«Buena fe y calificación de condiciones generales de la contratación como abusivas. A propósito de la sentencia de la AP Oviedo de 5 de marzo de 1999 (imposición de subrogación en la hipoteca del promotor inmobiliario)», publicado en la revista La Ley, el 1 de septiembre de 1999.

«Buena fe y calificación de condiciones generales de la contratación como abusivas. A propósito de la sentencia de la AP Oviedo de 5 de marzo de 1999 (imposición de subrogación en la hipoteca del promotor inmobiliario)», publicado en la revista La Ley, el 1 de septiembre de 1999.
Buena fe y calificación de condiciones generales de la contratación como abusivas.
A propósito de la sentencia de la AP Oviedo de 5 de marzo de 1999 (imposición de subrogación en la hipoteca del promotor inmobiliario).

SUMARIO
I. Introducción.-II. Antecedentes de la sentencia de la Audiencia Provincial de Oviedo de 5 de marzo de 1999.-III. Fundamentos jurídicos de la sentencia de la Audiencia Provincial de Oviedo de 5 de marzo de 1999. Cuestiones generales: 1. La buena fe y el justo equilibrio de prestaciones como requisitos de validez de las condiciones generales. 2. Significado de la cláusula general prohibitiva y de la lista negra de claúsulas prohibidas: A) Ambito de aplicación del control del contenido. B) Criterios para efectuar el control del contenido. 3. Eficacia del acto de adhesión. 4. Determinación del carácter abusivo de las condiciones generales enjuiciadas: A) Obligación de subrogarse. B) Imposición al adquirente de gastos propios del vendedor.

I. Introducción.
Una de las principales dificultades que presenta la aplicación práctica del nuevo art. 10 bis de la Ley 26/1984 de 19 de julio, general para la defensa de los consumidores y usuarios, introducido por la disp. adic. 1.ª de la Ley 7/1998 de 13 de abril, sobre condiciones generales de la contratación, y que ya presentaba su original art. 10, consiste en establecer cuándo una cláusula es abusiva y, por ende, incurre en vicio determinante de su nulidad radical. La definición de las cláusulas abusivas constituye un concepto jurídico indeterminado que obliga a que en cada supuesto deba hacerse una valoración de una serie de circunstancias e intereses en conflicto, lo que en ocasiones puede ser extraordinariamente complejo. Así lo demuestra la práctica jurisprudencial, ya que entre las numerosas sentencias que se han enfrentado a este problema muy pocas exponen el hilo del razonamiento que ha llevado a la conclusión a favor de la validez o de la nulidad de la cláusula cuestionada. Con frecuencia se limitan a exponer una serie de consideraciones genéricas sobre la libertad contractual, o su ausencia en supuestos de contratación por adhesión y, en su caso, acerca de la necesidad de establecer cortapisas a los abusos que se pretenden cometer al amparo de esta fórmula contractual.
Pues bien, con este trabajo pretendo realizar un primer desbroce de este problema, examinando algunas de las circunstancias que deberían tenerse en cuenta a la hora de enjuiciar cada supuesto y las implicaciones que en este campo tiene el principio de la buena fe, que ya adelanto que me parece que es el elemento central alrededor del que gira toda la normativa sobre los contratos de adhesión.
Para esclarecer el asunto, a modo de ejemplo, me apoyo en el comentario de la sentencia de fecha 5 de marzo de 1999 de la Sección 6.ª de la Audiencia Provincial de Oviedo, que declara la nulidad, por considerarlas abusivas, de unas condiciones generales introducidas por un promotor inmobiliario en sus formularios contractuales. Esta sentencia contempla un supuesto de una importante transcendencia económica para un gran número de personas en cuanto se refiere a las condiciones económicas de la adquisición de su vivienda, que normalmente es el acto de mayor importancia económica que se llega a realizar a lo largo de la vida; por lo mismo, tiene una gran relevancia para el mercado inmobiliario y bancario. A pesar de ello y de que está específicamente contemplado, al menos en parte, por la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, no suele llegar al conocimiento de los tribunales, al menos con la frecuencia que cabría esperar.
Se trata, concretamente, de la obligación que asume quien compra una vivienda a su promotor de subrogarse en el crédito hipotecario que éste contrató para financiar la construcción del inmueble; obligación que se acepta sin tener conocimiento, muchas veces, de las condiciones económicas de ese crédito y como una prestación complementaria que no se puede aceptar, rechazar o negociar por separado. Esto implica que en muchas ocasiones el comprador se encuentra sometido a unas condiciones francamente peores que las existentes en el mercado financiero con la consecuencia de que la adquisición que le había parecido relativamente económica o razonable (en la medida en que los precios imperantes en el tráfico inmobiliario puedan calificarse así) se encarece notablemente.
Seguramente, la razón de que la problemática contemplada en esta sentencia no llegue a traducirse con más frecuencia en litigios reside en que los consumidores afectados rara vez llegan a tener conocimiento de sus derechos y se creen obligados a asumir la subrogación en el crédito hipotecario contratado por el promotor debido a que firmaron el contrato de compraventa en que expresamente se recogía tal obligación, creencia que se extiende al propio juzgador de instancia en el caso objeto de este comentario; y a que, incluso cuando sean conscientes de sus derechos, les faltará el coraje preciso para afrontar los riesgos de un pleito de resultado incierto y que les obliga a adelantar los gastos cuyo reintegro se logrará tan sólo tras obtener una sentencia favorable, mucho tiempo después. Faltará también, de ordinario, la unidad entre los afectados para actuar de consuno y el conocimiento sobre el mercado crediticio necesario para tomar la iniciativa de negociar unos créditos alternativos más económicos, desvinculándose del contratado por el promotor, que les permitan afrontar incluso el riesgo de pérdida del litigio.
Por todo ello, esta sentencia es un precedente positivo que permitirá avanzar en la protección de los consumidores, poniendo un nuevo obstáculo a una práctica abusiva muy generalizada.

