obviamente, no se trata de un accidente sufrido en el ámbito de cobertura asegurado, sino de una actividad distinta, cubierta por otro tipo de contrato de seguro específico.

3) La cuestión proyectada sobre el concepto de tercero perjudicado en el seguro de responsabilidad civil.

La Sentencia que motiva este comentario y las dos citadas en ella admiten la validez de la cláusula que excluye del concepto de tercero a familiares próximos convivientes con el asegurado y a empleados del mismo, en el seguro de responsabilidad civil. Aunque una de ellas, la de 18 septiembre 1999, dice que la doctrina científica más generalizada sostiene que los empleados del asegurado no tienen la condición de terceros a efectos del seguro, salvo pacto en contrario, la cuestión está lejos de ser pacífica. Siguiendo a SÁNCHEZ CALERO, el «tercero» aparece mencionado en el art. 73 LCS como la persona a quien el asegurado debe indemnizar por el daño o perjuicio que le ha causado. Se trata, por lo tanto, de una persona ajena a la relación del seguro (de ahí esa denominación) y esa ajeneidad frente al asegurado es lo que caracteriza el seguro de responsabilidad civil frente a otros seguros de daños: se trata de evitar el perjuicio económico que produciría al asegurado la obligación de indemnizar a ese tercero. A través de los condicionados generales, e incluso en algún caso reglamentariamente, como ocurrió originariamente en el caso de los seguros obligatorios de responsabilidad civil o de caza, se excluyó de cobertura los daños a familiares; se justificaba esta exclusión porque trataba de evitar que se reclamase a la aseguradora una indemnización por parte de personas que no reclamarían directamente al asegurado por su relación con el mismo; e incluso por la dependencia económica de estas personas respecto al asegurado: aunque físicamente sean personas distintas, el daño económico sería del asegurado. CALZADA añade el riesgo de colusión entre el asegurado y su familiar o dependiente para lucrarse en perjuicio del asegurador. Sin embargo, aún siguiendo a SÁNCHEZ CALERO, esta exclusión de ciertas personas de la categoría de terceros ha de irse reduciendo (también BARRÓN entiende que la jurisprudencia más acertada es la que califica estas cláusulas como limitativas de derechos del asegurado, sin descartar que en algunos casos puedan ser incluso lesivas, y TAPIA dice que estas cláusulas han de ser interpretadas de forma restrictiva). De esta forma, ya en su momento la jurisprudencia corrigió el sentido del Reglamento del Seguro obligatorio del automóvil de 1964, y el actual sólo excluye los daños materiales de los familiares que vivan a sus expensas; y el Reglamento del seguro obligatorio de responsabilidad civil del cazador de 21 enero 1994 ya no establece exclusión alguna.
Examinados más detenidamente los hechos enjuiciados en las tres sentencias, llega a descubrirse la razón que está detrás de la desestimación de las pretensiones de los perjudicados o asegurados, según el caso. En la Sentencia de 16 mayo 2000, la fallecida es la madre de la esposa del tomador del seguro; el TS considera en buena lógica asegurados tanto al tomador como a la esposa, puesto que ambos son titulares del bien asegurado. Incluso sería discutible si la propia fallecida también lo era, pero esa alegación fue formulada por primera vez en el recurso de casación de la aseguradora, dando lugar a su obligado rechazo por extemporánea. Quienes reclaman a la aseguradora, ejercitando la acción directa, son la propia asegurada y sus tres hermanas, como herederas y, por lo tanto, perjudicadas por el fallecimiento. Obviamente, la asegurada no puede ser tercera perjudicada, por lo que la desestimación de su pretensión es obligada. En cuanto a las otras tres hermanas, la cuestión no es tan clara; puede recordarse el argumento de que se excluyen del concepto de terceros a personas que no reclamarían nunca directamente al asegurado, por lo que no existe merma patrimonial para éste; la cosa se hace más evidente al actuar todas las hermanas conjuntamente, incluida la asegurada, responsable directa del evento dañoso: quizás la conclusión hubiese sido distinta de haber actuado sólo las otras tres, puesto que el perjuicio por ellas sufrido es innegable y no hay razón que excluya que puedan reclamar a su cuñado, e incluso a su hermana (la práctica forense demuestra que, habiendo dinero por medio, incluso muy poco en ocasiones, los lazos familiares se desatan con sorprendente facilidad). Con mayor probabilidad aún, la Sentencia habría sido estimatoria si hubiesen dirigido su reclamación contra el tomador del seguro y después éste repitiera contra la aseguradora: habría quedado claro que se produjo el perjuicio patrimonial al asegurado, por lo que la repetición contra la aseguradora sería obligada, no parecería ya razonable admitir la exclusión de cobertura. Sin embargo, tal como se actuó, existe la impresión de que se trataba de aprovechar la circunstancia para lograr una indemnización que nunca se habría reclamado al tomador del seguro.
En cuanto a la Sentencia de 18 septiembre 1999, a la cláusula que excluye del concepto de terceros a los empleados se une el que el accidente se debió al incumplimiento grave de medidas de seguridad, también excluidas por una condición especial. Ha de tenerse en cuenta que aquí el asegurado es una sociedad anónima de dimensión relativamente grande, que se presume dispone de unos servicios jurídicos competentes y especializados en su ramo de actividad, por lo que debe conocer perfectamente en qué condiciones contrata sus seguros, qué cubren y qué se excluye, por lo que no puede verse sorprendida por la aplicación de las condiciones generales y especiales de la póliza. La cuestión de si los empleados pueden ser considerados terceros perjudicados se diluye cuando el tomador es una sociedad de cierta envergadura, que por su cualificación profesional debe considerarse plenamente responsable de cualquier cosa que firme; no puede acogerse a normas tuitivas del contratante débil cuando está en condiciones de negociar individualizadamente el contrato. Cosa distinta sería si el tomador fuera un pequeño comerciante o profesional: si se declara su responsabilidad por un siniestro en que resultasen lesionados sus empleados y debe indemnizarlos, en la situación actual del Derecho de la responsabilidad civil no se encuentra razón alguna para que se excluya la cobertura de este tipo de siniestros. Es claro que se produce un perjuicio económico al tomador que se corresponde exactamente con el tipo de seguro contratado y no concurre ninguna de las razones esgrimidas para excluir el resarcimiento del perjuicio por la aseguradora.
Por último, la Sentencia de 9 febrero 1994 contiene varias afirmaciones que se contradicen con la doctrina y jurisprudencia más acreditada en materia de condiciones generales de la contratación: acepta la validez de la cláusula de estilo que sigue a las cláusulas esenciales del contrato que dice que la tomadora acepta todas las cláusulas, incluso las limitativas, de la póliza; declaración ficticia hoy expresamente declarada abusiva por la Disposición adicional primera de la LDCU, nº 20, y que trata de eludir la previsión del art. 3 LCS en evidente fraude de ley, y que el propio Tribunal Supremo declaró ineficaz en la Sentencia de 28 mayo 1999 arriba comentada. También es errónea la afirmación de que las condiciones generales extendidas en el tráfico puedan llegar a constituir usos mercantiles. No expone cuál es la diferencia entre cláusulas limitativas y delimitadoras del riesgo, por lo que la afirmación de que la exclusión de la categoría de terceros a los familiares próximos con los que se conviva es una cláusula delimitadora carece de motivación. Y es que en este caso es dudoso que la exclusión sea acertada, ya que se reclama no sólo a la aseguradora sino también a la conductora responsable del accidente; incluso en el recurso de casación se interesa la revocación de la sentencia en cuanto absuelve a ésta y el TS accede a ello; por otro lado, aunque es posible que el padre de ambos implicados, conductora y menor lesionado, actuara en colusión con aquélla, su actitud procesal no lo demuestra; no se sabe si la conductora tiene independencia económica, aunque conviva en el hogar paterno, pero sí tiene vehículo propio; y, desde luego, su hermano lesionado no parece que dependa económicamente de ella. Aunque se trata de un caso límite, abierto a la polémica, parece que existen razones suficientes como para haber condenado a la aseguradora, máxime cuando el propio Tribunal Supremo, en Sentencia de 26 mayo 1989, había indicado que la exclusión de la cobertura de los familiares o empleados del seguro de responsabilidad civil del automóvil, aunque sea por vía del seguro de ocupantes, implica un desequilibrio de prestaciones.

4) Análisis conjunto: las expectativas razonables del asegurado.

El análisis conjunto del sentido último, más allá de su literalidad, de todas las sentencias citadas, de uno y otro signo, permiten llegar a la conclusión de que la contradicción entre los distintos pronunciamientos del Alto Tribunal aquí comentados es sólo aparente y existe un criterio subyacente, no expresado, pero perfectamente lógico y coherente (con la única excepción, entre las Sentencias comentadas, de la de 9 febrero 1994, por las razones expuestas). Puede sintetizarse en que, como regla general, cualquier condición general que restrinja los derechos que de la definición esencial del contrato se deriven para el asegurado será una cláusula limitativa a los efectos del art. 3 LCS. Así se deduce de las sentencias que expresamente dicen que las cláusulas limitadoras están sujetas a esa disciplina y de las muy numerosas que, sin entrar en la discusión sobre la categoría de las cláusulas delimitadoras, simplemente niegan la validez de las condiciones generales que el asegurador pretende hacer valer sin estar destacadas y suscritas específicamente.
Sin embargo, cuando esa restricción, aunque venga expresada en una condición general, sea coherente con el tipo de seguro contratado o, por las circunstancias del caso, el asegurado debiera contar con su existencia, se considera una cláusula delimitadora del riesgo cubierto, por lo que no precisa de unos formalismos específicos para su validez. No se trata de que a través de condiciones generales no conocidas o aceptadas por el adherente se pueda modificar en su perjuicio el alcance obligacional del contrato, sino, por el contrario, de que estas condiciones generales expresan algo ya implícito en el nomen iuris del contrato, en sus cláusulas esenciales, o conocido y asumido por el tomador de forma suficiente. La delimitación no se establece por primera vez en las condiciones generales, sino que ya está implícita, aunque sea de forma elíptica, en las cláusulas esenciales del contrato. La condición general no hace sino expresar, manifestar externamente, algo que ya estaba incorporado al contrato. No podía ser de otra forma: una condición general no conocida, no suscrita específicamente por el tomador, no es objeto de consentimiento contractual, no es apta para definir el contenido obligacional del contrato, máxime si restringe el pactado de forma expresa a través de las cláusulas esenciales de la póliza. Aceptar la eficacia de cualquier condición general delimitadora del riesgo cubierto aunque no hubiera sido suscrita y a pesar de que reduzca la cobertura expresada por las cláusulas esenciales de la póliza iría contra el sentido del art. 3 LCS y quebraría el paradigma contractual, porque daría lugar a la validez de cláusulas no conocidas ni aceptadas por los contratantes.
Así, se observa que el Tribunal Supremo declara la validez de las cláusulas delimitadoras de cobertura cuando la cuantía de la indemnización a abonar supera el límite expresamente acordado; o cuando el lugar en que ocurre el accidente está fuera del ámbito normal de cobertura que cualquier conductor puede esperar del seguro del automóvil; cuando la exclusión se refiere a un siniestro que no guarda relación con el tipo de seguro contratado (accidente agrícola cuando el seguro es del automóvil); cuando el tomador, en razón de su cualificación profesional, podía haber modificado el ámbito de cobertura y, en todo caso, debía conocer cuál era el suscrito (sociedad anónima que asegura su responsabilidad civil); o cuando la indemnización, en el seguro de responsabilidad civil, no se habría pedido en ningún caso al asegurado, por lo que el perjuicio económico a cubrir no existe (si bien este caso es más discutible, como expuse en su momento). Se observa que la cláusula litigiosa no hace más que reiterar lo expresamente pactado o que se corresponde con la naturaleza del seguro contratado, por lo que ciertamente no limita ningún derecho del asegurado.
Este criterio coincide con la teoría de la eficacia declarativa de las condiciones generales, elaborada por ALFARO y, yendo aún más lejos, con la de las expectativas razonables del asegurado, con origen en los Estados Unidos y que he expuesto en otro lugar.
Según esta última teoría, las condiciones generales de la contratación sólo serán válidas cuando constituyan un desarrollo lógico, conforme al art. 1.258 CC, del tipo contractual y de lo pactado, sea expresamente en las cláusulas esenciales del contrato o en cualquier otra forma; deberán tenerse en cuenta todas las circunstancias que rodeen a cada contrato, desde los tratos previos, la publicidad, los destinatarios de la oferta contractual del predisponente, las anteriores relaciones entre las partes, la situación del mercado, la condición personal del adherente, etc. En virtud del respeto a la apariencia creada a que obliga el principio de buena fe, el predisponente (en este campo, la aseguradora) se hace responsable de las expectativas razonables que el adherente se haya formado sobre el contenido obligacional del contrato. Toda limitación de derechos que quiera imponerle, o las nuevas cargas que le quiera añadir, además de estar suficientemente justificada por sí misma (que no sea abusiva, que obedezca a una causa legítima) y en relación con la situación del mercado (competencia, libertad para contratar o no hacerlo, posibilidad de acudir a otro competidor o de renunciar a contratar, información existente al respecto y facilidad de obtenerla, etc.), debe serle comunicada de forma adecuada previamente, informándole de sus consecuencias, para evitar que le sorprenda en el momento de su ejecución por haberse creado unas expectativas que pudieran verse defraudadas.
En los supuestos contemplados, ningún asegurado coherente puede defender que el seguro contratado le cubra por una cantidad superior a la concertada; o que el seguro del automóvil cubra un accidente que no es de circulación, sino que tiene cobertura específica en otro tipo de contrato; o que el mismo tipo de seguro le cubra un accidente en un país como la extinta Yugoslavia. Una sociedad anónima de dimensiones considerables no puede argumentar que no conocía la extensión de la cobertura del seguro que suscribió. Más espinosa es, como ya indiqué, la cuestión de si los familiares deben o no ser considerados como terceros perjudicados en el seguro de responsabilidad civil, puesto que existen argumentos para defender una cosa y la otra y si tal como se ejercitó la acción en el caso comentado su rechazo puede ser justificado, en otros casos quizá no lo estaría.COMENTARIO A LA STS 1ª 16 mayo 2000.
CLÁUSULAS DELIMITADORAS DEL RIESGO, CONSENTIMIENTO CONTRACTUAL Y EXPECTATIVAS RAZONABLES DEL ASEGURADO.

Una de las cuestiones más debatidas en sede jurisprudencial y por doctrinal en relación con los contratos de seguro es la de la distinción entre las cláusulas limitativas de los derechos del asegurado y las delimitadoras del riesgo cubierto, con varios frentes de discusión. En primer lugar, si esta segunda categoría existe o no; en segundo lugar, suponiendo que exista, si le es aplicable el régimen que el art. 3 LCS establece para las cláusulas limitativas de derechos.

Así, mientras un gran número de Sentencias aplica indiscriminadamente el precepto citado sin mencionar la polémica apuntada, estimando la pretensión del asegurado de que es ineficaz por no estar destacada ni haber sido expresamente suscrita, pese a que las aseguradoras suelen centrar su defensa en la alegación de que la cláusula litigiosa era delimitadora del riesgo, otras sí dan la razón a las aseguradoras y proclaman que en ese caso no era necesaria la suscripción específica. La Sentencia que motiva estas reflexiones se incardina en esta segunda línea; a través del análisis del supuesto enjuiciado, de sus fundamentos jurídicos y de los antecedentes jurisprudenciales que cita, además de otros recientes, se tratará de averiguar si el Tribunal Supremo tiene un criterio uniforme, oculto tras la apariencia contradictoria de sus pronunciamientos, o si estamos ante un caso más de jurisprudencia dispar, errática, en perjuicio de la seguridad jurídica.

I.- El supuesto de hecho de la sentencia.

Los cuatro hijos de D.ª Aurora demandan a la aseguradora en reclamación de una indemnización de daños y perjuicios por la muerte de su madre en un incendio producido en el domicilio de D. Pedro. Éste era el esposo de una de las demandantes y tomador del seguro «Multirriesgo del Hogar» que fundamenta la demanda.
La aseguradora recurre en casación el fallo estimatorio de la demanda, afirmando que la fallecida estaba excluida de la cobertura de la póliza por aplicación de distintas condiciones generales, bien por ser ella misma asegurada, como ocupante del piso, bien por ser ascendiente de la asegurada, la esposa del tomador del seguro y copropietaria del piso. La primera alegación es rechazada por el TS por ser cuestión nueva, no planteada en la instancia.
Es la segunda alegación la que ocupa la atención del Alto Tribunal, que expone que la cuestión se centra en interpretar la cláusula que excluye de la condición de terceros a los familiares próximos del tomador del seguro y asegurado, calificada como limitativa por la Audiencia Provincial, y si cumple con la exigencia de claridad y precisión que impone el art. 3 LCS, porque cualquier oscuridad habrá de ser interpretada contra el asegurador, conforme al art. 1.288 CC. Razona que la esposa debe considerarse asegurada, como cotitular del interés asegurado, es decir, la responsabilidad civil del propietario del inmueble, que la Sala equipara al ocupante. Como la fallecida es su madre, se aplica la cláusula que excluye de la condición de terceros a los ascendientes, cláusula que la Sentencia entiende que limita objetivamente el riesgo y no es, por lo tanto, limitativa de derechos, calificación que no justifica más que por remisión a dos sentencias anteriores de la propia Sala, de 9 febrero 1994 y 18 septiembre 1999.