II. Antecedentes de la sentencia de la Audiencia Provincial de Oviedo de 5 de marzo de 1999.
A continuación, paso a exponer los antecedentes fácticos del caso, ampliando lo esquemáticamente recogido en el fundamento de Derecho 1.º de la sentencia.
Los demandantes adquirieron sendas viviendas, con sus garajes y trasteros, a la empresa promotora de una urbanización privada, en escritura privada y sobre plano, ya que la construcción estaba en sus inicios. Los contratos suscritos tenían la naturaleza de «contratos de adhesión», ya que eran todos iguales, basados en unas mismas «condiciones generales de la contratación». Tras expresar el precio de las viviendas y anexos transmitidos en cada caso, una condición general indicaba la forma en que se haría el pago: una parte a la firma de la escritura privada, otra parte por medio de letras de vencimiento mensual, una tercera se pagaría en efectivo a la entrega de las llaves y una última parte por medio de la subrogación en el crédito hipotecario contratado por la promotora con el Banco H. No se indicaban en el contrato las condiciones económicas del crédito hipotecario ni se establecía penalización alguna para el caso de que no se llegase a realizar la subrogación. Por otro lado, existe una cláusula que establece que la cantidad que debía ser objeto de subrogación crediticia podría variar en más o en menos, por lo que sería objeto, en su caso, de la regularización pertinente en el momento de formalizar la escritura pública.
Llegado el momento de la entrega de las viviendas terminadas, de firmar las escrituras públicas y proceder a las subrogaciones en cuestión, se ponen en conocimiento de los adquirentes las condiciones económicas del crédito hipotecario que obtendrían y la cantidad a que ascendería. Reciben la sorpresa de que aquellas condiciones no están en consonancia con las ofertas que rigen en el mercado (se establecen a un tipo variable, por referencia al MIBOR más un diferencial relativamente alto, y se estable una comisión de apertura que no tiene sentido alguno ya que no existe realmente concesión de un nuevo crédito, sino subrogación en uno ya existente; además, no se concede ninguna de las ventajas asociadas a este tipo de operaciones -entrega de una tarjeta de crédito sin coste, apertura de cuenta sin comisiones, etc.-) y de que la «regularización» de las cantidades objeto de subrogación y de entrega en efectivo se hacía realidad, ya que había una alteración de ambas cantidades en algunos casos en cuantía muy considerable (incluso superior a 1.250.000. ptas. en un caso), sin justificación alguna.
Se inician negociaciones con el Banco H. y con la promotora para solucionar el problema de esas «regularizaciones» y para tratar de conseguir unas condiciones más favorables, con la advertencia de que se podían conseguir en otras entidades unos créditos mucho más económicos. La respuesta es que no se pueden alterar las cantidades por las que se debe efectuar la subrogación, pero que el Banco concedería préstamos con garantía personal, en las condiciones habituales (en las condiciones habituales del Banco, también más caras que las de otras entidades), a quienes lo necesitasen por habérseles elevado de manera considerable la cantidad que habían de entregar en efectivo; que las condiciones del préstamo hipotecario eran inmutables y que además se exigiría una comisión de cancelación del 1 por ciento en caso de que no se llegase a realizar la subrogación, cuyo pago sería condición para proceder a la cancelación contable del crédito; y que la promotora no se haría cargo de los gastos de cancelación registral de las hipotecas.
Ante ello, los compradores solicitan los créditos hipotecarios que precisaban con otras entidades bancarias, en condiciones francamente mejores que las que pretendía imponer el Banco H., por la cantidad exacta que necesitaban y por el plazo que más se ajustaba a sus intereses. El importe del crédito fue entregado por los bancos prestamistas directamente a la promotora y al Banco H., si bien debió ampliarse éste en el 1 por ciento de la cantidad que correspondía a este último, ya que exigió tal abono como «comisión de cancelación anticipada» bajo la advertencia de que, de no hacerse efectiva, no cancelaría contablemente el préstamo y ejecutaría la hipoteca. Lógicamente los bancos prestamistas no podían permitir tal actuación, que pondría en peligro su garantía, por lo que de acuerdo con los interesados pagó dicha «comisión» mediante una ampliación del crédito solicitado inicialmente.
Inmediatamente los compradores reclamaron a la inmobiliaria vendedora que les reintegrase el importe de esa «comisión de cancelación anticipada», con el coste que les supuso (intereses de la ampliación del crédito hipotecario solicitado) y que se hiciese cargo de los gastos de cancelación registral de las hipotecas inscritas a nombre del Banco H. (ha de señalarse que en las escrituras públicas el vendedor hacía constar que entregaba las viviendas libres de cargas, cuando en realidad se negó a hacerse cargo de los gastos de cancelación registral de las hipotecas a favor del Banco H.).
La sentencia de instancia desestimó la pretensión actora, concluyendo que las cláusulas cuestionadas no son abusivas, argumentando que:
a) los contratos privados de compraventa fueron firmados libremente por los actores;
b) las condiciones de pago, entre las que figuraban la que obligaba a la subrogación en el crédito hipotecario y los gastos de cancelación registral, estaban redactados de forma clara y precisa, por lo que los compradores las conocieron;
c) esta forma de financiación es habitual en el mercado, y
d) la razón de que las condiciones del préstamo del Banco H. fuesen más onerosas que las contratadas por los actores se debe a la bajada del precio del dinero, y que los actores no hacen comparación alguna con las condiciones existentes en el momento en que se firmó el contrato privado.