II.- Los antecedentes jurisprudenciales citados.

1) La STS 1ª 9 febrero 1994.

Esta Sentencia examina el siguiente caso: la propietaria de un vehículo sufre un accidente en el que resulta seriamente lesionado su hermano menor de edad. Éste reclama, inicialmente por interposición de su padre, cumplida la mayoría de edad por sí mismo, a la compañía aseguradora del vehículo la indemnización que le correspondería por el tiempo de baja y secuelas. La conductora tenía contratado, con el seguro obligatorio, el de ocupantes y el voluntario. En ambas instancias se absuelve a la conductora y se condena a la aseguradora a indemnizar con cargo al seguro obligatorio y al de ocupantes, pero no con cargo al voluntario porque la condición general nº 31 excluye de su cobertura a los parientes hasta el tercer grado que convivan con el asegurado, cláusula cuya validez acepta la Sala por entender suficiente el consentimiento manifestado por la cláusula de estilo incluida en el documento en que se formalizó el contrato que dice que se conviene para ser cumplido de buena fe y son específicamente aceptadas todas las cláusulas, incluso las limitativas, en cuanto no se opongan a la LCS; añade que en ningún momento se planteó por el demandante cuestión sobre la no aceptación de cualquier cláusula; que el clausulado no limita derechos de la asegurada sino que delimita el riesgo asumido, aunque no explica por qué. E indica que las condiciones generales que alcancen gran difusión llegan a originar usos normativos, asumiendo la teoría normativista de J. GARRIGUES que fue acertadamente desacreditada por F. DE CASTRO en una brillante exposición asumida por la generalidad de la doctrina y la jurisprudencia, con excepción justamente de esta Sentencia.

STS 1ª 18 septiembre 1999.

El caso enjuiciado puede resumirse como sigue: los herederos de un minero que fallece en accidente laboral obtienen una indemnización de la empresa empleadora al haberse demostrado que el accidente se debió a falta de medidas de seguridad. La empresa reclama a su aseguradora de la responsabilidad civil que le reintegre el importe de la indemnización. La Sala estima el recurso interpuesto por ésta al entender que la cláusula que excluye del concepto de tercero a los empleados es delimitadora del riesgo y no limitativa de derechos, por lo que no es preciso que cumpla con los requisitos formales del art. 3 LCS. Para sostener tal conclusión se apoya en la afirmación de que la doctrina mayoritaria sostiene que los empleados, lo mismo que los parientes próximos, del asegurado no son terceros a efectos de la cobertura del seguro de responsabilidad civil. Por otro lado, también existe una cláusula “especial” que excluye de la cobertura los siniestros debidos a falta de medidas de seguridad, que la Sala también califica de delimitadora del riesgo. Y hace mención a una línea jurisprudencial que diferencia entre cláusulas delimitadoras y cláusulas limitativas del riesgo para mantener la validez de las primeras aunque no estén destacadas ni hayan sido expresamente suscritas, aunque no explica cuándo cada cláusula en concreto habrá de ser incluida en una u otra categoría.

III.- Cláusulas limitativas y delimitadoras: concepto y diferencias.

Las cláusulas limitativas aparecen mencionadas en el art. 3 LCS, junto con las lesivas, aunque no definidas. Habrá que entender que las lesivas son las que los arts. 10 y 10 bis LDCU califican como abusivas.
Por contraste, limitativas serán las que restrinjan o excluyan algún derecho que, sin su existencia, tendría el asegurado, o que le impongan una obligación que de otra forma no tendría, aunque sin llegar a ser abusivas.
Las cláusulas delimitadoras del riesgo, sin embargo, no son mencionadas en la LCS, sino que son una creación de un sector de la doctrina y la jurisprudencia. Serían cláusulas que precisan el objeto del contrato mediante la determinación del riesgo, del aleas cubierto; precisan el alcance de la obligación del asegurador de dar cobertura al asegurado describiendo el hecho causante de la deuda resarcitoria a cargo del primero y en favor del segundo.
Puesto que nos encontramos ante contratos de adhesión, en que se utilizan condiciones generales de la contratación innegociables, a las que el asegurado no tiene más opción que someterse en bloque o no contratar (a menudo ni siquiera tiene la opción de no contratar: en todos los casos en que el aseguramiento es obligatorio por imposición legal o de hecho), parece que toda cláusula que empeore la posición del adherente habría de calificarse de abusiva, lesiva en la terminología de la LCS, salvo que el asegurador justificase adecuadamente su procedencia. Sin embargo, la peculiaridad de los contratos de seguro (las primas se han de determinar por cálculos actuariales, lo que garantiza un cierto equilibrio contractual; la propia viabilidad del negocio asegurador exige que se excluya la cobertura de ciertos riesgos) permiten que determinadas cláusulas de este sentido sean válidas siempre que el asegurado las haya conocido y expresado su asentimiento. Ésta es la razón de que el art. 3 LCS exija que esas cláusulas se destaquen y sean suscritas específicamente: sólo así se garantiza la lógica contractual de que se incorpora al contenido normativo del negocio aquello que primero es conocido y después aceptado.
En cuanto a las cláusulas delimitadoras del riesgo, los autores que defienden su diferencia de las anteriores sostienen que no limitan derechos del asegurado porque lo que hacen es definirlos: hasta que no estén bien determinados no tiene derecho alguno que limitar, por razones lógicas y cronológicas; las cláusulas delimitadoras corresponderían a una primera fase de atribución de derechos al asegurado, con la correlativa imposición de obligaciones al asegurador, y las limitativas se encuadran en una segunda fase, restringiendo los derechos recién definidos. Se añade que el consentimiento contractual recae sobre los elementos esenciales del contrato, es decir, sobre esa atribución de derechos realizada por las cláusulas delimitadoras, por lo que sería reiterativo exigir nuevos formalismos para expresar el acuerdo alcanzado. Si efectivamente las cláusulas delimitadoras son las que precisan el contenido del contrato y sobre ellas recae específicamente el consentimiento contractual, no es necesario que ello se haga en forma especial. Bastará, como expone la sentencia comentada, con que esa delimitación está redactada con claridad y precisión.

IV.- Cláusulas delimitadoras, condiciones generales y consentimiento contractual.

Sin embargo, la última afirmación realizada entra en contradicción con la práctica negocial: las delimitaciones del riesgo no son objeto de ninguna manifestación de voluntad por parte del asegurado porque no las conoce, ya que se encuentran ocultas en el condicionado general del contrato, que habitualmente es un folleto de cierto grosor y lectura muy compleja que no se entrega al tomador hasta que ha firmado el contrato. Así lo demuestran los propios supuestos examinados en las Sentencias citadas: la comentada de 16 mayo 2000 se refiere al art. 3,1,1 b) de las condiciones generales de la póliza; la de 9 febrero 1994 al art. 31 también de su condicionado general; y la de 18 septiembre 1999 a la condición general segunda e), además de la última de las condiciones especiales.
Cuando la doctrina define las cláusulas delimitadoras en la forma indicada parece que se refiere a las que figuran en el documento principal del contrato, aquél que recoge los datos identificadores de las partes, el objeto asegurado, la prima, el riesgo cubierto: es eso lo que conoce el tomador y lo que consiente expresamente y es en ese momento cuando se le atribuyen los derechos que el contrato le confiere. Pero los casos litigiosos surgen de las delimitaciones de riesgo contenidas en los condicionados generales, que no son conocidas por los tomadores al tiempo de suscribir el contrato.
Precisamente por ello, el art. 3 LCS establece unos mecanismos que tratan de evitar que el asegurado se vea sorprendido por una “delimitación del riesgo” (o cualquier otra cuestión de todo el abanico de derechos y obligaciones recíprocos, pero aquél será el supuesto más frecuente) demasiado estrecha en el condicionado general. Cuando el legislador estableció la disciplina de las cláusulas limitativas en el repetido art. 3 LCS, sin duda estaba pensando en la delimitación del riesgo: es posible restringir el ámbito de cobertura que cabría deducir de la amplia definición que suele recogerse en el documento principal del contrato porque ello ha de conllevar una reducción de la póliza, pero siempre que se haga con el conocimiento y consentimiento del asegurado; de otra manera, se vería sorprendido por una falta de cobertura con la que no contaba, sin que la mera reducción de la prima pagada legitime esa situación porque bien puede obedecer al juego de la competencia, a que la compañía con la que se contrata opere con menores costes o menor margen de beneficio…
Si se admite que las cláusulas delimitadoras tienen plena autonomía conceptual frente a las limitativas y que son válidas sin necesidad de que cumplan con los requisitos que el art. 3 LCS impone a éstas se llegaría al absurdo de exigir mayores garantías formales para las cláusulas de menor transcendencia jurídico-económica que para las más relevantes. Las delimitadoras del riesgo serían válidas en todo caso, sin necesidad de que recayese un consentimiento contractual sobre ellas, con lo que todo lo legislado sobre el control de las condiciones generales de la contratación quedaría sin sentido en este campo, en que podrían recobrar vigencia las teorías normativistas que se referían al poder cuasireglamentario de quienes utilizan formularios uniformes.
De hecho, muchos de los autores que defienden la distinción entre cláusulas limitativas y delimitadoras después la matizan al afirmar que cuando éstas últimas delimitan el riesgo en forma no frecuente o usual constituyen de hecho una limitación de derechos; o que las delimitadoras son limitativas, aunque también hay cláusulas limitativas que no delimitan el riesgo o que las cláusulas limitativas más frecuentes son las delimitadoras del riesgo.

V.- La postura del Tribunal Supremo: expectativas razonables del asegurado.

La postura del Tribunal Supremo respecto a si las cláusulas delimitadoras del riesgo son algo distinto de las limitativas de derechos, a si es necesario que se sometan o no al régimen del art. 3 LCS es un tanto confusa. Se puede comprobar que la Sala 2ª unánimemente viene entendiendo que sí están sometidas a ese régimen, mientras que la Sala 1ª ha pronunciado sentencias en uno y otro sentido. Parece que la postura mayoritaria es la favorable a someterlas al mismo régimen que las limitativas, aunque en muchos casos sin hacer alusión expresa a la cuestión, simplemente concediendo validez a la cláusula litigiosa si cumple con los requisitos legales expresados y negándosela cuando no es así. Cabe citar, entre las Sentencias más recientes, las de 24 febrero 1997, 26 febrero 1997, 14 junio 1997, 4 julio 1997, 3 noviembre 1997 y 28 mayo 1999.
La postura favorable a la distinción entre ambos tipos de cláusulas se mantiene en las Sentencias objeto de este comentario y en otras como, citando sólo las más recientes, las de 7 marzo 1997, 5 junio 1997, 10 febrero 1998 y 3 marzo 1998. En ninguna de ellas se expone un criterio que permita dilucidar cuándo nos encontramos ante un tipo u otro de cláusulas, la Sala se limita a aplicar el resultado que corresponda, lo que obliga a realizar un análisis de todas las sentencias dictadas sobre esta materia para tratar de llegar a alguna conclusión.

1) Sentencias que otorgan a las cláusulas delimitadoras del riesgo el tratamiento de cláusulas limitativas.

La STS 24 febrero 1997 expresamente indica, con cita de Sentencias anteriores, que las delimitadoras deben sujetarse a las prescripciones del art. 3 LCS; sin embargo, en el caso enjuiciado, en que el camión asegurado contra diversos riesgos, incluido el incendio, la cláusula litigiosa (exclusión de la cobertura de materiales transportados inflamables) fue aceptada por los transportistas tomadores del seguro, por lo que estima el recurso de la aseguradora.
La Sentencia de 26 febrero 1997 también afirma que toda cláusula que recorte el riesgo descrito inicialmente es limitativa, por lo que debe estar destacada y ser suscrita específicamente. En el caso, el tomador contrata un seguro de vida e invalidez estando ya en situación de incapacidad permanente total y reclama la indemnización establecida cuando se le declara incurso en una invalidez permanente absoluta, el Alto Tribunal rechaza la aplicación de la cláusula que excluye la cobertura cuando la invalidez se debe a enfermedad preexistente porque no cumple con los requisitos indicados, además de que el tomador fue sometido a un exhaustivo examen médico y a pesar de ello se autorizó la póliza.
La Sentencia de 14 junio 1997 estima el recurso de la aseguradora de la responsabilidad civil de una sociedad deportiva, reduciendo su cobertura de la indemnización por incapacidad temporal a abonar a una empleada de ésta a la cantidad correspondiente a 365 días porque la cláusula que limita la cobertura de esa contingencia al período indicado había sido expresamente aceptada; no entra en la cuestión que aquí estamos examinando, pero sí expresa que la razón de la validez de la cláusula litigiosa es que había sido aceptada expresamente.
La STS 4 julio 1997 rechaza la pretensión de la aseguradora de aplicar una cláusula delimitadora de la obligación indemnizatoria porque no fue destacada ni suscrita específicamente y entra en contradicción con las cláusulas particulares, sí firmadas; en concreto, se refiere a una condición general que, en un seguro de responsabilidad civil, limita la indemnización por daños producidos por agua al 10% de la cantidad asegurada en general.
La STS 3 noviembre 1997 sí admite la aplicación de la cláusula que excluye del concepto de tercero perjudicado en el seguro de responsabilidad civil del automóvil a los empleados de la sociedad anónima recurrente porque estaba correctamente destacada y había sido suscrita expresamente. Se trata de la acción de repetición que ejercita la aseguradora contra la sociedad anónima asegurada por las indemnizaciones que tuvo que abonar como consecuencia de un accidente de tráfico, cuando el conductor y demás ocupantes lesionados eran empleados del tomador.
La STS 28 mayo 1999 niega la validez de la cláusula de estilo que sigue a las cláusulas esenciales del contrato que dice que el tomador acepta las cláusulas limitativas que figuran en negrita porque para que éstas sean eficaces debe cumplirse escrupulosamente con lo previsto en el art. 3 LCS. Por consiguiente, tampoco admite la validez de la cláusula, que considera limitativa, que excluye la cobertura de los daños producidos a bienes ajenos depositados en el almacén propiedad del tomador, tratándose de un seguro combinado de diversos riesgos, incluyendo incendio y responsabilidad civil. Además, esa cláusula contradice otras principales que sí establecen la cobertura discutida.

2) Sentencias que admiten la validez de las cláusulas delimitadoras sin necesidad de cumplir con las exigencias del art. 3 LCS.

En cuanto a las Sentencias que admiten la categoría de cláusulas delimitadoras como distinta a la de cláusulas limitativas, no sujeta por lo tanto a la disciplina del art. 3 LCS, la STS de 7 marzo 1997 admite la validez de la limitación de la cuantía de la indemnización a satisfacer por la aseguradora, por el seguro de responsabilidad civil, a la cifra de diez millones de pesetas, cuando la obligación indemnizatoria a cargo del asegurado subía a veinte millones: obviamente, se trata de una estipulación principal del contrato, que el asegurado debió conocer y aceptar específicamente, y en función de la cual se establecería la prima.
La Sentencia de 5 junio 1997 admite la validez de la cláusula que limita la cobertura del seguro del automóvil, excluyendo la indemnización por el accidente sufrido en la extinta Yugoslavia, país no incluido en el territorio del Espacio Económico Europeo ni de los Estados adheridos al Convenio multilateral de garantía. Parece que cualquier conductor que salga al extranjero con su vehículo ha de saber que debe comprobar la validez territorial de su seguro, particularmente si el destino es un país de régimen tan peculiar como la extinta Yugoslavia.
Las Sentencias de 10 febrero 1998 y 3 marzo 1998 admiten la exclusión de cobertura del seguro de responsabilidad civil del automóvil cuando el vehículo asegurado se accidenta no circulando sino realizando faenas agrícolas. Obviamente, no se trata de un accidente sufrido en el ámbito de cobertura asegurado, sino de una actividad distinta, cubierta por otro tipo de contrato de seguro específico.

3) La cuestión proyectada sobre el concepto de tercero perjudicado en el seguro de responsabilidad civil.

La Sentencia que motiva este comentario y las dos citadas en ella admiten la validez de la cláusula que excluye del concepto de tercero a familiares próximos convivientes con el asegurado y a empleados del mismo, en el seguro de responsabilidad civil. Aunque una de ellas, la de 18 septiembre 1999, dice que la doctrina científica más generalizada sostiene que los empleados del asegurado no tienen la condición de terceros a efectos del seguro, salvo pacto en contrario, la cuestión está lejos de ser pacífica. Siguiendo a SÁNCHEZ CALERO, el «tercero» aparece mencionado en el art. 73 LCS como la persona a quien el asegurado debe indemnizar por el daño o perjuicio que le ha causado. Se trata, por lo tanto, de una persona ajena a la relación del seguro (de ahí esa denominación) y esa ajeneidad frente al asegurado es lo que caracteriza el seguro de responsabilidad civil frente a otros seguros de daños: se trata de evitar el perjuicio económico que produciría al asegurado la obligación de indemnizar a ese tercero. A través de los condicionados generales, e incluso en algún caso reglamentariamente, como ocurrió originariamente en el caso de los seguros obligatorios de responsabilidad civil o de caza, se excluyó de cobertura los daños a familiares; se justificaba esta exclusión porque trataba de evitar que se reclamase a la aseguradora una indemnización por parte de personas que no reclamarían directamente al asegurado por su relación con el mismo; e incluso por la dependencia económica de estas personas respecto al asegurado: aunque físicamente sean personas distintas, el daño económico sería del asegurado. CALZADA añade el riesgo de colusión entre el asegurado y su familiar o dependiente para lucrarse en perjuicio del asegurador. Sin embargo, aún siguiendo a SÁNCHEZ CALERO, esta exclusión de ciertas personas de la categoría de terceros ha de irse reduciendo (también BARRÓN entiende que la jurisprudencia más acertada es la que califica estas cláusulas como limitativas de derechos del asegurado, sin descartar que en algunos casos puedan ser incluso lesivas, y TAPIA dice que estas cláusulas han de ser interpretadas de forma restrictiva). De esta forma, ya en su momento la jurisprudencia corrigió el sentido del Reglamento del Seguro obligatorio del automóvil de 1964, y el actual sólo excluye los daños materiales de los familiares que vivan a sus expensas; y el Reglamento del seguro obligatorio de responsabilidad civil del cazador de 21 enero 1994 ya no establece exclusión alguna.
Examinados más detenidamente los hechos enjuiciados en las tres sentencias, llega a descubrirse la razón que está detrás de la desestimación de las pretensiones de los perjudicados o asegurados, según el caso. En la Sentencia de 16 mayo 2000, la fallecida es la madre de la esposa del tomador del seguro; el TS considera en buena lógica asegurados tanto al tomador como a la esposa, puesto que ambos son titulares del bien asegurado. Incluso sería discutible si la propia fallecida también lo era, pero esa alegación fue formulada por primera vez en el recurso de casación de la aseguradora, dando lugar a su obligado rechazo por extemporánea. Quienes reclaman a la aseguradora, ejercitando la acción directa, son la propia asegurada y sus tres hermanas, como herederas y, por lo tanto, perjudicadas por el fallecimiento. Obviamente, la asegurada no puede ser tercera perjudicada, por lo que la desestimación de su pretensión es obligada. En cuanto a las otras tres hermanas, la cuestión no es tan clara; puede recordarse el argumento de que se excluyen del concepto de terceros a personas que no reclamarían nunca directamente al asegurado, por lo que no existe merma patrimonial para éste; la cosa se hace más evidente al actuar todas las hermanas conjuntamente, incluida la asegurada, responsable directa del evento dañoso: quizás la conclusión hubiese sido distinta de haber actuado sólo las otras tres, puesto que el perjuicio por ellas sufrido es innegable y no hay razón que excluya que puedan reclamar a su cuñado, e incluso a su hermana (la práctica forense demuestra que, habiendo dinero por medio, incluso muy poco en ocasiones, los lazos familiares se desatan con sorprendente facilidad). Con mayor probabilidad aún, la Sentencia habría sido estimatoria si hubiesen dirigido su reclamación contra el tomador del seguro y después éste repitiera contra la aseguradora: habría quedado claro que se produjo el perjuicio patrimonial al asegurado, por lo que la repetición contra la aseguradora sería obligada, no parecería ya razonable admitir la exclusión de cobertura. Sin embargo, tal como se actuó, existe la impresión de que se trataba de aprovechar la circunstancia para lograr una indemnización que nunca se habría reclamado al tomador del seguro.
En cuanto a la Sentencia de 18 septiembre 1999, a la cláusula que excluye del concepto de terceros a los empleados se une el que el accidente se debió al incumplimiento grave de medidas de seguridad, también excluidas por una condición especial. Ha de tenerse en cuenta que aquí el asegurado es una sociedad anónima de dimensión relativamente grande, que se presume dispone de unos servicios jurídicos competentes y especializados en su ramo de actividad, por lo que debe conocer perfectamente en qué condiciones contrata sus seguros, qué cubren y qué se excluye, por lo que no puede verse sorprendida por la aplicación de las condiciones generales y especiales de la póliza. La cuestión de si los empleados pueden ser considerados terceros perjudicados se diluye cuando el tomador es una sociedad de cierta envergadura, que por su cualificación profesional debe considerarse plenamente responsable de cualquier cosa que firme; no puede acogerse a normas tuitivas del contratante débil cuando está en condiciones de negociar individualizadamente el contrato. Cosa distinta sería si el tomador fuera un pequeño comerciante o profesional: si se declara su responsabilidad por un siniestro en que resultasen lesionados sus empleados y debe indemnizarlos, en la situación actual del Derecho de la responsabilidad civil no se encuentra razón alguna para que se excluya la cobertura de este tipo de siniestros. Es claro que se produce un perjuicio económico al tomador que se corresponde exactamente con el tipo de seguro contratado y no concurre ninguna de las razones esgrimidas para excluir el resarcimiento del perjuicio por la aseguradora.
Por último, la Sentencia de 9 febrero 1994 contiene varias afirmaciones que se contradicen con la doctrina y jurisprudencia más acreditada en materia de condiciones generales de la contratación: acepta la validez de la cláusula de estilo que sigue a las cláusulas esenciales del contrato que dice que la tomadora acepta todas las cláusulas, incluso las limitativas, de la póliza; declaración ficticia hoy expresamente declarada abusiva por la Disposición adicional primera de la LDCU, nº 20, y que trata de eludir la previsión del art. 3 LCS en evidente fraude de ley, y que el propio Tribunal Supremo declaró ineficaz en la Sentencia de 28 mayo 1999 arriba comentada. También es errónea la afirmación de que las condiciones generales extendidas en el tráfico puedan llegar a constituir usos mercantiles. No expone cuál es la diferencia entre cláusulas limitativas y delimitadoras del riesgo, por lo que la afirmación de que la exclusión de la categoría de terceros a los familiares próximos con los que se conviva es una cláusula delimitadora carece de motivación. Y es que en este caso es dudoso que la exclusión sea acertada, ya que se reclama no sólo a la aseguradora sino también a la conductora responsable del accidente; incluso en el recurso de casación se interesa la revocación de la sentencia en cuanto absuelve a ésta y el TS accede a ello; por otro lado, aunque es posible que el padre de ambos implicados, conductora y menor lesionado, actuara en colusión con aquélla, su actitud procesal no lo demuestra; no se sabe si la conductora tiene independencia económica, aunque conviva en el hogar paterno, pero sí tiene vehículo propio; y, desde luego, su hermano lesionado no parece que dependa económicamente de ella. Aunque se trata de un caso límite, abierto a la polémica, parece que existen razones suficientes como para haber condenado a la aseguradora, máxime cuando el propio Tribunal Supremo, en Sentencia de 26 mayo 1989, había indicado que la exclusión de la cobertura de los familiares o empleados del seguro de responsabilidad civil del automóvil, aunque sea por vía del seguro de ocupantes, implica un desequilibrio de prestaciones.

4) Análisis conjunto: las expectativas razonables del asegurado.

El análisis conjunto del sentido último, más allá de su literalidad, de todas las sentencias citadas, de uno y otro signo, permiten llegar a la conclusión de que la contradicción entre los distintos pronunciamientos del Alto Tribunal aquí comentados es sólo aparente y existe un criterio subyacente, no expresado, pero perfectamente lógico y coherente (con la única excepción, entre las Sentencias comentadas, de la de 9 febrero 1994, por las razones expuestas). Puede sintetizarse en que, como regla general, cualquier condición general que restrinja los derechos que de la definición esencial del contrato se deriven para el asegurado será una cláusula limitativa a los efectos del art. 3 LCS. Así se deduce de las sentencias que expresamente dicen que las cláusulas limitadoras están sujetas a esa disciplina y de las muy numerosas que, sin entrar en la discusión sobre la categoría de las cláusulas delimitadoras, simplemente niegan la validez de las condiciones generales que el asegurador pretende hacer valer sin estar destacadas y suscritas específicamente.
Sin embargo, cuando esa restricción, aunque venga expresada en una condición general, sea coherente con el tipo de seguro contratado o, por las circunstancias del caso, el asegurado debiera contar con su existencia, se considera una cláusula delimitadora del riesgo cubierto, por lo que no precisa de unos formalismos específicos para su validez. No se trata de que a través de condiciones generales no conocidas o aceptadas por el adherente se pueda modificar en su perjuicio el alcance obligacional del contrato, sino, por el contrario, de que estas condiciones generales expresan algo ya implícito en el nomen iuris del contrato, en sus cláusulas esenciales, o conocido y asumido por el tomador de forma suficiente. La delimitación no se establece por primera vez en las condiciones generales, sino que ya está implícita, aunque sea de forma elíptica, en las cláusulas esenciales del contrato. La condición general no hace sino expresar, manifestar externamente, algo que ya estaba incorporado al contrato. No podía ser de otra forma: una condición general no conocida, no suscrita específicamente por el tomador, no es objeto de consentimiento contractual, no es apta para definir el contenido obligacional del contrato, máxime si restringe el pactado de forma expresa a través de las cláusulas esenciales de la póliza. Aceptar la eficacia de cualquier condición general delimitadora del riesgo cubierto aunque no hubiera sido suscrita y a pesar de que reduzca la cobertura expresada por las cláusulas esenciales de la póliza iría contra el sentido del art. 3 LCS y quebraría el paradigma contractual, porque daría lugar a la validez de cláusulas no conocidas ni aceptadas por los contratantes.
Así, se observa que el Tribunal Supremo declara la validez de las cláusulas delimitadoras de cobertura cuando la cuantía de la indemnización a abonar supera el límite expresamente acordado; o cuando el lugar en que ocurre el accidente está fuera del ámbito normal de cobertura que cualquier conductor puede esperar del seguro del automóvil; cuando la exclusión se refiere a un siniestro que no guarda relación con el tipo de seguro contratado (accidente agrícola cuando el seguro es del automóvil); cuando el tomador, en razón de su cualificación profesional, podía haber modificado el ámbito de cobertura y, en todo caso, debía conocer cuál era el suscrito (sociedad anónima que asegura su responsabilidad civil); o cuando la indemnización, en el seguro de responsabilidad civil, no se habría pedido en ningún caso al asegurado, por lo que el perjuicio económico a cubrir no existe (si bien este caso es más discutible, como expuse en su momento). Se observa que la cláusula litigiosa no hace más que reiterar lo expresamente pactado o que se corresponde con la naturaleza del seguro contratado, por lo que ciertamente no limita ningún derecho del asegurado.
Este criterio coincide con la teoría de la eficacia declarativa de las condiciones generales, elaborada por ALFARO y, yendo aún más lejos, con la de las expectativas razonables del asegurado, con origen en los Estados Unidos y que he expuesto en otro lugar.
Según esta última teoría, las condiciones generales de la contratación sólo serán válidas cuando constituyan un desarrollo lógico, conforme al art. 1.258 CC, del tipo contractual y de lo pactado, sea expresamente en las cláusulas esenciales del contrato o en cualquier otra forma; deberán tenerse en cuenta todas las circunstancias que rodeen a cada contrato, desde los tratos previos, la publicidad, los destinatarios de la oferta contractual del predisponente, las anteriores relaciones entre las partes, la situación del mercado, la condición personal del adherente, etc. En virtud del respeto a la apariencia creada a que obliga el principio de buena fe, el predisponente (en este campo, la aseguradora) se hace responsable de las expectativas razonables que el adherente se haya formado sobre el contenido obligacional del contrato. Toda limitación de derechos que quiera imponerle, o las nuevas cargas que le quiera añadir, además de estar suficientemente justificada por sí misma (que no sea abusiva, que obedezca a una causa legítima) y en relación con la situación del mercado (competencia, libertad para contratar o no hacerlo, posibilidad de acudir a otro competidor o de renunciar a contratar, información existente al respecto y facilidad de obtenerla, etc.), debe serle comunicada de forma adecuada previamente, informándole de sus consecuencias, para evitar que le sorprenda en el momento de su ejecución por haberse creado unas expectativas que pudieran verse defraudadas.
En los supuestos contemplados, ningún asegurado coherente puede defender que el seguro contratado le cubra por una cantidad superior a la concertada; o que el seguro del automóvil cubra un accidente que no es de circulación, sino que tiene cobertura específica en otro tipo de contrato; o que el mismo tipo de seguro le cubra un accidente en un país como la extinta Yugoslavia. Una sociedad anónima de dimensiones considerables no puede argumentar que no conocía la extensión de la cobertura del seguro que suscribió. Más espinosa es, como ya indiqué, la cuestión de si los familiares deben o no ser considerados como terceros perjudicados en el seguro de responsabilidad civil, puesto que existen argumentos para defender una cosa y la otra y si tal como se ejercitó la acción en el caso comentado su rechazo puede ser justificado, en otros casos quizá no lo estaría.to equilibrio contractual; la propia viabilidad del negocio asegurador exige que se excluya la cobertura de ciertos riesgos) permiten que determinadas cláusulas de este sentido sean válidas siempre que el asegurado las haya conocido y expresado su asentimiento. Ésta es la razón de que el art. 3 LCS exija que esas cláusulas se destaquen y sean suscritas específicamente: sólo así se garantiza la lógica contractual de que se incorpora al contenido normativo del negocio aquello que primero es conocido y después aceptado.
En cuanto a las cláusulas delimitadoras del riesgo, los autores que defienden su diferencia de las anteriores sostienen que no limitan derechos del asegurado porque lo que hacen es definirlos: hasta que no estén bien determinados no tiene derecho alguno que limitar, por razones lógicas y cronológicas; las cláusulas delimitadoras corresponderían a una primera fase de atribución de derechos al asegurado, con la correlativa imposición de obligaciones al asegurador, y las limitativas se encuadran en una segunda fase, restringiendo los derechos recién definidos. Se añade que el consentimiento contractual recae sobre los elementos esenciales del contrato, es decir, sobre esa atribución de derechos realizada por las cláusulas delimitadoras, por lo que sería reiterativo exigir nuevos formalismos para expresar el acuerdo alcanzado. Si efectivamente las cláusulas delimitadoras son las que precisan el contenido del contrato y sobre ellas recae específicamente el consentimiento contractual, no es necesario que ello se haga en forma especial. Bastará, como expone la sentencia comentada, con que esa delimitación está redactada con claridad y precisión.

IV.- Cláusulas delimitadoras, condiciones generales y consentimiento contractual.

Sin embargo, la última afirmación realizada entra en contradicción con la práctica negocial: las delimitaciones del riesgo no son objeto de ninguna manifestación de voluntad por parte del asegurado porque no las conoce, ya que se encuentran ocultas en el condicionado general del contrato, que habitualmente es un folleto de cierto grosor y lectura muy compleja que no se entrega al tomador hasta que ha firmado el contrato. Así lo demuestran los propios supuestos examinados en las Sentencias citadas: la comentada de 16 mayo 2000 se refiere al art. 3,1,1 b) de las condiciones generales de la póliza; la de 9 febrero 1994 al art. 31 también de su condicionado general; y la de 18 septiembre 1999 a la condición general segunda e), además de la última de las condiciones especiales.
Cuando la doctrina define las cláusulas delimitadoras en la forma indicada parece que se refiere a las que figuran en el documento principal del contrato, aquél que recoge los datos identificadores de las partes, el objeto asegurado, la prima, el riesgo cubierto: es eso lo que conoce el tomador y lo que consiente expresamente y es en ese momento cuando se le atribuyen los derechos que el contrato le confiere. Pero los casos litigiosos surgen de las delimitaciones de riesgo contenidas en los condicionados generales, que no son conocidas por los tomadores al tiempo de suscribir el contrato.
Precisamente por ello, el art. 3 LCS establece unos mecanismos que tratan de evitar que el asegurado se vea sorprendido por una “delimitación del riesgo” (o cualquier otra cuestión de todo el abanico de derechos y obligaciones recíprocos, pero aquél será el supuesto más frecuente) demasiado estrecha en el condicionado general. Cuando el legislador estableció la disciplina de las cláusulas limitativas en el repetido art. 3 LCS, sin duda estaba pensando en la delimitación del riesgo: es posible restringir el ámbito de cobertura que cabría deducir de la amplia definición que suele recogerse en el documento principal del contrato porque ello ha de conllevar una reducción de la póliza, pero siempre que se haga con el conocimiento y consentimiento del asegurado; de otra manera, se vería sorprendido por una falta de cobertura con la que no contaba, sin que la mera reducción de la prima pagada legitime esa situación porque bien puede obedecer al juego de la competencia, a que la compañía con la que se contrata opere con menores costes o menor margen de beneficio…
Si se admite que las cláusulas delimitadoras tienen plena autonomía conceptual frente a las limitativas y que son válidas sin necesidad de que cumplan con los requisitos que el art. 3 LCS impone a éstas se llegaría al absurdo de exigir mayores garantías formales para las cláusulas de menor transcendencia jurídico-económica que para las más relevantes. Las delimitadoras del riesgo serían válidas en todo caso, sin necesidad de que recayese un consentimiento contractual sobre ellas, con lo que todo lo legislado sobre el control de las condiciones generales de la contratación quedaría sin sentido en este campo, en que podrían recobrar vigencia las teorías normativistas que se referían al poder cuasireglamentario de quienes utilizan formularios uniformes.
De hecho, muchos de los autores que defienden la distinción entre cláusulas limitativas y delimitadoras después la matizan al afirmar que cuando éstas últimas delimitan el riesgo en forma no frecuente o usual constituyen de hecho una limitación de derechos; o que las delimitadoras son limitativas, aunque también hay cláusulas limitativas que no delimitan el riesgo o que las cláusulas limitativas más frecuentes son las delimitadoras del riesgo.