III. Fundamentos jurídicos de la sentencia de la Audiencia Provincial de Oviedo de 5 de marzo de 1999. Cuestiones generales.
La sentencia comentada sale al paso de los referidos fundamentos de la de instancia con razonamientos sólidos y coherentes, que siguen la línea de la más correcta doctrina elaborada respecto a las condiciones generales de la contratación tanto por la jurisprudencia como por los autores científicos, aunque convenga matizar o profundizar alguna de las consideraciones que contiene (1).
1. La buena fe y el justo equilibrio de prestaciones como requisitos de validez de las condiciones generales.
Es correcta la afirmación de que la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios exige el justo equilibrio de prestaciones y que excluye las cláusulas abusivas; y que éstas son las que perjudican desproporcionadamente o de forma no equitativa al consumidor o, dicho de otra manera, comportan una posición de desequilibrio en el contrato en perjuicio de los consumidores o usuarios. Pero con tal definición de la cláusula general prohibiva de las condiciones abusivas se omite su elemento principal: la introducción de esas estipulaciones que altera el justo equilibrio de prestaciones se ha hecho de manera contraria a la buena fe.
A pesar de que la buena fe es el elemento central en torno al cual gira el sistema de control de las cláusulas abusivas (2), desarrollado inicialmente por la jurisprudencia alemana a partir del parágrafo 242 BGB, la generalidad de la doctrina y la jurisprudencia no han acertado a desarrollar una doctrina coherente y fundamentada sobre el significado que tiene sobre las implicaciones del principio de buena fe en este campo. Tanto es así que aunque la redacción original del art. 10.1 c) de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios daba a entender, de forma un tanto confusa, que buena fe y justo equilibrio de contraprestaciones se consideraban dos requisitos bien diferenciados, de tal manera que debían concurrir ambos simultáneamente para la validez de las condiciones generales (3), un gran sector de la doctrina entendió que la buena fe a que se refería el precepto venía a ser lo mismo que la equidad, «objetivizando», si se me permite la expresión, el concepto de buena fe para referirlo a que las condiciones generales en sí mismas consideradas debían respetar la buena fe, entendida como equivalente a la equidad; referían luego el análisis de la concurrencia del requisito de la buena fe a que la ejecución del contrato se desarrollase de buena fe, identificándola con el sentido que tiene en el art. 1258 del Código Civil (4), pero transponiéndolo a la fase de perfección del contrato.
Lo cierto, sin embargo, es que la buena fe objetiva constituye una regla ética de conducta que obliga a comportarse leal y honestamente con la otra parte, obligando a ejercitar el Derecho subjetivo de acuerdo con la confianza depositada por la otra parte y con su finalidad objetiva o económico social (5). Aplicado a la contratación por adhesión, al sistema de control de las condiciones generales, actúa ya antes de la perfección del contrato, obligando al predisponente a tener en cuenta los intereses y expectativas de sus clientes cuando acuden a contratar con él, de tal forma que le exige que dote al condicionado general del contenido que éstos esperarían que tuviera según el tipo contractual de que se tratase y de las relaciones previas y la publicidad que hubiese habido (6), porque la facultad que se arroga de determinar el contenido del contrato tiene su fundamento en facilitar la rapidez y eficacia de la moderna contratación en masa, pero no le autoriza a aprovecharse injustamente de su posición ventajosa en el tráfico para desequilibrar el contrato en su favor (7).
De ello se deriva que la prohibición de las cláusulas que rompen el justo equilibrio de prestaciones no se fundamenta en que estemos ante una rama especial del Derecho que pretenda proteger a un sector particular de contratantes por razón de su status jurídico -«consumidores»-, sino ante una forma particular de contratación en que el contenido del contrato no se determina por la libre negociación entre las partes al venir predeterminado unilateralmente por una de ellas; y como a la otra parte se le priva de la libertad de determinar el contenido del contrato, el principio de buena fe extrema las obligaciones que le son inherentes, prohibiendo al predisponente introducir condiciones que desequilibren el contrato en perjuicio de su clientela o sorprendiéndola indebidamente.
La prohibición de las cláusulas abusivas no constituye, por lo tanto, una limitación a la libertad contractual que establece el art. 1255 del Código Civil (8), sino que trata justamente de preservarla (9) en un ámbito donde prácticamente ha desaparecido; tarea que se logra mediante una aplicación del principio de buena fe (al que está sometido en general todo el campo de la contratación) matizada por las especialidades de la particular forma de contratación que entrañan los contratos de adhesión; por ello, toda argumentación relativa a esa prohibición debería tener en cuenta fundamentalmente las implicaciones que tenga en el caso la buena fe (10). Debe tenerse en cuenta que el hecho de que el Código Civil excluya la rescisión de los contratos por lesión no quiere decir que considere que la equidad ya no es un valor a proteger por el ordenamiento, sino que se renuncia a establecer un control directo sobre ella porque se presume que los contratantes velarán por sus propios intereses, aceptando comprometerse sólo a aquello que les parezca provechoso para ellos; es decir, se delega en los contratantes la facultad de valorar la equidad de los pactos que asumen, pensando que nadie se comprometerá libremente a algo que le perjudique; de ahí el aforismo qui dit contractuel dit iuste. Pero, obviamente, este presupuesto deja de tener vigencia cuando una de las partes se encuentra en tal posición de preeminencia que puede imponer su voluntad sobre todos sus clientes; en tal caso, como el contrato es cosa de dos, exige la participación libre e igual de ambas partes, sólo podrá entenderse que hay contrato cuando quien dicta el contenido del contrato contempla no sólo sus propios intereses personales sino también los de la otra parte; cuando al redactar los términos del contrato no sólo trata de defender sus propios intereses a costa de los de la otra parte, sino que respeta y asume también los de ésta, reflejándolos en una composición equitativa del contrato; de ahí que sólo pueda considerarse que los contratos de adhesión constituyen verdaderos contratos cuando el predisponente establece el clausulado general de acuerdo con las expectativas razonables del adherente, de acuerdo con lo que éste confía que vaya a ser el contenido obligacional del negocio (11).

2. Significado de la cláusula general prohibitiva y de la lista negra de cláusulas prohibidas.
Volviendo al texto de la sentencia comentada, es de destacar, positivamente, que diga que la Ley de Condiciones Generales de la Contratación, que no estaba vigente en el momento de la perfección de los contratos, pueda utilizarse como criterio interpretativo (12). A este respecto, debe tenerse en cuenta que la cláusula general prohibitiva de las condiciones generales abusivas que contenía el art. 10.1 c) de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios permite por sí misma declarar la nulidad de todas las que se considere que se han incluido en el contrato contra la buena fe objetiva, alterando el justo equilibrio de prestaciones; el problema que se plantea es hallar el criterio de valoración que permita determinar cuándo una condición general incurre en ese vicio, a lo que me referiré seguidamente. Pues bien, el listado negro que figuraba a continuación del precepto citado (actualmente está en la disp. adic. 1.ª de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, merced a la reforma operada por la Ley sobre Condiciones Generales de la Contratación, disp. adic. 1.ª.6) tiene un carácter ejemplificativo a ese respecto, recogiendo algunas de las más utilizadas y cuyo carácter abusivo está fuera de duda por la grave alteración del equilibrio contractual que originan (13). Por ello, toda ampliación posterior de esa lista negra puede servir de criterio interpretativo de la cláusula general prohibitiva citada sin temor a caer en una aplicación retroactiva de una norma prohibitiva; la prohibición ya existe en la cláusula general prohibitiva que se interpreta, e incluso en el mismo art. 7 del Codigo Civil cuando ordena que se ejerciten los derechos de buena fe y prohíbe el abuso del derecho o su ejercicio antisocial.
A) Ambito de aplicación del control del contenido.
Aclaremos esto. Tal como señaló Alfaro (14), el control del contenido de las condiciones generales constituye el núcleo del derecho de las condiciones generales. Todo sistema de regulación que no pretenda entrar en su contenido material está llamado al fracaso. Recuérdense las críticas que concitó el sistema introducido por el Codice civile italiano de 1942, que se limitó a establecer un control de la inclusión en el contrato mediante la declaración de la ineficacia de las condiciones generales que no hubiese podido conocer el adherente. La doctrina ha señalado, con toda razón, que con tal sistema lo único que se garantiza es que el adherente pueda conocer los abusos a que va a ser sometido sin que tenga posibilidad de evitarlos, y que, en definitiva, a quien favorece es al oferente, ya que consagra la eficacia de las cláusulas abusivas siempre que se haya dado al adherente la posibilidad de conocerlas (15). De ahí las críticas que está levantando la Ley sobre Condiciones Generales de la Contratación al limitar, al menos aparentemente, el control del contenido a los contratos celebrados con consumidores (16).
Y digo aparentemente porque, como ya he apuntado en otro lugar (17), el art. 8 podría estar mal redactado, de forma que no recogiese lo que el legislador pretendía, debido seguramente a la deficiencia de sus planteamientos teóricos sobre la materia. Y es que dicho precepto no sólo entra en contradicción con sus precedentes de Derecho comparado y con lo defendido por la generalidad de la doctrina, sino incluso con lo dicho en la Exposición de Motivos, párrs. 3.º, 8.º y 9.º, cuando, al hablar de que en las condiciones generales utilizadas entre profesionales también puede haber abuso de posición predominante, por lo que estarán sujetas a las normas generales de nulidad contractual, indicando a continuación que se podrá declarar judicialmente su nulidad cuando sea contraria a la buena fe y cause un desequilibrio importante entre los derechos y obligaciones de las partes. Deduzco de tal redacción que el legislador ha confundido el régimen general de nulidad contractual con la cláusula general prohibitiva de las cláusulas abusivas; y que lo que en realidad quería decir es que las condiciones generales utilizadas entre profesionales podrían ser declaradas nulas por el juez cuando fuesen abusivas, a tenor de la definición recogida en el art. 10 bis 1 de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, pero sin que les fuese aplicable la lista negra de la disp. adic. 1.ª de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios. Y es que, de otra forma, no tendría sentido la remisión a las reglas generales sobre nulidad contractual, porque en nuestro ordenamiento común no se contempla la nulidad por lesión y la prohibición del abuso de derecho del art. 7.2 del Código Civil se concreta, en este ámbito, justamente en el art. 10 bis 1 de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios.

B) Criterios para efectuar el control del contenido.
Según indicaba un poco más arriba, la cláusula general prohibitiva de las condiciones abusivas (arts. 8 de la Ley sobre Condiciones Generales de la Contratación y 10 bis 2 de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, en relación con los arts. 10.1 c y 10 bis 1 de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios) permite la declaración de la nulidad de pleno Derecho de todas las cláusulas que se consideren abusivas. Lógicamente, para poder abarcar todo supuesto de abuso que pueda aparecer en cualquier tipo contractual, debe estar redactada en unos términos suficientemente genéricos; de ahí las abstractas referencias a la buena fe y al justo equilibrio de prestaciones. Esto obliga al intérprete a valorar en cada caso si concurren esos requisitos.
El legislador ha pretendido facilitarle la tarea por dos medios: en primer lugar, por medio de una técnica ya utilizada en la AGBG, la Ley sobre Condiciones Generales de la Contratación Alemana: la elaboración de una lista negra y otra gris. Ambas son listas abiertas, ejemplificativas, de cláusulas utilizadas frecuentemente y cuyo carácter abusivo está suficientemente contrastado, por lo que el legislador las ha reunido como modelo y auxilio para el intérprete (18), pero con una diferencia: las condiciones recogidas en la lista negra dan lugar a un desequilibrio tan claro que se declaran nulas en todo supuesto, sin necesidad de valoración alguna ni de presentar alegaciones sobre su procedencia en algún caso concreto; en cambio, las de la lista gris sólo contienen una presunción iuris tantum de ser abusivas, de forma que el oferente puede alegar e intentar probar que en su caso son razonables y equilibradas (19). Ahora bien, si ésta es la función de la lista negra, cabe preguntarse por la corrección técnica de la plasmada en la disp. adic. 1.ª de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, donde se encuentran, junto a cláusulas cuya determinación es clara [por ejemplo, la 5.ª: «(l)a consignación de fechas de entrega meramente indicativas condicionadas a la voluntad del profesional»], otras cuyo alcance ha de ser valorado en cada caso [por ejemplo, la 18: «(l)a imposición de garantías desproporcionadas al riesgo asumido»]. Obviamente, si hay que realizar una valoración del sentido de una condición general para determinar si está comprendida en la prohibición ni ésta sirve de modelo al juez ni se facilita su labor evitándole tener que realizar tal valoración; pero, en sentido opuesto, una descripción amplia de aquello que se prohíbe puede permitir al juez que declare la ineficacia de cualquier condición general que pueda incidir en el ámbito prohibido sin importar la forma en que esté predispuesta.
La segunda fórmula introducida para facilitar la labor del intérprete, ante la desorientación observada en la jurisprudencia al enjuiciar el carácter abusivo o razonable de las condiciones generales que se someten a su conocimiento, es la de indicarle que tome en consideración una serie de circunstancias, que señala de forma muy concisa en el último párrafo del art. 10 bis 1 de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, para determinar si la introducción de esa cláusula en el contrato es conforme o no con la buena fe (20). Así, el juez deberá calificar como abusiva y declarar la nulidad, por haber sido incorporada al contrato de mala fe, de toda cláusula cuyo sentido impida la más plena ejecución del contrato de acuerdo con el tipo negocial, con los tratos que hayan podido existir entre las partes, con la publicidad que hubiese realizado el oferente, con las circunstancias del mercado, etc. En definitiva, con las expectativas que, de algún modo, el oferente haya infundido al adherente, o permitido que se crease (21).
En este sentido, el primer punto de referencia para valorar la razonabilidad de una cláusula es el Derecho dispositivo, siempre que exista, según el criterio más extendido por influencia de la doctrina alemana (22); toda cláusula que se aparte de una norma dispositiva en perjuicio del adherente se presumirá que es abusiva, salvo que el predisponente pueda justificar suficientemente su procedencia y que haya informado al adherente de su contenido. Esto es así porque, como ya señaló De Castro (23) y después fue asumido por numerosos autores, el Derecho dispositivo no tiene un carácter meramente subsidiario, para los casos en que las partes no quieran o no hayan previsto regular el contrato o alguno de sus aspectos por sí mismas, sino que expresan su contenido normal, lo que el legislador considera mejor y más justo, por lo que sólo cabe apartarse de ese criterio por una razón suficiente (razón que podría ser el acuerdo de las partes, siempre que sea realmente libre y con conocimiento de causa). La dificultad surge cuando no existe norma dispositiva que tomar como referencia. En ese caso, habrá que acudir a las normas generales de los contratos, a los contratos típicos similares y a lo normal y razonable dentro del mercado a la vista de las circunstancias del caso, como indica R. Bercovitz (24); o a los usos y a una valoración equilibrada de las obligaciones de ambas partes, como señala Alfaro (25). Habrá que tener particularmente en cuenta la causa del contrato y los efectos que pueda tener sobre ella la cláusula enjuiciada; uno de los elementos más importantes a tener en cuenta es que las condiciones generales no pueden contradecir lo publicitado, que se integra en el contrato de acuerdo con el art. 8 de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios sin que sea admisible excluirlo de rondón por medio tan torpe (26).