V.- La postura del Tribunal Supremo: expectativas razonables del asegurado.

La postura del Tribunal Supremo respecto a si las cláusulas delimitadoras del riesgo son algo distinto de las limitativas de derechos, a si es necesario que se sometan o no al régimen del art. 3 LCS es un tanto confusa. Se puede comprobar que la Sala 2ª unánimemente viene entendiendo que sí están sometidas a ese régimen, mientras que la Sala 1ª ha pronunciado sentencias en uno y otro sentido. Parece que la postura mayoritaria es la favorable a someterlas al mismo régimen que las limitativas, aunque en muchos casos sin hacer alusión expresa a la cuestión, simplemente concediendo validez a la cláusula litigiosa si cumple con los requisitos legales expresados y negándosela cuando no es así. Cabe citar, entre las Sentencias más recientes, las de 24 febrero 1997, 26 febrero 1997, 14 junio 1997, 4 julio 1997, 3 noviembre 1997 y 28 mayo 1999.
La postura favorable a la distinción entre ambos tipos de cláusulas se mantiene en las Sentencias objeto de este comentario y en otras como, citando sólo las más recientes, las de 7 marzo 1997, 5 junio 1997, 10 febrero 1998 y 3 marzo 1998. En ninguna de ellas se expone un criterio que permita dilucidar cuándo nos encontramos ante un tipo u otro de cláusulas, la Sala se limita a aplicar el resultado que corresponda, lo que obliga a realizar un análisis de todas las sentencias dictadas sobre esta materia para tratar de llegar a alguna conclusión.

1) Sentencias que otorgan a las cláusulas delimitadoras del riesgo el tratamiento de cláusulas limitativas.

La STS 24 febrero 1997 expresamente indica, con cita de Sentencias anteriores, que las delimitadoras deben sujetarse a las prescripciones del art. 3 LCS; sin embargo, en el caso enjuiciado, en que el camión asegurado contra diversos riesgos, incluido el incendio, la cláusula litigiosa (exclusión de la cobertura de materiales transportados inflamables) fue aceptada por los transportistas tomadores del seguro, por lo que estima el recurso de la aseguradora.
La Sentencia de 26 febrero 1997 también afirma que toda cláusula que recorte el riesgo descrito inicialmente es limitativa, por lo que debe estar destacada y ser suscrita específicamente. En el caso, el tomador contrata un seguro de vida e invalidez estando ya en situación de incapacidad permanente total y reclama la indemnización establecida cuando se le declara incurso en una invalidez permanente absoluta, el Alto Tribunal rechaza la aplicación de la cláusula que excluye la cobertura cuando la invalidez se debe a enfermedad preexistente porque no cumple con los requisitos indicados, además de que el tomador fue sometido a un exhaustivo examen médico y a pesar de ello se autorizó la póliza.
La Sentencia de 14 junio 1997 estima el recurso de la aseguradora de la responsabilidad civil de una sociedad deportiva, reduciendo su cobertura de la indemnización por incapacidad temporal a abonar a una empleada de ésta a la cantidad correspondiente a 365 días porque la cláusula que limita la cobertura de esa contingencia al período indicado había sido expresamente aceptada; no entra en la cuestión que aquí estamos examinando, pero sí expresa que la razón de la validez de la cláusula litigiosa es que había sido aceptada expresamente.
La STS 4 julio 1997 rechaza la pretensión de la aseguradora de aplicar una cláusula delimitadora de la obligación indemnizatoria porque no fue destacada ni suscrita específicamente y entra en contradicción con las cláusulas particulares, sí firmadas; en concreto, se refiere a una condición general que, en un seguro de responsabilidad civil, limita la indemnización por daños producidos por agua al 10% de la cantidad asegurada en general.
La STS 3 noviembre 1997 sí admite la aplicación de la cláusula que excluye del concepto de tercero perjudicado en el seguro de responsabilidad civil del automóvil a los empleados de la sociedad anónima recurrente porque estaba correctamente destacada y había sido suscrita expresamente. Se trata de la acción de repetición que ejercita la aseguradora contra la sociedad anónima asegurada por las indemnizaciones que tuvo que abonar como consecuencia de un accidente de tráfico, cuando el conductor y demás ocupantes lesionados eran empleados del tomador.
La STS 28 mayo 1999 niega la validez de la cláusula de estilo que sigue a las cláusulas esenciales del contrato que dice que el tomador acepta las cláusulas limitativas que figuran en negrita porque para que éstas sean eficaces debe cumplirse escrupulosamente con lo previsto en el art. 3 LCS. Por consiguiente, tampoco admite la validez de la cláusula, que considera limitativa, que excluye la cobertura de los daños producidos a bienes ajenos depositados en el almacén propiedad del tomador, tratándose de un seguro combinado de diversos riesgos, incluyendo incendio y responsabilidad civil. Además, esa cláusula contradice otras principales que sí establecen la cobertura discutida.

2) Sentencias que admiten la validez de las cláusulas delimitadoras sin necesidad de cumplir con las exigencias del art. 3 LCS.

En cuanto a las Sentencias que admiten la categoría de cláusulas delimitadoras como distinta a la de cláusulas limitativas, no sujeta por lo tanto a la disciplina del art. 3 LCS, la STS de 7 marzo 1997 admite la validez de la limitación de la cuantía de la indemnización a satisfacer por la aseguradora, por el seguro de responsabilidad civil, a la cifra de diez millones de pesetas, cuando la obligación indemnizatoria a cargo del asegurado subía a veinte millones: obviamente, se trata de una estipulación principal del contrato, que el asegurado debió conocer y aceptar específicamente, y en función de la cual se establecería la prima.
La Sentencia de 5 junio 1997 admite la validez de la cláusula que limita la cobertura del seguro del automóvil, excluyendo la indemnización por el accidente sufrido en la extinta Yugoslavia, país no incluido en el territorio del Espacio Económico Europeo ni de los Estados adheridos al Convenio multilateral de garantía. Parece que cualquier conductor que salga al extranjero con su vehículo ha de saber que debe comprobar la validez territorial de su seguro, particularmente si el destino es un país de régimen tan peculiar como la extinta Yugoslavia.
Las Sentencias de 10 febrero 1998 y 3 marzo 1998 admiten la exclusión de cobertura del seguro de responsabilidad civil del automóvil cuando el vehículo asegurado se accidenta no circulando sino realizando faenas agrícolas. Obviamente, no se trata de un accidente sufrido en el ámbito de cobertura asegurado, sino de una actividad distinta, cubierta por otro tipo de contrato de seguro específico.

3) La cuestión proyectada sobre el concepto de tercero perjudicado en el seguro de responsabilidad civil.

La Sentencia que motiva este comentario y las dos citadas en ella admiten la validez de la cláusula que excluye del concepto de tercero a familiares próximos convivientes con el asegurado y a empleados del mismo, en el seguro de responsabilidad civil. Aunque una de ellas, la de 18 septiembre 1999, dice que la doctrina científica más generalizada sostiene que los empleados del asegurado no tienen la condición de terceros a efectos del seguro, salvo pacto en contrario, la cuestión está lejos de ser pacífica. Siguiendo a SÁNCHEZ CALERO, el «tercero» aparece mencionado en el art. 73 LCS como la persona a quien el asegurado debe indemnizar por el daño o perjuicio que le ha causado. Se trata, por lo tanto, de una persona ajena a la relación del seguro (de ahí esa denominación) y esa ajeneidad frente al asegurado es lo que caracteriza el seguro de responsabilidad civil frente a otros seguros de daños: se trata de evitar el perjuicio económico que produciría al asegurado la obligación de indemnizar a ese tercero. A través de los condicionados generales, e incluso en algún caso reglamentariamente, como ocurrió originariamente en el caso de los seguros obligatorios de responsabilidad civil o de caza, se excluyó de cobertura los daños a familiares; se justificaba esta exclusión porque trataba de evitar que se reclamase a la aseguradora una indemnización por parte de personas que no reclamarían directamente al asegurado por su relación con el mismo; e incluso por la dependencia económica de estas personas respecto al asegurado: aunque físicamente sean personas distintas, el daño económico sería del asegurado. CALZADA añade el riesgo de colusión entre el asegurado y su familiar o dependiente para lucrarse en perjuicio del asegurador. Sin embargo, aún siguiendo a SÁNCHEZ CALERO, esta exclusión de ciertas personas de la categoría de terceros ha de irse reduciendo (también BARRÓN entiende que la jurisprudencia más acertada es la que califica estas cláusulas como limitativas de derechos del asegurado, sin descartar que en algunos casos puedan ser incluso lesivas, y TAPIA dice que estas cláusulas han de ser interpretadas de forma restrictiva). De esta forma, ya en su momento la jurisprudencia corrigió el sentido del Reglamento del Seguro obligatorio del automóvil de 1964, y el actual sólo excluye los daños materiales de los familiares que vivan a sus expensas; y el Reglamento del seguro obligatorio de responsabilidad civil del cazador de 21 enero 1994 ya no establece exclusión alguna.
Examinados más detenidamente los hechos enjuiciados en las tres sentencias, llega a descubrirse la razón que está detrás de la desestimación de las pretensiones de los perjudicados o asegurados, según el caso. En la Sentencia de 16 mayo 2000, la fallecida es la madre de la esposa del tomador del seguro; el TS considera en buena lógica asegurados tanto al tomador como a la esposa, puesto que ambos son titulares del bien asegurado. Incluso sería discutible si la propia fallecida también lo era, pero esa alegación fue formulada por primera vez en el recurso de casación de la aseguradora, dando lugar a su obligado rechazo por extemporánea. Quienes reclaman a la aseguradora, ejercitando la acción directa, son la propia asegurada y sus tres hermanas, como herederas y, por lo tanto, perjudicadas por el fallecimiento. Obviamente, la asegurada no puede ser tercera perjudicada, por lo que la desestimación de su pretensión es obligada. En cuanto a las otras tres hermanas, la cuestión no es tan clara; puede recordarse el argumento de que se excluyen del concepto de terceros a personas que no reclamarían nunca directamente al asegurado, por lo que no existe merma patrimonial para éste; la cosa se hace más evidente al actuar todas las hermanas conjuntamente, incluida la asegurada, responsable directa del evento dañoso: quizás la conclusión hubiese sido distinta de haber actuado sólo las otras tres, puesto que el perjuicio por ellas sufrido es innegable y no hay razón que excluya que puedan reclamar a su cuñado, e incluso a su hermana (la práctica forense demuestra que, habiendo dinero por medio, incluso muy poco en ocasiones, los lazos familiares se desatan con sorprendente facilidad). Con mayor probabilidad aún, la Sentencia habría sido estimatoria si hubiesen dirigido su reclamación contra el tomador del seguro y después éste repitiera contra la aseguradora: habría quedado claro que se produjo el perjuicio patrimonial al asegurado, por lo que la repetición contra la aseguradora sería obligada, no parecería ya razonable admitir la exclusión de cobertura. Sin embargo, tal como se actuó, existe la impresión de que se trataba de aprovechar la circunstancia para lograr una indemnización que nunca se habría reclamado al tomador del seguro.
En cuanto a la Sentencia de 18 septiembre 1999, a la cláusula que excluye del concepto de terceros a los empleados se une el que el accidente se debió al incumplimiento grave de medidas de seguridad, también excluidas por una condición especial. Ha de tenerse en cuenta que aquí el asegurado es una sociedad anónima de dimensión relativamente grande, que se presume dispone de unos servicios jurídicos competentes y especializados en su ramo de actividad, por lo que debe conocer perfectamente en qué condiciones contrata sus seguros, qué cubren y qué se excluye, por lo que no puede verse sorprendida por la aplicación de las condiciones generales y especiales de la póliza. La cuestión de si los empleados pueden ser considerados terceros perjudicados se diluye cuando el tomador es una sociedad de cierta envergadura, que por su cualificación profesional debe considerarse plenamente responsable de cualquier cosa que firme; no puede acogerse a normas tuitivas del contratante débil cuando está en condiciones de negociar individualizadamente el contrato. Cosa distinta sería si el tomador fuera un pequeño comerciante o profesional: si se declara su responsabilidad por un siniestro en que resultasen lesionados sus empleados y debe indemnizarlos, en la situación actual del Derecho de la responsabilidad civil no se encuentra razón alguna para que se excluya la cobertura de este tipo de siniestros. Es claro que se produce un perjuicio económico al tomador que se corresponde exactamente con el tipo de seguro contratado y no concurre ninguna de las razones esgrimidas para excluir el resarcimiento del perjuicio por la aseguradora.
Por último, la Sentencia de 9 febrero 1994 contiene varias afirmaciones que se contradicen con la doctrina y jurisprudencia más acreditada en materia de condiciones generales de la contratación: acepta la validez de la cláusula de estilo que sigue a las cláusulas esenciales del contrato que dice que la tomadora acepta todas las cláusulas, incluso las limitativas, de la póliza; declaración ficticia hoy expresamente declarada abusiva por la Disposición adicional primera de la LDCU, nº 20, y que trata de eludir la previsión del art. 3 LCS en evidente fraude de ley, y que el propio Tribunal Supremo declaró ineficaz en la Sentencia de 28 mayo 1999 arriba comentada. También es errónea la afirmación de que las condiciones generales extendidas en el tráfico puedan llegar a constituir usos mercantiles. No expone cuál es la diferencia entre cláusulas limitativas y delimitadoras del riesgo, por lo que la afirmación de que la exclusión de la categoría de terceros a los familiares próximos con los que se conviva es una cláusula delimitadora carece de motivación. Y es que en este caso es dudoso que la exclusión sea acertada, ya que se reclama no sólo a la aseguradora sino también a la conductora responsable del accidente; incluso en el recurso de casación se interesa la revocación de la sentencia en cuanto absuelve a ésta y el TS accede a ello; por otro lado, aunque es posible que el padre de ambos implicados, conductora y menor lesionado, actuara en colusión con aquélla, su actitud procesal no lo demuestra; no se sabe si la conductora tiene independencia económica, aunque conviva en el hogar paterno, pero sí tiene vehículo propio; y, desde luego, su hermano lesionado no parece que dependa económicamente de ella. Aunque se trata de un caso límite, abierto a la polémica, parece que existen razones suficientes como para haber condenado a la aseguradora, máxime cuando el propio Tribunal Supremo, en Sentencia de 26 mayo 1989, había indicado que la exclusión de la cobertura de los familiares o empleados del seguro de responsabilidad civil del automóvil, aunque sea por vía del seguro de ocupantes, implica un desequilibrio de prestaciones.

4) Análisis conjunto: las expectativas razonables del asegurado.

El análisis conjunto del sentido último, más allá de su literalidad, de todas las sentencias citadas, de uno y otro signo, permiten llegar a la conclusión de que la contradicción entre los distintos pronunciamientos del Alto Tribunal aquí comentados es sólo aparente y existe un criterio subyacente, no expresado, pero perfectamente lógico y coherente (con la única excepción, entre las Sentencias comentadas, de la de 9 febrero 1994, por las razones expuestas). Puede sintetizarse en que, como regla general, cualquier condición general que restrinja los derechos que de la definición esencial del contrato se deriven para el asegurado será una cláusula limitativa a los efectos del art. 3 LCS. Así se deduce de las sentencias que expresamente dicen que las cláusulas limitadoras están sujetas a esa disciplina y de las muy numerosas que, sin entrar en la discusión sobre la categoría de las cláusulas delimitadoras, simplemente niegan la validez de las condiciones generales que el asegurador pretende hacer valer sin estar destacadas y suscritas específicamente.
Sin embargo, cuando esa restricción, aunque venga expresada en una condición general, sea coherente con el tipo de seguro contratado o, por las circunstancias del caso, el asegurado debiera contar con su existencia, se considera una cláusula delimitadora del riesgo cubierto, por lo que no precisa de unos formalismos específicos para su validez. No se trata de que a través de condiciones generales no conocidas o aceptadas por el adherente se pueda modificar en su perjuicio el alcance obligacional del contrato, sino, por el contrario, de que estas condiciones generales expresan algo ya implícito en el nomen iuris del contrato, en sus cláusulas esenciales, o conocido y asumido por el tomador de forma suficiente. La delimitación no se establece por primera vez en las condiciones generales, sino que ya está implícita, aunque sea de forma elíptica, en las cláusulas esenciales del contrato. La condición general no hace sino expresar, manifestar externamente, algo que ya estaba incorporado al contrato. No podía ser de otra forma: una condición general no conocida, no suscrita específicamente por el tomador, no es objeto de consentimiento contractual, no es apta para definir el contenido obligacional del contrato, máxime si restringe el pactado de forma expresa a través de las cláusulas esenciales de la póliza.
la eficacia de cualquier condición general delimitadora del riesgo cubierto aunque no hubiera sido suscrita y a pesar de que reduzca la cobertura expresada por las cláusulas esenciales de la póliza iría contra el sentido del art. 3 LCS y quebraría el paradigma contractual, porque daría lugar a la validez de cláusulas no conocidas ni aceptadas por los contratantes.
Así, se observa que el Tribunal Supremo declara la validez de las cláusulas delimitadoras de cobertura cuando la cuantía de la indemnización a abonar supera el límite expresamente acordado; o cuando el lugar en que ocurre el accidente está fuera del ámbito normal de cobertura que cualquier conductor puede esperar del seguro del automóvil; cuando la exclusión se refiere a un siniestro que no guarda relación con el tipo de seguro contratado (accidente agrícola cuando el seguro es del automóvil); cuando el tomador, en razón de su cualificación profesional, podía haber modificado el ámbito de cobertura y, en todo caso, debía conocer cuál era el suscrito (sociedad anónima que asegura su responsabilidad civil); o cuando la indemnización, en el seguro de responsabilidad civil, no se habría pedido en ningún caso al asegurado, por lo que el perjuicio económico a cubrir no existe (si bien este caso es más discutible, como expuse en su momento). Se observa que la cláusula litigiosa no hace más que reiterar lo expresamente pactado o que se corresponde con la naturaleza del seguro contratado, por lo que ciertamente no limita ningún derecho del asegurado.
Este criterio coincide con la teoría de la eficacia declarativa de las condiciones generales, elaborada por ALFARO y, yendo aún más lejos, con la de las expectativas razonables COMENTARIO A LA STS 1ª 16 mayo 2000.
CLÁUSULAS DELIMITADORAS DEL RIESGO, CONSENTIMIENTO CONTRACTUAL Y EXPECTATIVAS RAZONABLES DEL ASEGURADO.