3. Eficacia del acto de adhesión.
La sentencia comentada sale al paso, además, a la afirmación que recoge la de instancia, haciendo suya una alegación que suelen realizar los defensores de la validez indiscriminada de todo tipo de condiciones generales, referente a que éstas son válidas porque el contrato fue suscrito voluntariamente por los compradores. Afirma aquélla, acertadamente, que esa suscripción voluntaria es el requisito previo para que pueda entenderse que existe un contrato, pero que la mera adhesión no puede afectar a unos derechos, o principios, superiores a los contratantes para cuya protección se aprobó la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios. Tales derechos superiores son los implícitos en el principio de autonomía de la voluntad y, particularmente, los derivados del de buena fe a que me acabo de referir. No cabe, por lo tanto, entender que la mera suscripción de un formulario contractual supone la aceptación de cualquier cláusula que pueda contener, por sorprendente o abusiva que sea, sino que para que se entienda que el adherente queda válidamente obligado esas cláusulas deben cumplir con los requisitos formales y sustanciales de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios y de la Ley sobre Condiciones Generales de la Contratación.
La alegación que rechaza la sentencia comentada olvida la distinción entre los dos aspectos de la libertad contractual: la libertad de contratar o de conclusión y la libertad de configuración del contrato. Para que se pueda hablar de contrato es indispensable que exista libertad de contratar: que se celebre el negocio porque las partes deseen hacerlo, sin que una de ellas lo haga forzada por la otra o un tercero. Pero para que pueda hablarse de libertad contractual en su más pleno sentido, debe concurrir la libertad de configuración del contrato: ambas partes deben poder determinar lo que será la lex contractus en condiciones de igualdad, sin imposiciones de una sobre la otra (27). En los contratos de adhesión el adherente no goza, por definición, de la libertad de configuración del contrato, ya que éste ya viene determinado por las condiciones generales que impone el predisponente. En consecuencia, se rompe el paradigma contractual al no poder justificarse la equidad o razonabilidad del contrato mediante una negociación libre de las partes y debe restaurarse la autonomía de la voluntad, en su sentido prístino, acudiendo a otros recursos ajenos a la letra del condicionado impuesto.
Estas afirmaciones no se ven alteradas cuando existen en el mercado otros operadores que ofrecen productos similares (en el caso litigioso, serían otros promotores que construyen y ponen a la venta viviendas, cada uno con sus calidades, situación, precio y condiciones de financiación). En este sentido se ha pronunciado la generalidad de la doctrina (28), a pesar de que la redacción original del art. 10.2 de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios podía inducir a dudas al hablar de «el bien o servicio del que se trate»; el art. 1 de la Ley sobre Condiciones Generales de la Contratación y la nueva redacción del art. 10 Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios ya disipan cualquier duda al respecto al suprimir la proposición transcrita (29). Y es que lo relevante no es que el predisponente pueda imponer sus condiciones generales porque se encuentre en una situación de monopolio de hecho o de derecho, sino que puede imponerlas de facto porque no existe competencia respecto al contenido de las condiciones generales, según ha sido ya demostrado (30).
Por lo mismo, tampoco basta que las condiciones enjuiciadas estén redactadas de forma clara y precisa, como pretende la sentencia de instancia. Tales circunstancias forman parte de los requisitos de inclusión, necesarios para garantizar la cognoscibilidad de las condiciones generales pero que no garantizan por sí mismos que las condiciones generales hayan sido realmente aceptadas; en este sentido, recuérdese lo dicho respecto a la insuficiencia del sistema italiano de control, que se limitaba a los requisitos de inclusión, y a la necesidad de un control del contenido.
Tampoco convalida una condición general el hecho de que su utilización sea habitual en el mercado. Precisamente la lista negra trata de acabar con una serie de condiciones generales de gran difusión y cuyo carácter abusivo está contrastado. Y la utilización reiterada de unas mismas condiciones generales no puede generar una costumbre, ni siquiera un uso, como ya demostró de manera definitiva De Castro (31).
La adhesión sólo puede considerarse como aceptación de los elementos esenciales del contrato (tipo negocial, precio) y de aquellos extremos que hayan sido expresamente negociados. El resto de las condiciones generales sólo podrán considerarse implícitamente aceptadas en la medida en que se correspondan con lo que el adherente deba esperar que digan en razón del Derecho dispositivo, usos del mercado, publicidad previa y demás circunstancias que rodearon el contrato (32).

4. Determinación del carácter abusivo de las condiciones generales enjuiciadas.
Centrémonos ya en las concretas cláusulas que la sentencia declara abusivas, que pretendían imponer a los compradores la subrogación en el crédito hipotecario obtenido por el promotor y que se hicieran cargo de los gastos que se derivasen de su cancelación. Se trata de cláusulas utilizadas muy frecuentemente y que ocasionan una gran distorsión del tráfico y la libre competencia, además del perjuicio económico que pueden producir al comprador.
Son cláusulas que conceden un gran beneficio económico al promotor porque le sirven como arma para negociar con las entidades crediticias un préstamo hipotecario en unas condiciones excepcionalmente ventajosas: la entidad prestamista estará dispuesta a ofrecer un tipo de interés muy bajo al promotor porque si después se subrogan los compradores en ese préstamo, una vez dividida la hipoteca, compensará sus resultados con los que obtenga a costa de éstos, ya con un tipo de interés más lucrativo (más las «hijuelas» que le acompañan normalmente: seguros de vida de los adquirentes y multirriesgo del hogar, cuenta corriente con domiciliación de nómina y recibos, expedición de tarjetas de crédito y/o débito…), incluso probablemente más elevados que los que éstos obtendrían negociando por sí mismos su préstamo, como de hecho se demostró en este caso.
Una financiación de la obra barata implica un menor coste, lo que puede dar lugar a una moderación del precio de venta de cada vivienda o local construido (o, más probablemente, a un incremento de los beneficios del promotor) (33); pero el beneficio que teóricamente puede seguirse de ello para el adquirente en muchas ocasiones no compensará los perjuicios que se le ocasionan y, en cualquier caso, no es aceptable que se le imponga como un complemento inescindible de la compraventa (34). Téngase en cuenta que el comprador va a tener que subrogarse en el préstamo hipotecario por una cantidad y un plazo predeterminados que pueden no convenirle: es posible que tenga necesidad de una financiación mayor (que tendrá que negociar por otro lado, lo que supondrá un coste añadido) o inferior (a pesar de lo cual tendrá que correr con los costes de la parte que no necesite); las mismas consecuencias tiene el hecho de que necesite un plazo de amortización mayor o más breve. Además, la entidad prestamista suele aprovechar la ocasión para imponer unos tipos de intereses más elevados de los que ofrecería en otros casos, lo que encarece la operación compensando en amplio exceso la supuesta ventaja de la moderación del precio derivada del menor coste de financiación, según ya ha quedado apuntado. Se impone además al adherente hacerse cliente de una entidad que probablemente no será la misma con la que venía trabajando, lo que puede ocasionarle múltiples trastornos, además del atentado a la libre competencia y a la libertad de contratar que ello supone.
En el caso de que el adquirente se niegue a subrogarse en el préstamo del promotor y negocie la financiación que precise por su cuenta, se le impondrá una comisión o penalización por cancelación anticipada del tan repetido préstamo promotor, además de los gastos notariales y registrales que de ello se deriven. Llama la atención que en el caso examinado por la Audiencia Provincial de Oviedo no se preveía esto expresamente; el promotor no había considerado la posibilidad de que los adquirentes pudieran negarse a efectuar la subrogación, por lo que no estableció ninguna cláusula penal ni estableció la obligación de que corriesen con los gastos indicados. Tal imposición se realizó por la vía de hecho: si no se pagaba la penalización por cancelación anticipada, el Banco prestamista ejecutaría la hipoteca; si no se pagaban los gastos notariales y registrales, no se procedía a su cancelación registral.
Pues bien, la sentencia comentada declara la nulidad de las cláusulas que obligan a esa subrogación indeseada y a correr con los gastos de cancelación de la hipoteca contratada por el promotor, con las obligaciones que de ello se derivan, aplicando los núms. 5 y 11 del art. 10.1 c) de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, en su redacción original.

A) Obligación de subrogarse.
El núm. 5 del precepto citado prohibía «(l)os incrementos de precio por servicios accesorios, financiación, aplazamiento, recargos, indemnizaciones o penalizaciones que no correspondan a prestaciones adicionales, susceptibles de ser aceptados o rechazados en cada caso y expresados con la debida claridad y separación». Aparece hoy reproducido, con mínimos cambios gramaticales, en el núm. 24 de la disp. adic. 1.ª de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, introducida por la disp. adic. 1.ª.6 de la Ley sobre Condiciones Generales de la Contratación.
Es una prohibición perfectamente justificada: si se quiere obtener un determinado bien o servicio no hay razón para obligarse a recibir otros adicionales, por útiles que puedan parecer, si no se desean. No existe ningún motivo que legitime su imposición cuando el adherente puede no necesitarlos, o no son de su agrado, o los puede adquirir a otro competidor en mejores condiciones, etc. Y más claro aún es cuando el servicio o bien accesorio o suplementario son heterogéneos con el objeto del contrato, como ocurre en este caso, en que además se introduce en la relación a un tercero ajeno a la compraventa de la vivienda: el banco prestamista.
Ya ha quedado indicado que la lista negra de cláusulas prohibidas no necesita de valoración judicial: toda cláusula que esté específicamente contemplada en dicha lista es radicalmente nula, sin posibilidad de argumentación en contra por quien la haya utilizado. Sin embargo, hay que determinar si la cláusula concreta enjuiciada se corresponde con alguna de las prohibidas, labor que se complica cuando la prohibición no se refiere al enunciado positivo de la cláusula sino, utilizando conceptos indeterminados, al efecto que producen, como ocurre en este caso y, con mayor frecuencia aún, en el listado introducido por la disp. adic. 1.ª.6 de la Ley sobre Condiciones Generales de la Contratación.
Es claro que la subrogación en el crédito hipotecario del promotor da lugar a la prestación de un servicio adicional: la financiación de parte del precio de compra, pero con una particularidad, consistente en que la financiación no la presta la parte que impone la cláusula, sino una entidad bancaria que previamente había financiado a aquélla (35). El interés del promotor deriva de que al producirse la subrogación evita los gastos de cancelación de la hipoteca que garantizó su propia financiación, además de que le permite negociar con el banco unas condiciones mejores.
Sin embargo, en incumplimiento del precepto citado, no se constituye como una opción que el adquirente pueda aceptar con libertad, sino como una imposición ineludible; además, las obligaciones económicas derivadas de esa subrogación no se expresan con la debida claridad y separación: cuando se compra sobre plano no suelen indicarse las condiciones financieras del préstamo ni, como aquí se ha visto, las penalizaciones previstas para el caso de no subrogación o de amortización anticipada (36). La imposición de asumir una financiación que puede ser no deseada o innecesaria entraña un incremento del precio, tanto más evidente cuanto sus condiciones más se eleven por encima de las que se podría conseguir negociándolas libremente. Téngase en cuenta que el comprador habrá elegido la vivienda o local en razón de su cabida, calidades de construcción, situación, orientación, precio e incluso de las condiciones de pago; pero en la medida en que se le obligue a subrogarse en un préstamo hipotecario se le está imponiendo una prestación adicional heterogénea con la compraventa y, además, en cuanto no conoce sus condiciones económicas, se infringen los arts. 13.1 d) de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios y 6.1 del Real Decreto 515/1989 de 21 de abril, que exigen la información más clara y detallada posible del precio de venta. Con ello se distorsiona su elección, de forma que puede llegar a no ser la que hubiese seleccionado de conocer todos los datos transcendentes. Este tipo de cláusulas rompen el esquema negocial, en cuanto que éste parte de que sólo cabe obligarse a lo que se conoce y acepta libremente, por lo que si no se conocen las condiciones del préstamo hipotecario no puede haber obligación de asumirlos, máxime si lo único que se pretendía era comprar una vivienda y el préstamo ya constituye otro tipo de negocio.
Por otro lado, esta cláusula produce también un doble efecto perverso: sobre la libre competencia (visto desde el lado empresarial) y sobre la libertad de contratar (visto desde el lado del adquirente) debido a que el comprador pierde la libertad de negociar la financiación que, en su caso, pueda precisar con la entidad que quiera o que mejores condiciones le ofrezca, al tener que plegarse a la elección que haya hecho el vendedor de la vivienda.