Una de las cuestiones más debatidas en sede jurisprudencial y por doctrinal en relación con los contratos de seguro es la de la distinción entre las cláusulas limitativas de los derechos del asegurado y las delimitadoras del riesgo cubierto, con varios frentes de discusión. En primer lugar, si esta segunda categoría existe o no; en segundo lugar, suponiendo que exista, si le es aplicable el régimen que el art. 3 LCS establece para las cláusulas limitativas de derechos.

Así, mientras un gran número de Sentencias aplica indiscriminadamente el precepto citado sin mencionar la polémica apuntada, estimando la pretensión del asegurado de que es ineficaz por no estar destacada ni haber sido expresamente suscrita, pese a que las aseguradoras suelen centrar su defensa en la alegación de que la cláusula litigiosa era delimitadora del riesgo, otras sí dan la razón a las aseguradoras y proclaman que en ese caso no era necesaria la suscripción específica. La Sentencia que motiva estas reflexiones se incardina en esta segunda línea; a través del análisis del supuesto enjuiciado, de sus fundamentos jurídicos y de los antecedentes jurisprudenciales que cita, además de otros recientes, se tratará de averiguar si el Tribunal Supremo tiene un criterio uniforme, oculto tras la apariencia contradictoria de sus pronunciamientos, o si estamos ante un caso más de jurisprudencia dispar, errática, en perjuicio de la seguridad jurídica.

I.- El supuesto de hecho de la sentencia.

Los cuatro hijos de D.ª Aurora demandan a la aseguradora en reclamación de una indemnización de daños y perjuicios por la muerte de su madre en un incendio producido en el domicilio de D. Pedro. Éste era el esposo de una de las demandantes y tomador del seguro «Multirriesgo del Hogar» que fundamenta la demanda.
La aseguradora recurre en casación el fallo estimatorio de la demanda, afirmando que la fallecida estaba excluida de la cobertura de la póliza por aplicación de distintas condiciones generales, bien por ser ella misma asegurada, como ocupante del piso, bien por ser ascendiente de la asegurada, la esposa del tomador del seguro y copropietaria del piso. La primera alegación es rechazada por el TS por ser cuestión nueva, no planteada en la instancia.
Es la segunda alegación la que ocupa la atención del Alto Tribunal, que expone que la cuestión se centra en interpretar la cláusula que excluye de la condición de terceros a los familiares próximos del tomador del seguro y asegurado, calificada como limitativa por la Audiencia Provincial, y si cumple con la exigencia de claridad y precisión que impone el art. 3 LCS, porque cualquier oscuridad habrá de ser interpretada contra el asegurador, conforme al art. 1.288 CC.
Razona que la esposa debe considerarse asegurada, como cotitular del interés asegurado, es decir, la responsabilidad civil del propietario del inmueble, que la Sala equipara al ocupante. Como la fallecida es su madre, se aplica la cláusula que excluye de la condición de terceros a los ascendientes, cláusula que la Sentencia entiende que limita objetivamente el riesgo y no es, por lo tanto, limitativa de derechos, calificación que no justifica más que por remisión a dos sentencias anteriores de la propia Sala, de 9 febrero 1994 y 18 septiembre 1999.

II.- Los antecedentes jurisprudenciales citados.

1) La STS 1ª 9 febrero 1994.

Esta Sentencia examina el siguiente caso: la propietaria de un vehículo sufre un accidente en el que resulta seriamente lesionado su hermano menor de edad. Éste reclama, inicialmente por interposición de su padre, cumplida la mayoría de edad por sí mismo, a la compañía aseguradora del vehículo la indemnización que le correspondería por el tiempo de baja y secuelas. La conductora tenía contratado, con el seguro obligatorio, el de ocupantes y el voluntario. En ambas instancias se absuelve a la conductora y se condena a la aseguradora a indemnizar con cargo al seguro obligatorio y al de ocupantes, pero no con cargo al voluntario porque la condición general nº 31 excluye de su cobertura a los parientes hasta el tercer grado que convivan con el asegurado, cláusula cuya validez acepta la Sala por entender suficiente el consentimiento manifestado por la cláusula de estilo incluida en el documento en que se formalizó el contrato que dice que se conviene para ser cumplido de buena fe y son específicamente aceptadas todas las cláusulas, incluso las limitativas, en cuanto no se opongan a la LCS; añade que en ningún momento se planteó por el demandante cuestión sobre la no aceptación de cualquier cláusula; que el clausulado no limita derechos de la asegurada sino que delimita el riesgo asumido, aunque no explica por qué. E indica que las condiciones generales que alcancen gran difusión llegan a originar usos normativos, asumiendo la teoría normativista de J. GARRIGUES que fue acertadamente desacreditada por F. DE CASTRO en una brillante exposición asumida por la generalidad de la doctrina y la jurisprudencia, con excepción justamente de esta Sentencia.

STS 1ª 18 septiembre 1999.

El caso enjuiciado puede resumirse como sigue: los herederos de un minero que fallece en accidente laboral obtienen una indemnización de la empresa empleadora al haberse demostrado que el accidente se debió a falta de medidas de seguridad. La empresa reclama a su aseguradora de la responsabilidad civil que le reintegre el importe de la indemnización. La Sala estima el recurso interpuesto por ésta al entender que la cláusula que excluye del concepto de tercero a los empleados es delimitadora del riesgo y no limitativa de derechos, por lo que no es preciso que cumpla con los requisitos formales del art. 3 LCS. Para sostener tal conclusión se apoya en la afirmación de que la doctrina mayoritaria sostiene que los empleados, lo mismo que los parientes próximos, del asegurado no son terceros a efectos de la cobertura del seguro de responsabilidad civil. Por otro lado, también existe una cláusula “especial” que excluye de la cobertura los siniestros debidos a falta de medidas de seguridad, que la Sala también califica de delimitadora del riesgo. Y hace mención a una línea jurisprudencial que diferencia entre cláusulas delimitadoras y cláusulas limitativas del riesgo para mantener la validez de las primeras aunque no estén destacadas ni hayan sido expresamente suscritas, aunque no explica cuándo cada cláusula en concreto habrá de ser incluida en una u otra categoría.

III.- Cláusulas limitativas y delimitadoras: concepto y diferencias.

Las cláusulas limitativas aparecen mencionadas en el art. 3 LCS, junto con las lesivas, aunque no definidas. Habrá que entender que las lesivas son las que los arts. 10 y 10 bis LDCU califican como abusivas.
Por contraste, limitativas serán las que restrinjan o excluyan algún derecho que, sin su existencia, tendría el asegurado, o que le impongan una obligación que de otra forma no tendría, aunque sin llegar a ser abusivas.
Las cláusulas delimitadoras del riesgo, sin embargo, no son mencionadas en la LCS, sino que son una creación de un sector de la doctrina y la jurisprudencia. Serían cláusulas que precisan el objeto del contrato mediante la determinación del riesgo, del aleas cubierto; precisan el alcance de la obligación del asegurador de dar cobertura al asegurado describiendo el hecho causante de la deuda resarcitoria a cargo del primero y en favor del segundo.
Puesto que nos encontramos ante contratos de adhesión, en que se utilizan condiciones generales de la contratación innegociables, a las que el asegurado no tiene más opción que someterse en bloque o no contratar (a menudo ni siquiera tiene la opción de no contratar: en todos los casos en que el aseguramiento es obligatorio por imposición legal o de hecho), parece que toda cláusula que empeore la posición del adherente habría de calificarse de abusiva, lesiva en la terminología de la LCS, salvo que el asegurador justificase adecuadamente su procedencia. Sin embargo, la peculiaridad de los contratos de seguro (las primas se han de determinar por cálculos actuariales, lo que garantiza un cierto equilibrio contractual; la propia viabilidad del negocio asegurador exige que se excluya la cobertura de ciertos riesgos) permiten que determinadas cláusulas de este sentido sean válidas siempre que el asegurado las haya conocido y expresado su asentimiento. Ésta es la razón de que el art. 3 LCS exija que esas cláusulas se destaquen y sean suscritas específicamente: sólo así se garantiza la lógica contractual de que se incorpora al contenido normativo del negocio aquello que primero es conocido y después aceptado.
En cuanto a las cláusulas delimitadoras del riesgo, los autores que defienden su diferencia de las anteriores sostienen que no limitan derechos del asegurado porque lo que hacen es definirlos: hasta que no estén bien determinados no tiene derecho alguno que limitar, por razones lógicas y cronológicas; las cláusulas delimitadoras corresponderían a una primera fase de atribución de derechos al asegurado, con la correlativa imposición de obligaciones al asegurador, y las limitativas se encuadran en una segunda fase, restringiendo los derechos recién definidos. Se añade que el consentimiento contractual recae sobre los elementos esenciales del contrato, es decir, sobre esa atribución de derechos realizada por las cláusulas delimitadoras, por lo que sería reiterativo exigir nuevos formalismos para expresar el acuerdo alcanzado. Si efectivamente las cláusulas delimitadoras son las que precisan el contenido del contrato y sobre ellas recae específicamente el consentimiento contractual, no es necesario que ello se haga en forma especial. Bastará, como expone la sentencia comentada, con que esa delimitación está redactada con claridad y precisión.

IV.- Cláusulas delimitadoras, condiciones generales y consentimiento contractual.

Sin embargo, la última afirmación realizada entra en contradicción con la práctica negocial: las delimitaciones del riesgo no son objeto de ninguna manifestación de voluntad por parte del asegurado porque no las conoce, ya que se encuentran ocultas en el condicionado general del contrato, que habitualmente es un folleto de cierto grosor y lectura muy compleja que no se entrega al tomador hasta que ha firmado el contrato. Así lo demuestran los propios supuestos examinados en las Sentencias citadas: la comentada de 16 mayo 2000 se refiere al art. 3,1,1 b) de las condiciones generales de la póliza; la de 9 febrero 1994 al art. 31 también de su condicionado general; y la de 18 septiembre 1999 a la condición general segunda e), además de la última de las condiciones especiales.
Cuando la doctrina define las cláusulas delimitadoras en la forma indicada parece que se refiere a las que figuran en el documento principal del contrato, aquél que recoge los datos identificadores de las partes, el objeto asegurado, la prima, el riesgo cubierto: es eso lo que conoce el tomador y lo que consiente expresamente y es en ese momento cuando se le atribuyen los derechos que el contrato le confiere. Pero los casos litigiosos surgen de las delimitaciones de riesgo contenidas en los condicionados generales, que no son conocidas por los tomadores al tiempo de suscribir el contrato.
Precisamente por ello, el art. 3 LCS establece unos mecanismos que tratan de evitar que el asegurado se vea sorprendido por una “delimitación del riesgo” (o cualquier otra cuestión de todo el abanico de derechos y obligaciones recíprocos, pero aquél será el supuesto más frecuente) demasiado estrecha en el condicionado general. Cuando el legislador estableció la disciplina de las cláusulas limitativas en el repetido art. 3 LCS, sin duda estaba pensando en la delimitación del riesgo: es posible restringir el ámbito de cobertura que cabría deducir de la amplia definición que suele recogerse en el documento principal del contrato porque ello ha de conllevar una reducción de la póliza, pero siempre que se haga con el conocimiento y consentimiento del asegurado; de otra manera, se vería sorprendido por una falta de cobertura con la que no contaba, sin que la mera reducción de la prima pagada legitime esa situación porque bien puede obedecer al juego de la competencia, a que la compañía con la que se contrata opere con menores costes o menor margen de beneficio…
Si se admite que las cláusulas delimitadoras tienen plena autonomía conceptual frente a las limitativas y que son válidas sin necesidad de que cumplan con los requisitos que el art. 3 LCS impone a éstas se llegaría al absurdo de exigir mayores garantías formales para las cláusulas de menor transcendencia jurídico-económica que para las más relevantes. Las delimitadoras del riesgo serían válidas en todo caso, sin necesidad de que recayese un consentimiento contractual sobre ellas, con lo que todo lo legislado sobre el control de las condiciones generales de la contratación quedaría sin sentido en este campo, en que podrían recobrar vigencia las teorías normativistas que se referían al poder cuasireglamentario de quienes utilizan formularios uniformes.
De hecho, muchos de los autores que defienden la distinción entre cláusulas limitativas y delimitadoras después la matizan al afirmar que cuando éstas últimas delimitan el riesgo en forma no frecuente o usual constituyen de hecho una limitación de derechos; o que las delimitadoras son limitativas, aunque también hay cláusulas limitativas que no delimitan el riesgo o que las cláusulas limitativas más frecuentes son las delimitadoras del riesgo.

V.- La postura del Tribunal Supremo: expectativas razonables del asegurado.

La postura del Tribunal Supremo respecto a si las cláusulas delimitadoras del riesgo son algo distinto de las limitativas de derechos, a si es necesario que se sometan o no al régimen del art. 3 LCS es un tanto confusa. Se puede comprobar que la Sala 2ª unánimemente viene entendiendo que sí están sometidas a ese régimen, mientras que la Sala 1ª ha pronunciado sentencias en uno y otro sentido. Parece que la postura mayoritaria es la favorable a someterlas al mismo régimen que las limitativas, aunque en muchos casos sin hacer alusión expresa a la cuestión, simplemente concediendo validez a la cláusula litigiosa si cumple con los requisitos legales expresados y negándosela cuando no es así. Cabe citar, entre las Sentencias más recientes, las de 24 febrero 1997, 26 febrero 1997, 14 junio 1997, 4 julio 1997, 3 noviembre 1997 y 28 mayo 1999.
La postura favorable a la distinción entre ambos tipos de cláusulas se mantiene en las Sentencias objeto de este comentario y en otras como, citando sólo las más recientes, las de 7 marzo 1997, 5 junio 1997, 10 febrero 1998 y 3 marzo 1998. En ninguna de ellas se expone un criterio que permita dilucidar cuándo nos encontramos ante un tipo u otro de cláusulas, la Sala se limita a aplicar el resultado que corresponda, lo que obliga a realizar un análisis de todas las sentencias dictadas sobre esta materia para tratar de llegar a alguna conclusión.

1) Sentencias que otorgan a las cláusulas delimitadoras del riesgo el tratamiento de cláusulas limitativas.

La STS 24 febrero 1997 expresamente indica, con cita de Sentencias anteriores, que las delimitadoras deben sujetarse a las prescripciones del art. 3 LCS; sin embargo, en el caso enjuiciado, en que el camión asegurado contra diversos riesgos, incluido el incendio, la cláusula litigiosa (exclusión de la cobertura de materiales transportados inflamables) fue aceptada por los transportistas tomadores del seguro, por lo que estima el recurso de la aseguradora.
La Sentencia de 26 febrero 1997 también afirma que toda cláusula que recorte el riesgo descrito inicialmente es limitativa, por lo que debe estar destacada y ser suscrita específicamente. En el caso, el tomador contrata un seguro de vida e invalidez estando ya en situación de incapacidad permanente total y reclama la indemnización establecida cuando se le declara incurso en una invalidez permanente absoluta, el Alto Tribunal rechaza la aplicación de la cláusula que excluye la cobertura cuando la invalidez se debe a enfermedad preexistente porque no cumple con los requisitos indicados, además de que el tomador fue sometido a un exhaustivo examen médico y a pesar de ello se autorizó la póliza.
La Sentencia de 14 junio 1997 estima el recurso de la aseguradora de la responsabilidad civil de una sociedad deportiva, reduciendo su cobertura de la indemnización por incapacidad temporal a abonar a una empleada de ésta a la cantidad correspondiente a 365 días porque la cláusula que limita la cobertura de esa contingencia al período indicado había sido expresamente aceptada; no entra en la cuestión que aquí estamos examinando, pero sí expresa que la razón de la validez de la cláusula litigiosa es que había sido aceptada expresamente.
La STS 4 julio 1997 rechaza la pretensión de la aseguradora de aplicar una cláusula delimitadora de la obligación indemnizatoria porque no fue destacada ni suscrita específicamente y entra en contradicción con las cláusulas particulares, sí firmadas; en concreto, se refiere a una condición general que, en un seguro de responsabilidad civil, limita la indemnización por daños producidos por agua al 10% de la cantidad asegurada en general.
La STS 3 noviembre 1997 sí admite la aplicación de la cláusula que excluye del concepto de tercero perjudicado en el seguro de responsabilidad civil del automóvil a los empleados de la sociedad anónima recurrente porque estaba correctamente destacada y había sido suscrita expresamente. Se trata de la acción de repetición que ejercita la aseguradora contra la sociedad anónima asegurada por las indemnizaciones que tuvo que abonar como consecuencia de un accidente de tráfico, cuando el conductor y demás ocupantes lesionados eran empleados del tomador.
La STS 28 mayo 1999 niega la validez de la cláusula de estilo que sigue a las cláusulas esenciales del contrato que dice que el tomador acepta las cláusulas limitativas que figuran en negrita porque para que éstas sean eficaces debe cumplirse escrupulosamente con lo previsto en el art. 3 LCS. Por consiguiente, tampoco admite la validez de la cláusula, que considera limitativa, que excluye la cobertura de los daños producidos a bienes ajenos depositados en el almacén propiedad del tomador, tratándose de un seguro combinado de diversos riesgos, incluyendo incendio y responsabilidad civil. Además, esa cláusula contradice otras principales que sí establecen la cobertura discutida.