B) Imposición al adquirente de gastos propios del vendedor.
El núm. 11 del art. 10.1 c) de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios prohibía «(e)n la primera venta de viviendas, la estipulación de que el comprador ha de cargar con los gastos derivados de la preparación de la titulación, que por su naturaleza correspondan al vendedor (obra nueva, propiedad horizontal, hipotecas para financiar su construcción o su división y cancelación)». Se reproduce por el núm. 22 de la disp. adic. 1.ª de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, aunque ahora con una importante matización: ya no se refiere a gastos que por su naturaleza correspondan al vendedor, sino los que se atribuyan a éste por Ley imperativa; esta limitación es sumamente criticable ya que excluye del listado a gastos que corresponden al vendedor como los de otorgamiento de la escritura y las plusvalías municipales, aunque todavía cabrá declarar su nulidad conforme a la cláusula general prohibitiva (37).
Ante la prohibición taxativa de trasladar al comprador los gastos derivados de la hipoteca para financiar la construcción, huelga toda valoración de la procedencia de la cláusula que obligaba a los adquirentes a asumir tal obligación. Ya queda dicho que la lista que contiene la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, inicialmente en su art. 10.1 c) y ahora en su disp. adic. 1.ª, es de las denominadas «negra», es decir, que las cláusulas que expresa han de considerarse abusivas en todo caso y, por lo tanto, radicalmente nulas.
Es obvio que si la hipoteca se contrató como garantía para financiar la construcción, fue el promotor o constructor quien la negoció y acordó los términos que se ajustaron mejor a sus intereses; y, por lo tanto, es a él a quien corresponde correr con todos los gastos que se deriven de ella, incluso su cancelación, salvo que al comprador le interese subrogarse y lo haga libremente, sin imposiciones. De ahí que la sentencia distinga entre los costes de la financiación de la compra y los de la construcción, señalando que si el comprador debe asumir también estos últimos se produce una doble financiación de la construcción por parte del comprador: la financia a través del precio de venta, que conoce y acepta libremente, y a través de la asunción de los gastos de la hipoteca en que se ve obligado a subrogarse, que no conoce previamente, no controla y no puede aceptar o rechazar libremente (38).

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Notas
(1) Aparte de las matizaciones doctrinales de fondo que se hacen a continuación en el texto, la sentencia contiene también algunas inexactitudes o incorrecciones secundarias, sin mayor transcendencia práctica. Así, la referencia en el tercer fundamento de Derecho a que cláusulas abusivas son, entre otras, las del núm. 3.º del art. 10.1 c) de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, en su redacción originaria, cuando hay consenso generalizado entre la doctrina relativo a que en realidad lo que ese numeral del precepto contiene no es un caso más de cláusula abusiva sino justamente su definición, pese a la incorrección sistemática que ello supone.
No es cierto que la reciente Ley sobre Condiciones Generales de la Contratación recoja el listado de cláusulas abusivas de la Directiva 93/13/CEE, ya que lo amplía extraordinariamente, además de que tiene el carácter de lista negra y no meramente gris (en la denominación adoptada por la mayoría de la doctrina, lista negra es aquella cuyas cláusulas se consideran siempre abusivas, sin necesidad de valoración caso a caso por el juez, por lo que son siempre ineficaces; lista gris es la que recoge una serie de cláusulas que se presumen abusivas, sin perjuicio de que el predisponente pueda justificar su razonabilidad y, en consecuencia, evitar excepcionalmente su ineficacia).
Aunque es cierto que el Tribunal Supremo en sus sentencias de 12 de julio de 1996 (LA LEY, 1996, 7829) y 4 de diciembre de 1996 (LA LEY, 1997, 230) atribuyen efecto directo a la Directiva por no haber sido transpuesta al Derecho nacional en el plazo establecido, por lo que el juez español ha de actuar como juez comunitario, este criterio no es correcto, conforme a la jurisprudencia comunitaria. El Tribunal de Justicia de la Comunidad Europea, en sus sentencias de 13 de noviembre de 1990, LA LEY, 1997, 355 (caso Marleasing) y de 7 de marzo de 1996 (caso Cristina Blázquez), declaró que cuando una Directiva no ha sido transpuesta al derecho nacional, en el plazo que establece, los jueces nacionales deben interpretar la legislación nacional existente a la luz de los principios de la Directiva pero sin atribuirle un efecto horizontal que no tiene; si algún consumidor se ve perjudicado por la falta de transposición podrá reclamar al Estado el pago de la indemnización de los perjuicios ocasionados por su falta de diligencia legislativa, como declaró el Pleno del Tribunal de Justicia de la Comunidad Europea en su sentencia de 8 de octubre de 1996.
Al final del mismo fundamento de Derecho 3.º, dice que el ap. 4 de la referida Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios proclama la nulidad de pleno Derecho de las cláusulas abusivas; debería decir el ap. 4 del art. 10 de la Ley.