2) Sentencias que admiten la validez de las cláusulas delimitadoras sin necesidad de cumplir con las exigencias del art. 3 LCS.

En cuanto a las Sentencias que admiten la categoría de cláusulas delimitadoras como distinta a la de cláusulas limitativas, no sujeta por lo tanto a la disciplina del art. 3 LCS, la STS de 7 marzo 1997 admite la validez de la limitación de la cuantía de la indemnización a satisfacer por la aseguradora, por el seguro de responsabilidad civil, a la cifra de diez millones de pesetas, cuando la obligación indemnizatoria a cargo del asegurado subía a veinte millones: obviamente, se trata de una estipulación principal del contrato, que el asegurado debió conocer y aceptar específicamente, y en función de la cual se establecería la prima.
La Sentencia de 5 junio 1997 admite la validez de la cláusula que limita la cobertura del seguro del automóvil, excluyendo la indemnización por el accidente sufrido en la extinta Yugoslavia, país no incluido en el territorio del Espacio Económico Europeo ni de los Estados adheridos al Convenio multilateral de garantía. Parece que cualquier conductor que salga al extranjero con su vehículo ha de saber que debe comprobar la validez territorial de su seguro, particularmente si el destino es un país de régimen tan peculiar como la extinta Yugoslavia.
Las Sentencias de 10 febrero 1998 y 3 marzo 1998 admiten la exclusión de cobertura del seguro de responsabilidad civil del automóvil cuando el vehículo asegurado se accidenta no circulando sino realizando faenas agrícolas. Obviamente, no se trata de un accidente sufrido en el ámbito de cobertura asegurado, sino de una actividad distinta, cubierta por otro tipo de contrato de seguro específico.

3) La cuestión proyectada sobre el concepto de tercero perjudicado en el seguro de responsabilidad civil.

La Sentencia que motiva este comentario y las dos citadas en ella admiten la validez de la cláusula que excluye del concepto de tercero a familiares próximos convivientes con el asegurado y a empleados del mismo, en el seguro de responsabilidad civil. Aunque una de ellas, la de 18 septiembre 1999, dice que la doctrina científica más generalizada sostiene que los empleados del asegurado no tienen la condición de terceros a efectos del seguro, salvo pacto en contrario, la cuestión está lejos de ser pacífica. Siguiendo a SÁNCHEZ CALERO, el «tercero» aparece mencionado en el art. 73 LCS como la persona a quien el asegurado debe indemnizar por el daño o perjuicio que le ha causado. Se trata, por lo tanto, de una persona ajena a la relación del seguro (de ahí esa denominación) y esa ajeneidad frente al asegurado es lo que caracteriza el seguro de responsabilidad civil frente a otros seguros de daños: se trata de evitar el perjuicio económico que produciría al asegurado la obligación de indemnizar a ese tercero. A través de los condicionados generales, e incluso en algún caso reglamentariamente, como ocurrió originariamente en el caso de los seguros obligatorios de responsabilidad civil o de caza, se excluyó de cobertura los daños a familiares; se justificaba esta exclusión porque trataba de evitar que se reclamase a la aseguradora una indemnización por parte de personas que no reclamarían directamente al asegurado por su relación con el mismo; e incluso por la dependencia económica de estas personas respecto al asegurado: aunque físicamente sean personas distintas, el daño económico sería del asegurado. CALZADA añade el riesgo de colusión entre el asegurado y su familiar o dependiente para lucrarse en perjuicio del asegurador. Sin embargo, aún siguiendo a SÁNCHEZ CALERO, esta exclusión de ciertas personas de la categoría de terceros ha de irse reduciendo (también BARRÓN entiende que la jurisprudencia más acertada es la que califica estas cláusulas como limitativas de derechos del asegurado, sin descartar que en algunos casos puedan ser incluso lesivas, y TAPIA dice que estas cláusulas han de ser interpretadas de forma restrictiva). De esta forma, ya en su momento la jurisprudencia corrigió el sentido del Reglamento del Seguro obligatorio del automóvil de 1964, y el actual sólo excluye los daños materiales de los familiares que vivan a sus expensas; y el Reglamento del seguro obligatorio de responsabilidad civil del cazador de 21 enero 1994 ya no establece exclusión alguna.
Examinados más detenidamente los hechos enjuiciados en las tres sentencias, llega a descubrirse la razón que está detrás de la desestimación de las pretensiones de los perjudicados o asegurados, según el caso. En la Sentencia de 16 mayo 2000, la fallecida es la madre de la esposa del tomador del seguro; el TS considera en buena lógica asegurados tanto al tomador como a la esposa, puesto que ambos son titulares del bien asegurado. Incluso sería discutible si la propia fallecida también lo era, pero esa alegación fue formulada por primera vez en el recurso de casación de la aseguradora, dando lugar a su obligado rechazo por extemporánea. Quienes reclaman a la aseguradora, ejercitando la acción directa, son la propia asegurada y sus tres hermanas, como herederas y, por lo tanto, perjudicadas por el fallecimiento. Obviamente, la asegurada no puede ser tercera perjudicada, por lo que la desestimación de su pretensión es obligada. En cuanto a las otras tres hermanas, la cuestión no es tan clara; puede recordarse el argumento de que se excluyen del concepto de terceros a personas que no reclamarían nunca directamente al asegurado, por lo que no existe merma patrimonial para éste; la cosa se hace más evidente al actuar todas las hermanas conjuntamente, incluida la asegurada, responsable directa del evento dañoso: quizás la conclusión hubiese sido distinta de haber actuado sólo las otras tres, puesto que el perjuicio por ellas sufrido es innegable y no hay razón que excluya que puedan reclamar a su cuñado, e incluso a su hermana (la práctica forense demuestra que, habiendo dinero por medio, incluso muy poco en ocasiones, los lazos familiares se desatan con sorprendente facilidad). Con mayor probabilidad aún, la Sentencia habría sido estimatoria si hubiesen dirigido su reclamación contra el tomador del seguro y después éste repitiera contra la aseguradora: habría quedado claro que se produjo el perjuicio patrimonial al asegurado, por lo que la repetición contra la aseguradora sería obligada, no parecería ya razonable admitir la exclusión de cobertura. Sin embargo, tal como se actuó, existe la impresión de que se trataba de aprovechar la circunstancia para lograr una indemnización que nunca se habría reclamado al tomador del seguro.
En cuanto a la Sentencia de 18 septiembre 1999, a la cláusula que excluye del concepto de terceros a los empleados se une el que el accidente se debió al incumplimiento grave de medidas de seguridad, también excluidas por una condición especial. Ha de tenerse en cuenta que aquí el asegurado es una sociedad anónima de dimensión relativamente grande, que se presume dispone de unos servicios jurídicos competentes y especializados en su ramo de actividad, por lo que debe conocer perfectamente en qué condiciones contrata sus seguros, qué cubren y qué se excluye, por lo que no puede verse sorprendida por la aplicación de las condiciones generales y especiales de la póliza. La cuestión de si los empleados pueden ser considerados terceros perjudicados se diluye cuando el tomador es una sociedad de cierta envergadura, que por su cualificación profesional debe considerarse plenamente responsable de cualquier cosa que firme; no puede acogerse a normas tuitivas del contratante débil cuando está en condiciones de negociar individualizadamente el contrato. Cosa distinta sería si el tomador fuera un pequeño comerciante o profesional: si se declara su responsabilidad por un siniestro en que resultasen lesionados sus empleados y debe indemnizarlos, en la situación actual del Derecho de la responsabilidad civil no se encuentra razón alguna para que se excluya la cobertura de este tipo de siniestros. Es claro que se produce un perjuicio económico al tomador que se corresponde exactamente con el tipo de seguro contratado y no concurre ninguna de las razones esgrimidas para excluir el resarcimiento del perjuicio por la aseguradora.
Por último, la Sentencia de 9 febrero 1994 contiene varias afirmaciones que se contradicen con la doctrina y jurisprudencia más acreditada en materia de condiciones generales de la contratación: acepta la validez de la cláusula de estilo que sigue a las cláusulas esenciales del contrato que dice que la tomadora acepta todas las cláusulas, incluso las limitativas, de la póliza; declaración ficticia hoy expresamente declarada abusiva por la Disposición adicional primera de la LDCU, nº 20, y que trata de eludir la previsión del art. 3 LCS en evidente fraude de ley, y que el propio Tribunal Supremo declaró ineficaz en la Sentencia de 28 mayo 1999 arriba comentada. También es errónea la afirmación de que las condiciones generales extendidas en el tráfico puedan llegar a constituir usos mercantiles. No expone cuál es la diferencia entre cláusulas limitativas y delimitadoras del riesgo, por lo que la afirmación de que la exclusión de la categoría de terceros a los familiares próximos con los que se conviva es una cláusula delimitadora carece de motivación. Y es que en este caso es dudoso que la exclusión sea acertada, ya que se reclama no sólo a la aseguradora sino también a la conductora responsable del accidente; incluso en el recurso de casación se interesa la revocación de la sentencia en cuanto absuelve a ésta y el TS accede a ello; por otro lado, aunque es posible que el padre de ambos implicados, conductora y menor lesionado, actuara en colusión con aquélla, su actitud procesal no lo demuestra; no se sabe si la conductora tiene independencia económica, aunque conviva en el hogar paterno, pero sí tiene vehículo propio; y, desde luego, su hermano lesionado no parece que dependa económicamente de ella. Aunque se trata de un caso límite, abierto a la polémica, parece que existen razones suficientes como para haber condenado a la aseguradora, máxime cuando el propio Tribunal Supremo, en Sentencia de 26 mayo 1989, había indicado que la exclusión de la cobertura de los familiares o empleados del seguro de responsabilidad civil del automóvil, aunque sea por vía del seguro de ocupantes, implica un desequilibrio de prestaciones.

4) Análisis conjunto: las expectativas razonables del asegurado.

El análisis conjunto del sentido último, más allá de su literalidad, de todas las sentencias citadas, de uno y otro signo, permiten llegar a la conclusión de que la contradicción entre los distintos pronunciamientos del Alto Tribunal aquí comentados es sólo aparente y existe un criterio subyacente, no expresado, pero perfectamente lógico y coherente (con la única excepción, entre las Sentencias comentadas, de la de 9 febrero 1994, por las razones expuestas). Puede sintetizarse en que, como regla general, cualquier condición general que restrinja los derechos que de la definición esencial del contrato se deriven para el asegurado será una cláusula limitativa a los efectos del art. 3 LCS. Así se deduce de las sentencias que expresamente dicen que las cláusulas limitadoras están sujetas a esa disciplina y de las muy numerosas que, sin entrar en la discusión sobre la categoría de las cláusulas delimitadoras, simplemente niegan la validez de las condiciones generales que el asegurador pretende hacer valer sin estar destacadas y suscritas específicamente.
Sin embargo, cuando esa restricción, aunque venga expresada en una condición general, sea coherente con el tipo de seguro contratado o, por las circunstancias del caso, el asegurado debiera contar con su existencia, se considera una cláusula delimitadora del riesgo cubierto, por lo que no precisa de unos formalismos específicos para su validez. No se trata de que a través de condiciones generales no conocidas o aceptadas por el adherente se pueda modificar en su perjuicio el alcance obligacional del contrato, sino, por el contrario, de que estas condiciones generales expresan algo ya implícito en el nomen iuris del contrato, en sus cláusulas esenciales, o conocido y asumido por el tomador de forma suficiente. La delimitación no se establece por primera vez en las condiciones generales, sino que ya está implícita, aunque sea de forma elíptica, en las cláusulas esenciales del contrato. La condición general no hace sino expresar, manifestar externamente, algo que ya estaba incorporado al contrato. No podía ser de otra forma: una condición general no conocida, no suscrita específicamente por el tomador, no es objeto de consentimiento contractual, no es apta para definir el contenido obligacional del contrato, máxime si restringe el pactado de forma expresa a través de las cláusulas esenciales de la póliza. Aceptar la eficacia de cualquier condición general delimitadora del riesgo cubierto aunque no hubiera sido suscrita y a pesar de que reduzca la cobertura expresada por las cláusulas esenciales de la póliza iría contra el sentido del art. 3 LCS y quebraría el paradigma contractual, porque daría lugar a la validez de cláusulas no conocidas ni aceptadas por los contratantes.
Así, se observa que el Tribunal Supremo declara la validez de las cláusulas delimitadoras de cobertura cuando la cuantía de la indemnización a abonar supera el límite expresamente acordado; o cuando el lugar en que ocurre el accidente está fuera del ámbito normal de cobertura que cualquier conductor puede esperar del seguro del automóvil; cuando la exclusión se refiere a un siniestro que no guarda relación con el tipo de seguro contratado (accidente agrícola cuando el seguro es del automóvil); cuando el tomador, en razón de su cualificación profesional, podía haber modificado el ámbito de cobertura y, en todo caso, debía conocer cuál era el suscrito (sociedad anónima que asegura su responsabilidad civil); o cuando la indemnización, en el seguro de responsabilidad civil, no se habría pedido en ningún caso al asegurado, por lo que el perjuicio económico a cubrir no existe (si bien este caso es más discutible, como expuse en su momento). Se observa que la cláusula litigiosa no hace más que reiterar lo expresamente pactado o que se corresponde con la naturaleza del seguro contratado, por lo que ciertamente no limita ningún derecho del asegurado.
Este criterio coincide con la teoría de la eficacia declarativa de las condiciones generales, elaborada por ALFARO y, yendo aún más lejos, con la de las expectativas razonables del asegurado, con origen en los Estados Unidos y que he expuesto en otro lugar.
Según esta última teoría, las condiciones generales de la contratación sólo serán válidas cuando constituyan un desarrollo lógico, conforme al art. 1.258 CC, del tipo contractual y de lo pactado, sea expresamente en las cláusulas esenciales del contrato o en cualquier otra forma; deberán tenerse en cuenta todas las circunstancias que rodeen a cada contrato, desde los trCOMENTARIO A LA STS 1ª 16 mayo 2000.
CLÁUSULAS DELIMITADORAS DEL RIESGO, CONSENTIMIENTO CONTRACTUAL Y EXPECTATIVAS RAZONABLES DEL ASEGURADO.

Una de las cuestiones más debatidas en sede jurisprudencial y por doctrinal en relación con los contratos de seguro es la de la distinción entre las cláusulas limitativas de los derechos del asegurado y las delimitadoras del riesgo cubierto, con varios frentes de discusión. En primer lugar, si esta segunda categoría existe o no; en segundo lugar, suponiendo que exista, si le es aplicable el régimen que el art. 3 LCS establece para las cláusulas limitativas de derechos.

Así, mientras un gran número de Sentencias aplica indiscriminadamente el precepto citado sin mencionar la polémica apuntada, estimando la pretensión del asegurado de que es ineficaz por no estar destacada ni haber sido expresamente suscrita, pese a que las aseguradoras suelen centrar su defensa en la alegación de que la cláusula litigiosa era delimitadora del riesgo, otras sí dan la razón a las aseguradoras y proclaman que en ese caso no era necesaria la suscripción específica. La Sentencia que motiva estas reflexiones se incardina en esta segunda línea; a través del análisis del supuesto enjuiciado, de sus fundamentos jurídicos y de los antecedentes jurisprudenciales que cita, además de otros recientes, se tratará de averiguar si el Tribunal Supremo tiene un criterio uniforme, oculto tras la apariencia contradictoria de sus pronunciamientos, o si estamos ante un caso más de jurisprudencia dispar, errática, en perjuicio de la seguridad jurídica.

I.- El supuesto de hecho de la sentencia.

Los cuatro hijos de D.ª Aurora demandan a la aseguradora en reclamación de una indemnización de daños y perjuicios por la muerte de su madre en un incendio producido en el domicilio de D. Pedro. Éste era el esposo de una de las demandantes y tomador del seguro «Multirriesgo del Hogar» que fundamenta la demanda.
La aseguradora recurre en casación el fallo estimatorio de la demanda, afirmando que la fallecida estaba excluida de la cobertura de la póliza por aplicación de distintas condiciones generales, bien por ser ella misma asegurada, como ocupante del piso, bien por ser ascendiente de la asegurada, la esposa del tomador del seguro y copropietaria del piso. La primera alegación es rechazada por el TS por ser cuestión nueva, no planteada en la instancia.
Es la segunda alegación la que ocupa la atención del Alto Tribunal, que expone que la cuestión se centra en interpretar la cláusula que excluye de la condición de terceros a los familiares próximos del tomador del seguro y asegurado, calificada como limitativa por la Audiencia Provincial, y si cumple con la exigencia de claridad y precisión que impone el art. 3 LCS, porque cualquier oscuridad habrá de ser interpretada contra el asegurador, conforme al art. 1.288 CC. Razona que la esposa debe considerarse asegurada, como cotitular del interés asegurado, es decir, la responsabilidad civil del propietario del inmueble, que la Sala equipara al ocupante. Como la fallecida es su madre, se aplica la cláusula que excluye de la condición de terceros a los ascendientes, cláusula que la Sentencia entiende que limita objetivamente el riesgo y no es, por lo tanto, limitativa de derechos, calificación que no justifica más que por remisión a dos sentencias anteriores de la propia Sala, de 9 febrero 1994 y 18 septiembre 1999.

II.- Los antecedentes jurisprudenciales citados.

1) La STS 1ª 9 febrero 1994.

Esta Sentencia examina el siguiente caso: la propietaria de un vehículo sufre un accidente en el que resulta seriamente lesionado su hermano menor de edad. Éste reclama, inicialmente por interposición de su padre, cumplida la mayoría de edad por sí mismo, a la compañía aseguradora del vehículo la indemnización que le correspondería por el tiempo de baja y secuelas. La conductora tenía contratado, con el seguro obligatorio, el de ocupantes y el voluntario. En ambas instancias se absuelve a la conductora y se condena a la aseguradora a indemnizar con cargo al seguro obligatorio y al de ocupantes, pero no con cargo al voluntario porque la condición general nº 31 excluye de su cobertura a los parientes hasta el tercer grado que convivan con el asegurado, cláusula cuya validez acepta la Sala por entender suficiente el consentimiento manifestado por la cláusula de estilo incluida en el documento en que se formalizó el contrato que dice que se conviene para ser cumplido de buena fe y son específicamente aceptadas todas las cláusulas, incluso las limitativas, en cuanto no se opongan a la LCS; añade que en ningún momento se planteó por el demandante cuestión sobre la no aceptación de cualquier cláusula; que el clausulado no limita derechos de la asegurada sino que delimita el riesgo asumido, aunque no explica por qué. E indica que las condiciones generales que alcancen gran difusión llegan a originar usos normativos, asumiendo la teoría normativista de J. GARRIGUES que fue acertadamente desacreditada por F. DE CASTRO en una brillante exposición asumida por la generalidad de la doctrina y la jurisprudencia, con excepción justamente de esta Sentencia.

STS 1ª 18 septiembre 1999.

El caso enjuiciado puede resumirse como sigue: los herederos de un minero que fallece en accidente laboral obtienen una indemnización de la empresa empleadora al haberse demostrado que el accidente se debió a falta de medidas de seguridad. La empresa reclama a su aseguradora de la responsabilidad civil que le reintegre el importe de la indemnización. La Sala estima el recurso interpuesto por ésta al entender que la cláusula que excluye del concepto de tercero a los empleados es delimitadora del riesgo y no limitativa de derechos, por lo que no es preciso que cumpla con los requisitos formales del art. 3 LCS. Para sostener tal conclusión se apoya en la afirmación de que la doctrina mayoritaria sostiene que los empleados, lo mismo que los parientes próximos, del asegurado no son terceros a efectos de la cobertura del seguro de responsabilidad civil. Por otro lado, también existe una cláusula “especial” que excluye de la cobertura los siniestros debidos a falta de medidas de seguridad, que la Sala también califica de delimitadora del riesgo. Y hace mención a una línea jurisprudencial que diferencia entre cláusulas delimitadoras y cláusulas limitativas del riesgo para mantener la validez de las primeras aunque no estén destacadas ni hayan sido expresamente suscritas, aunque no explica cuándo cada cláusula en concreto habrá de ser incluida en una u otra categoría.

III.- Cláusulas limitativas y delimitadoras: concepto y diferencias.

Las cláusulas limitativas aparecen mencionadas en el art. 3 LCS, junto con las lesivas, aunque no definidas. Habrá que entender que las lesivas son las que los arts. 10 y 10 bis LDCU califican como abusivas.
Por contraste, limitativas serán las que restrinjan o excluyan algún derecho que, sin su existencia, tendría el asegurado, o que le impongan una obligación que de otra forma no tendría, aunque sin llegar a ser abusivas.
Las cláusulas delimitadoras del riesgo, sin embargo, no son mencionadas en la LCS, sino que son una creación de un sector de la doctrina y la jurisprudencia. Serían cláusulas que precisan el objeto del contrato mediante la determinación del riesgo, del aleas cubierto; precisan el alcance de la obligación del asegurador de dar cobertura al asegurado describiendo el hecho causante de la deuda resarcitoria a cargo del primero y en favor del segundo.
Puesto que nos encontramos ante contratos de adhesión, en que se utilizan condiciones generales de la contratación innegociables, a las que el asegurado no tiene más opción que someterse en bloque o no contratar (a menudo ni siquiera tiene la opción de no contratar: en todos los casos en que el aseguramiento es obligatorio por imposición legal o de hecho), parece que toda cláusula que empeore la posición del adherente habría de calificarse de abusiva, lesiva en la terminología de la LCS, salvo que el asegurador justificase adecuadamente su procedencia. Sin embargo, la peculiaridad de los contratos de seguro (las primas se han de determinar por cálculos actuariales, lo que garantiza un cierto equilibrio contractual; la propia viabilidad del negocio asegurador exige que se excluya la cobertura de ciertos riesgos) permiten que determinadas cláusulas de este sentido sean válidas siempre que el asegurado las haya conocido y expresado su asentimiento. Ésta es la razón de que el art. 3 LCS exija que esas cláusulas se destaquen y sean suscritas específicamente: sólo así se garantiza la lógica contractual de que se incorpora al contenido normativo del negocio aquello que primero es conocido y después aceptado.
En cuanto a las cláusulas delimitadoras del riesgo, los autores que defienden su diferencia de las anteriores sostienen que no limitan derechos del asegurado porque lo que hacen es definirlos: hasta que no estén bien determinados no tiene derecho alguno que limitar, por razones lógicas y cronológicas; las cláusulas delimitadoras corresponderían a una primera fase de atribución de derechos al asegurado, con la correlativa imposición de obligaciones al asegurador, y las limitativas se encuadran en una segunda fase, restringiendo los derechos recién definidos. Se añade que el consentimiento contractual recae sobre los elementos esenciales del contrato, es decir, sobre esa atribución de derechos realizada por las cláusulas delimitadoras, por lo que sería reiterativo exigir nuevos formalismos para expresar el acuerdo alcanzado. Si efectivamente las cláusulas delimitadoras son las que precisan el contenido del contrato y sobre ellas recae específicamente el consentimiento contractual, no es necesario que ello se haga en forma especial. Bastará, como expone la sentencia comentada, con que esa delimitación está redactada con claridad y precisión.

IV.- Cláusulas delimitadoras, condiciones generales y consentimiento contractual.

Sin embargo, la última afirmación realizada entra en contradicción con la práctica negocial: las delimitaciones del riesgo no son objeto de ninguna manifestación de voluntad por parte del asegurado porque no las conoce, ya que se encuentran ocultas en el condicionado general del contrato, que habitualmente es un folleto de cierto grosor y lectura muy compleja que no se entrega al tomador hasta que ha firmado el contrato. Así lo demuestran los propios supuestos examinados en las Sentencias citadas: la comentada de 16 mayo 2000 se refiere al art. 3,1,1 b) de las condiciones generales de la póliza; la de 9 febrero 1994 al art. 31 también de su condicionado general; y la de 18 septiembre 1999 a la condición general segunda e), además de la última de las condiciones especiales.
Cuando la doctrina define las cláusulas delimitadoras en la forma indicada parece que se refiere a las que figuran en el documento principal del contrato, aquél que recoge los datos identificadores de las partes, el objeto asegurado, la prima, el riesgo cubierto: es eso lo que conoce el tomador y lo que consiente expresamente y es en ese momento cuando se le atribuyen los derechos que el contrato le confiere. Pero los casos litigiosos surgen de las delimitaciones de riesgo contenidas en los condicionados generales, que no son conocidas por los tomadores al tiempo de suscribir el contrato.
Precisamente por ello, el art. 3 LCS establece unos mecanismos que tratan de evitar que el asegurado se vea sorprendido por una “delimitación del riesgo” (o cualquier otra cuestión de todo el abanico de derechos y obligaciones recíprocos, pero aquél será el supuesto más frecuente) demasiado estrecha en el condicionado general. Cuando el legislador estableció la disciplina de las cláusulas limitativas en el repetido art. 3 LCS, sin duda estaba pensando en la delimitación del riesgo: es posible restringir el ámbito de cobertura que cabría deducir de la amplia definición que suele recogerse en el documento principal del contrato porque ello ha de conllevar una reducción de la póliza, pero siempre que se haga con el conocimiento y consentimiento del asegurado; de otra manera, se vería sorprendido por una falta de cobertura con la que no contaba, sin que la mera reducción de la prima pagada legitime esa situación porque bien puede obedecer al juego de la competencia, a que la compañía con la que se contrata opere con menores costes o menor margen de beneficio…
Si se admite que las cláusulas delimitadoras tienen plena autonomía conceptual frente a las limitativas y que son válidas sin necesidad de que cumplan con los requisitos que el art. 3 LCS impone a éstas se llegaría al absurdo de exigir mayores garantías formales para las cláusulas de menor transcendencia jurídico-económica que para las más relevantes. Las delimitadoras del riesgo serían válidas en todo caso, sin necesidad de que recayese un consentimiento contractual sobre ellas, con lo que todo lo legislado sobre el control de las condiciones generales de la contratación quedaría sin sentido en este campo, en que podrían recobrar vigencia las teorías normativistas que se referían al poder cuasireglamentario de quienes utilizan formularios uniformes.
De hecho, muchos de los autores que defienden la distinción entre cláusulas limitativas y delimitadoras después la matizan al afirmar que cuando éstas últimas delimitan el riesgo en forma no frecuente o usual constituyen de hecho una limitación de derechos; o que las delimitadoras son limitativas, aunque también hay cláusulas limitativas que no delimitan el riesgo o que las cláusulas limitativas más frecuentes son las delimitadoras del riesgo.

V.- La postura del Tribunal Supremo: expectativas razonables del asegurado.

La postura del Tribunal Supremo respecto a si las cláusulas delimitadoras del riesgo son algo distinto de las limitativas de derechos, a si es necesario que se sometan o no al régimen del art. 3 LCS es un tanto confusa. Se puede comprobar que la Sala 2ª unánimemente viene entendiendo que sí están sometidas a ese régimen, mientras que la Sala 1ª ha pronunciado sentencias en uno y otro sentido. Parece que la postura mayoritaria es la favorable a someterlas al mismo régimen que las limitativas, aunque en muchos casos sin hacer alusión expresa a la cuestión, simplemente concediendo validez a la cláusula litigiosa si cumple con los requisitos legales expresados y negándosela cuando no es así. Cabe citar, entre las Sentencias más recientes, las de 24 febrero 1997, 26 febrero 1997, 14 junio 1997, 4 julio 1997, 3 noviembre 1997 y 28 mayo 1999.
La postura favorable a la distinción entre ambos tipos de cláusulas se mantiene en las Sentencias objeto de este comentario y en otras como, citando sólo las más recientes, las de 7 marzo 1997, 5 junio 1997, 10 febrero 1998 y 3 marzo 1998. En ninguna de ellas se expone un criterio que permita dilucidar cuándo nos encontramos ante un tipo u otro de cláusulas, la Sala se limita a aplicar el resultado que corresponda, lo que obliga a realizar un análisis de todas las sentencias dictadas sobre esta materia para tratar de llegar a alguna conclusión.

1) Sentencias que otorgan a las cláusulas delimitadoras del riesgo el tratamiento de cláusulas limitativas.

La STS 24 febrero 1997 expresamente indica, con cita de Sentencias anteriores, que las delimitadoras deben sujetarse a las prescripciones del art. 3 LCS; sin embargo, en el caso enjuiciado, en que el camión asegurado contra diversos riesgos, incluido el incendio, la cláusula litigiosa (exclusión de la cobertura de materiales transportados inflamables) fue aceptada por los transportistas tomadores del seguro, por lo que estima el recurso de la aseguradora.
La Sentencia de 26 febrero 1997 también afirma que toda cláusula que recorte el riesgo descrito inicialmente es limitativa, por lo que debe estar destacada y ser suscrita específicamente. En el caso, el tomador contrata un seguro de vida e invalidez estando ya en situación de incapacidad permanente total y reclama la indemnización establecida cuando se le declara incurso en una invalidez permanente absoluta, el Alto Tribunal rechaza la aplicación de la cláusula que excluye la cobertura cuando la invalidez se debe a enfermedad preexistente porque no cumple con los requisitos indicados, además de que el tomador fue sometido a un exhaustivo examen médico y a pesar de ello se autorizó la póliza.
La Sentencia de 14 junio 1997 estima el recurso de la aseguradora de la responsabilidad civil de una sociedad deportiva, reduciendo su cobertura de la indemnización por incapacidad temporal a abonar a una empleada de ésta a la cantidad correspondiente a 365 días porque la cláusula que limita la cobertura de esa contingencia al período indicado había sido expresamente aceptada; no entra en la cuestión que aquí estamos examinando, pero sí expresa que la razón de la validez de la cláusula litigiosa es que había sido aceptada expresamente.
La STS 4 julio 1997 rechaza la pretensión de la aseguradora de aplicar una cláusula delimitadora de la obligación indemnizatoria porque no fue destacada ni suscrita específicamente y entra en contradicción con las cláusulas particulares, sí firmadas; en concreto, se refiere a una condición general que, en un seguro de responsabilidad civil, limita la indemnización por daños producidos por agua al 10% de la cantidad asegurada en general.
La STS 3 noviembre 1997 sí admite la aplicación de la cláusula que excluye del concepto de tercero perjudicado en el seguro de responsabilidad civil del automóvil a los empleados de la sociedad anónima recurrente porque estaba correctamente destacada y había sido suscrita expresamente. Se trata de la acción de repetición que ejercita la aseguradora contra la sociedad anónima asegurada por las indemnizaciones que tuvo que abonar como consecuencia de un accidente de tráfico, cuando el conductor y demás ocupantes lesionados eran empleados del tomador.
La STS 28 mayo 1999 niega la validez de la cláusula de estilo que sigue a las cláusulas esenciales del contrato que dice que el tomador acepta las cláusulas limitativas que figuran en negrita porque para que éstas sean eficaces debe cumplirse escrupulosamente con lo previsto en el art. 3 LCS. Por consiguiente, tampoco admite la validez de la cláusula, que considera limitativa, que excluye la cobertura de los daños producidos a bienes ajenos depositados en el almacén propiedad del tomador, tratándose de un seguro combinado de diversos riesgos, incluyendo incendio y responsabilidad civil. Además, esa cláusula contradice otras principales que sí establecen la cobertura discutida.

2) Sentencias que admiten la validez de las cláusulas delimitadoras sin necesidad de cumplir con las exigencias del art. 3 LCS.

En cuanto a las Sentencias que admiten la categoría de cláusulas delimitadoras como distinta a la de cláusulas limitativas, no sujeta por lo tanto a la disciplina del art. 3 LCS, la STS de 7 marzo 1997 admite la validez de la limitación de la cuantía de la indemnización a satisfacer por la aseguradora, por el seguro de responsabilidad civil, a la cifra de diez millones de pesetas, cuando la obligación indemnizatoria a cargo del asegurado subía a veinte millones: obviamente, se trata de una estipulación principal del contrato, que el asegurado debió conocer y aceptar específicamente, y en función de la cual se establecería la prima.
La Sentencia de 5 junio 1997 admite la validez de la cláusula que limita la cobertura del seguro del automóvil, excluyendo la indemnización por el accidente sufrido en la extinta Yugoslavia, país no incluido en el territorio del Espacio Económico Europeo ni de los Estados adheridos al Convenio multilateral de garantía. Parece que cualquier conductor que salga al extranjero con su vehículo ha de saber que debe comprobar la validez territorial de su seguro, particularmente si el destino es un país de régimen tan peculiar como la extinta Yugoslavia.
Las Sentencias de 10 febrero 1998 y 3 marzo 1998 admiten la exclusión de cobertura del seguro de responsabilidad civil del automóvil cuando el vehículo asegurado se accidenta no circulando sino realizando faenas agrícolas. Obviamente, no se trata de un accidente sufrido en el ámbito de cobertura asegurado, sino de una actividad distinta, cubierta por otro tipo de contrato de seguro específico.

3) La cuestión proyectada sobre el concepto de tercero perjudicado en el seguro de responsabilidad civil.

La Sentencia que motiva este comentario y las dos citadas en ella admiten la validez de la cláusula que excluye del concepto de tercero a familiares próximos convivientes con el asegurado y a empleados del mismo, en el seguro de responsabilidad civil. Aunque una de ellas, la de 18 septiembre 1999, dice que la doctrina científica más generalizada sostiene que los empleados del asegurado no tienen la condición de terceros a efectos del seguro, salvo pacto en contrario, la cuestión está lejos de ser pacífica. Siguiendo a SÁNCHEZ CALERO, el «tercero» aparece mencionado en el art. 73 LCS como la persona a quien el asegurado debe indemnizar por el daño o perjuicio que le ha causado. Se trata, por lo tanto, de una persona ajena a la relación del seguro (de ahí esa denominación) y esa ajeneidad frente al asegurado es lo que caracteriza el seguro de responsabilidad civil frente a otros seguros de daños: se trata de evitar el perjuicio económico que produciría al asegurado la obligación de indemnizar a ese tercero. A través de los condicionados generales, e incluso en algún caso reglamentariamente, como ocurrió originariamente en el caso de los seguros obligatorios de responsabilidad civil o de caza, se excluyó de cobertura los daños a familiares; se justificaba esta exclusión porque trataba de evitar que se reclamase a la aseguradora una indemnización por parte de personas que no reclamarían directamente al asegurado por su relación con el mismo; e incluso por la dependencia económica de estas personas respecto al asegurado: aunque físicamente sean personas distintas, el daño económico sería del asegurado. CALZADA añade el riesgo de colusión entre el asegurado y su familiar o dependiente para lucrarse en perjuicio del asegurador. Sin embargo, aún siguiendo a SÁNCHEZ CALERO, esta exclusión de ciertas personas de la categoría de terceros ha de irse reduciendo (también BARRÓN entiende que la jurisprudencia más acertada es la que califica estas cláusulas como limitativas de derechos del asegurado, sin descartar que en algunos casos puedan ser incluso lesivas, y TAPIA dice que estas cláusulas han de ser interpretadas de forma restrictiva). De esta forma, ya en su momento la jurisprudencia corrigió el sentido del Reglamento del Seguro obligatorio del automóvil de 1964, y el actual sólo excluye los daños materiales de los familiares que vivan a sus expensas; y el Reglamento del seguro obligatorio de responsabilidad civil del cazador de 21 enero 1994 ya no establece exclusión alguna.
Examinados más detenidamente los hechos enjuiciados en las tres sentencias, llega a descubrirse la razón que está detrás de la desestimación de las pretensiones de los perjudicados o asegurados, según el caso. En la Sentencia de 16 mayo 2000, la fallecida es la madre de la esposa del tomador del seguro; el TS considera en buena lógica asegurados tanto al tomador como a la esposa, puesto que ambos son titulares del bien asegurado. Incluso sería discutible si la propia fallecida también lo era, pero esa alegación fue formulada por primera vez en el recurso de casación de la aseguradora, dando lugar a su obligado rechazo por extemporánea. Quienes reclaman a la aseguradora, ejercitando la acción directa, son la propia asegurada y sus tres hermanas, como herederas y, por lo tanto, perjudicadas por el fallecimiento. Obviamente, la asegurada no puede ser tercera perjudicada, por lo que la desestimación de su pretensión es obligada. En cuanto a las otras tres hermanas, la cuestión no es tan clara; puede recordarse el argumento de que se excluyen del concepto de terceros a personas que no reclamarían nunca directamente al asegurado, por lo que no existe merma patrimonial para éste; la cosa se hace más evidente al actuar todas las hermanas conjuntamente, incluida la asegurada, responsable directa del evento dañoso: quizás la conclusión hubiese sido distinta de haber actuado sólo las otras tres, puesto que el perjuicio por ellas sufrido es innegable y no hay razón que excluya que puedan reclamar a su cuñado, e incluso a su hermana (la práctica forense demuestra que, habiendo dinero por medio, incluso muy poco en ocasiones, los lazos familiares se desatan con sorprendente facilidad). Con mayor probabilidad aún, la Sentencia habría sido estimatoria si hubiesen dirigido su reclamación contra el tomador del seguro y después éste repitiera contra la aseguradora: habría quedado claro que se produjo el perjuicio patrimonial al asegurado, por lo que la repetición contra la aseguradora sería obligada, no parecería ya razonable admitir la exclusión de cobertura. Sin embargo, tal como se actuó, existe la impresión de que se trataba de aprovechar la circunstancia para lograr una indemnización que nunca se habría reclamado al tomador del seguro.
En cuanto a la Sentencia de 18 septiembre 1999, a la cláusula que excluye del concepto de terceros a los empleados se une el que el accidente se debió al incumplimiento grave de medidas de seguridad, también excluidas por una condición especial. Ha de tenerse en cuenta que aquí el asegurado es una sociedad anónima de dimensión relativamente grande, que se presume dispone de unos servicios jurídicos competentes y especializados en su ramo de actividad, por lo que debe conocer perfectamente en qué condiciones contrata sus seguros, qué cubren y qué se excluye, por lo que no puede verse sorprendida por la aplicación de las condiciones generales y especiales de la póliza. La cuestión de si los empleados pueden ser considerados terceros perjudicados se diluye cuando el tomador es una sociedad de cierta envergadura, que por su cualificación profesional debe considerarse plenamente responsable de cualquier cosa que firme; no puede acogerse a normas tuitivas del contratante débil cuando está en condiciones de negociar individualizadamente el contrato. Cosa distinta sería si el tomador fuera un pequeño comerciante o profesional: si se declara su responsabilidad por un siniestro en que resultasen lesionados sus empleados y debe indemnizarlos, en la situación actual del Derecho de la responsabilidad civil no se encuentra razón alguna para que se excluya la cobertura de este tipo de siniestros. Es claro que se produce un perjuicio económico al tomador que se corresponde exactamente con el tipo de seguro contratado y no concurre ninguna de las razones esgrimidas para excluir el resarcimiento del perjuicio por la aseguradora.
Por último, la Sentencia de 9 febrero 1994 contiene varias afirmaciones que se contradicen con la doctrina y jurisprudencia más acreditada en materia de condiciones generales de la contratación: acepta la validez de la cláusula de estilo que sigue a las cláusulas esenciales del contrato que dice que la tomadora acepta todas las cláusulas, incluso las limitativas, de la póliza; declaración ficticia hoy expresamente declarada abusiva por la Disposición adicional primera de la LDCU, nº 20, y que trata de eludir la previsión del art. 3 LCS en evidente fraude de ley, y que el propio Tribunal Supremo declaró ineficaz en la Sentencia de 28 mayo 1999 arriba comentada. También es errónea la afirmación de que las condiciones generales extendidas en el tráfico puedan llegar a constituir usos mercantiles. No expone cuál es la diferencia entre cláusulas limitativas y delimitadoras del riesgo, por lo que la afirmación de que la exclusión de la categoría de terceros a los familiares próximos con los que se conviva es una cláusula delimitadora carece de motivación. Y es que en este caso es dudoso que la exclusión sea acertada, ya que se reclama no sólo a la aseguradora sino también a la conductora responsable del accidente; incluso en el recurso de casación se interesa la revocación de la sentencia en cuanto absuelve a ésta y el TS accede a ello; por otro lado, aunque es posible que el padre de ambos implicados, conductora y menor lesionado, actuara en colusión con aquélla, su actitud procesal no lo demuestra; no se sabe si la conductora tiene independencia económica, aunque conviva en el hogar paterno, pero sí tiene vehículo propio; y, desde luego, su hermano lesionado no parece que dependa económicamente de ella. Aunque se trata de un caso límite, abierto a la polémica, parece que existen razones suficientes como para haber condenado a la aseguradora, máxime cuando el propio Tribunal Supremo, en Sentencia de 26 mayo 1989, había indicado que la exclusión de la cobertura de los familiares o empleados del seguro de responsabilidad civil del automóvil, aunque sea por vía del seguro de ocupantes, implica un desequilibrio de prestaciones.

4) Análisis conjunto: las expectativas razonables del asegurado.

El análisis conjunto del sentido último, más allá de su literalidad, de todas las sentencias citadas, de uno y otro signo, permiten llegar a la conclusión de que la contradicción entre los distintos pronunciamientos del Alto Tribunal aquí comentados es sólo aparente y existe un criterio subyacente, no expresado, pero perfectamente lógico y coherente (con la única excepción, entre las Sentencias comentadas, de la de 9 febrero 1994, por las razones expuestas). Puede sintetizarse en que, como regla general, cualquier condición general que restrinja los derechos que de la definición esencial del contrato se deriven para el asegurado será una cláusula limitativa a los efectos del art. 3 LCS. Así se deduce de las sentencias que expresamente dicen que las cláusulas limitadoras están sujetas a esa disciplina y de las muy numerosas que, sin entrar en la discusión sobre la categoría de las cláusulas delimitadoras, simplemente niegan la validez de las condiciones generales que el asegurador pretende hacer valer sin estar destacadas y suscritas específicamente.
Sin embargo, cuando esa restricción, aunque venga expresada en una condición general, sea coherente con el tipo de seguro contratado o, por las circunstancias del caso, el asegurado debiera contar con su existencia, se considera una cláusula delimitadora del riesgo cubierto, por lo que no precisa de unos formalismos específicos para su validez. No se trata de que a través de condiciones generales no conocidas o aceptadas por el adherente se pueda modificar en su perjuicio el alcance obligacional del contrato, sino, por el contrario, de que estas condiciones generales expresan algo ya implícito en el nomen iuris del contrato, en sus cláusulas esenciales, o conocido y asumido por el tomador de forma suficiente. La delimitación no se establece por primera vez en las condiciones generales, sino que ya está implícita, aunque sea de forma elíptica, en las cláusulas esenciales del contrato. La condición general no hace sino expresar, manifestar externamente, algo que ya estaba incorporado al contrato. No podía ser de otra forma: una condición general no conocida, no suscrita específicamente por el tomador, no es objeto de consentimiento contractual, no es apta para definir el contenido obligacional del contrato, máxime si restringe el pactado de forma expresa a través de las cláusulas esenciales de la póliza. Aceptar la eficacia de cualquier condición general delimitadora del riesgo cubierto aunque no hubiera sido suscrita y a pesar de que reduzca la cobertura expresada por las cláusulas esenciales de la póliza iría contra el sentido del art. 3 LCS y quebraría el paradigma contractual, porque daría lugar a la validez de cláusulas no conocidas ni aceptadas por los contratantes.
Así, se observa que el Tribunal Supremo declara la validez de las cláusulas delimitadoras de cobertura cuando la cuantía de la indemnización a abonar supera el límite expresamente acordado; o cuando el lugar en que ocurre el accidente está fuera del ámbito normal de cobertura que cualquier conductor puede esperar del seguro del automóvil; cuando la exclusión se refiere a un siniestro que no guarda relación con el tipo de seguro contratado (accidente agrícola cuando el seguro es del automóvil); cuando el tomador, en razón de su cualificación profesional, podía haber modificado el ámbito de cobertura y, en todo caso, debía conocer cuál era el suscrito (sociedad anónima que asegura su responsabilidad civil); o cuando la indemnización, en el seguro de responsabilidad civil, no se habría pedido en ningún caso al asegurado, por lo que el perjuicio económico a cubrir no existe (si bien este caso es más discutible, como expuse en su momento). Se observa que la cláusula litigiosa no hace más que reiterar lo expresamente pactado o que se corresponde con la naturaleza del seguro contratado, por lo que ciertamente no limita ningún derecho del asegurado.
Este criterio coincide con la teoría de la eficacia declarativa de las condiciones generales, elaborada por ALFARO y, yendo aún más lejos, con la de las expectativas razonables del asegurado, con origen en los Estados Unidos y que he expuesto en otro lugar.
Según esta última teoría, las condiciones generales de la contratación sólo serán válidas cuando constituyan un desarrollo lógico, conforme al art. 1.258 CC, del tipo contractual y de lo pactado, sea expresamente en las cláusulas esenciales del contrato o en cualquier otra forma; deberán tenerse en cuenta todas las circunstancias que rodeen a cada contrato, desde los tratos previos, la publicidad, los destinatarios de la oferta contractual del predisponente, las anteriores relaciones entre las partes, la situación del mercado, la condición personal del adherente, etc. En virtud del respeto a la apariencia creada a que obliga el principio de buena fe, el predisponente (en este campo, la aseguradora) se hace responsable de las expectativas razonables que el adherente se haya formado sobre el contenido obligacional del contrato. Toda limitación de derechos que quiera imponerle, o las nuevas cargas que le quiera añadir, además de estar suficientemente justificada por sí misma (que no sea abusiva, que obedezca a una causa legítima) y en relación con la situación del mercado (competencia, libertad para contratar o no hacerlo, posibilidad de acudir a otro competidor o de renunciar a contratar, información existente al respecto y facilidad de obtenerla, etc.), debe serle comunicada de forma adecuada previamente, informándole de sus consecuencias, para evitar que le sorprenda en el momento de su ejecución por haberse creado unas expectativas que pudieran verse defraudadas.
En los supuestos contemplados, ningún asegurado coherente puede defender que el seguro contratado le cubra por una cantidad superior a la concertada; o que el seguro del automóvil cubra un accidente que no es de circulación, sino que tiene cobertura específica en otro tipo de contrato; o que el mismo tipo de seguro le cubra un accidente en un país como la extinta Yugoslavia. Una sociedad anónima de dimensiones considerables no puede argumentar que no conocía la extensión de la cobertura del seguro que suscribió. Más espinosa es, como ya indiqué, la cuestión de si los familiares deben o no ser considerados como terceros perjudicados en el seguro de responsabilidad civil, puesto que existen argumentos para defender una cosa y la otra y si tal como se ejercitó la acción en el caso comentado su rechazo puede ser justificado, en otros casos quizá no lo estaría.atos previos, la publicidad, los destinatarios de la oferta contractual del predisponente, las anteriores relaciones entre las partes, la situación del mercado, la condición personal del adherente, etc. En virtud del respeto a la apariencia creada a que obliga el principio de buena fe, el predisponente (en este campo, la aseguradora) se hace responsable de las expectativas razonables que el adherente se haya formado sobre el contenido obligacional del contrato. Toda limitación de derechos que quiera imponerle, o las nuevas cargas que le quiera añadir, además de estar suficientemente justificada por sí misma (que no sea abusiva, que obedezca a una causa legítima) y en relación con la situación del mercado (competencia, libertad para contratar o no hacerlo, posibilidad de acudir a otro competidor o de renunciar a contratar, información existente al respecto y facilidad de obtenerla, etc.), debe serle comunicada de forma adecuada previamente, informándole de sus consecuencias, para evitar que le sorprenda en el momento de su ejecución por haberse creado unas expectativas que pudieran verse defraudadas.
En los supuestos contemplados, ningún asegurado coherente puede defender que el seguro contratado le cubra por una cantidad superior a la concertada; o que el seguro del automóvil cubra un accidente que no es de circulación, sino que tiene cobertura específica en otro tipo de contrato; o que el mismo tipo de seguro le cubra un accidente en un país como la extinta Yugoslavia. Una sociedad anónima de dimensiones considerables no puede argumentar que no conocía la extensión de la cobertura del seguro que suscribió. Más espinosa es, como ya indiqué, la cuestión de si los familiares deben o no ser considerados como terceros perjudicados en el seguro de responsabilidad civil, puesto que existen argumentos para defender una cosa y la otra y si tal como se ejercitó la acción en el caso comentado su rechazo puede ser justificado, en otros casos quizá no lo estaría.del asegurado, con origen en los Estados Unidos y que he expuesto en otro lugar.
Según esta última teoría, las condiciones generales de la contratación sólo serán válidas cuando constituyan un desarrollo lógico, conforme al art. 1.258 CC, del tipo contractual y de lo pactado, sea expresamente en las cláusulas esenciales del contrato o en cualquier otra forma; deberán tenerse en cuenta todas las circunstancias que rodeen a cada contrato, desde los tratos previos, la publicidad, los destinatarios de la oferta contractual del predisponente, las anteriores relaciones entre las partes, la situación del mercado, la condición personal del adherente, etc. En virtud del respeto a la apariencia creada a que obliga el principio de buena fe, el predisponente (en este campo, la aseguradora) se hace responsable de las expectativas razonables que el adherente se haya formado sobre el contenido obligacional del contrato. Toda limitación de derechos que quiera imponerle, o las nuevas cargas que le quiera añadir, además de estar suficientemente justificada por sí misma (que no sea abusiva, que obedezca a una causa legítima) y en relación con la situación del mercado (competencia, libertad para contratar o no hacerlo, posibilidad de acudir a otro competidor o de renunciar a contratar, información existente al respecto y facilidad de obtenerla, etc.), debe serle comunicada de forma adecuada previamente, informándole de sus consecuencias, para evitar que le sorprenda en el momento de su ejecución por haberse creado unas expectativas que pudieran verse defraudadas.
En los supuestos contemplados, ningún asegurado coherente puede defender que el seguro contratado le cubra por una cantidad superior a la concertada; o que el seguro del automóvil cubra un accidente que no es de circulación, sino que tiene cobertura específica en otro tipo de contrato; o que el mismo tipo de seguro le cubra un accidente en un país como la extinta Yugoslavia. Una sociedad anónima de dimensiones considerables no puede argumentar que no conocía la extensión de la cobertura del seguro que suscribió. Más espinosa es, como ya indiqué, la cuestión de si los familiares deben o no ser considerados como terceros perjudicados en el seguro de responsabilidad civil, puesto que existen argumentos para defender una cosa y la otra y si tal como se ejercitó la acción en el caso comentado su rechazo puede ser justificado, en otros casos quizá no lo estaría.