(2) En este sentido, J. M. Miquel González, «Reflexiones sobre las condiciones generales», Estudios jurídicos en homenaje al profesor A. Menéndez, T. IV, Madrid, 1994, págs. 4941-61, 4957; J. Avilés García, «Cláusulas abusivas, buena fe y reformas del derecho de la contratación en España», RCDI, 1998, págs. 1533-85, 1549-50 y 1572.

(3) Incluso algún autor entiende que cabe calificar una cláusula como abusiva sólo porque exista un importante desequilibrio de prestaciones, aunque no haya mala fe (M.ª T. Alvarez Moreno, «Las cláusulas abusivas en contratos de condiciones generales celebrados con consumidores», RJC-LM, 1993, págs. 39-97, 51). Cabe preguntarse ¿cómo es posible que se incorpore al condicionado general de una empresa una cláusula que dé lugar a un desequilibrio importante de prestaciones si no es por mala fe del predisponente?
Tras la reforma operada por la Ley sobre Condiciones Generales de la Contratación, el nuevo art. 10 bis 1) de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios define más correctamente las cláusulas abusivas al indicar que se considerarán por tales las que causen un desequilibrio importante de los derechos y obligaciones de las partes que se deriven del contrato en perjuicio del consumidor, en contra de las exigencias de la buena fe (así lo entiende también R. De Angel Yagüez, «El Proyecto de Ley sobre condiciones generales de la contratación. Régimen (añadido) de las cláusulas abusivas en los contratos celebrados con consumidores y significativa modificación de la ley Hipotecaria», BICRE, 1977, págs. 2831-75, 2864), en la línea del art. 3.1 de la Directiva 93/13/CEE y del art. 9 AGBG (utilizo su traducción al español realizada por M. García Amigo, «Ley alemana occidental sobre «condiciones generales»» RDP, 1978, págs. 384-401, passim, y, en concreto, págs. 389-90). Obsérvese cómo el párrafo dieciséis de la Exposición de Motivos de la Directiva citada centra la cuestión en la buena fe.

(4) Así, R. Bercovitz Rodríguez-Cano, «La defensa contractual del consumidor o usuario en la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios», en Estudios jurídicos sobre protección de los consumidores, del propio autor y A. Bercovitz Rodríguez-Cano, Tecnos, Madrid, 1987, págs. 180 a 221, 198; M. A. López Sánchez, «Las condiciones generales de los contratos en el Derecho español», RLJ, 1988, págs. 609-55, 642-3; F. Rodríguez Artigas, «La contratación bancaria y la protección de los consumidores. El defensor del cliente y el Servicio de Reclamaciones del Banco de España», en Contratos bancarios, dirigido por R. García Villaverde, Civitas, Madrid, 1992, págs. 897-966, 936-7; J. F. Duque, «La protección de los derechos económicos y sociales en la Ley General para la Defensa de los Consumidores», EC, 3(1984), págs. 51 a 81, 67, que indican que la buena fe se utiliza como criterio valorativo de las obligaciones impuestas a cada parte, no refiriéndose al redactor o a quien aplica las condiciones generales. Los dos primeros añaden que se trata de la buena fe a que se refiere el art. 1258 del Código Civil pero traspuesta al momento de perfección del contrato. Vid. M. García Amigo, Condiciones generales de los contratos, Ed. RDP, Madrid, 1969, págs. 253-7, en contra de esta teoría distorsionadora del principio de la buena fe.
La cuestión no ha quedado suficientemente aclarada por la doctrina porque desde las magistrales obras de F. De Castro y Bravo [Las condiciones generales de los contratos y la eficacia de las leyes, Cuadernos Civitas, Madrid, 1985 (publicado originalmente en ADC, 1961, Suplemento); «El arbitraje y la nueva lex mercatoria», ADC, 1979, págs. 619 a 725; «Notas sobre las limitaciones intrínsecas de la autonomía de la voluntad», ADC, 1982, págs. 987-1085], nadie se ha detenido a investigar ampliamente las obligaciones que se derivan de la buena fe en este campo de la contratación, a pesar de que existían también trabajos sobre la buena fe en general que parecían facilitar la labor. S. Díaz Alabart, «Comentario al artículo 10.1 c)», en Comentarios a la Ley General para la Defensa de Consumidores y Usuarios, dirigida por R. Bercovitz y J. Casas, Civitas, Madrid, 1982, págs. 246 a 312, 252-3, apunta en la dirección acertada aunque sin desarrollar suficientemente el tema; hace una referencia correcta a la buena fe en sentido objetivo, entendida como criterio de valoración de determinadas conductas, y señala que «buena fe y justo equilibrio de prestaciones son dos requisitos distintos, íntimamente unidos que resultarían difícilmente separables en la práctica. El justo equilibrio de las contraprestaciones implica la existencia de buena fe, y la buena fe difícilmente existirá si no hay un equilibrio contractual justo». En parecido sentido L. Díez-Picazo y Ponce de León, Fundamentos del Derecho Civil Patrimonial, T. I, Civitas, Madrid, 1993, 4.ª ed., págs. 352-3, donde añade que «la buena fe es lo que el contratante normal espera, según el tipo de contrato, de la otra parte contratante. Es una aplicación de la regla general de la confianza». Efectivamente, el desequilibrio contractual proviene de una conducta de mala fe por parte del predisponente, pero cabe la posibilidad de que una práctica de mala fe no dé lugar a un desequilibrio contractual sino a un resultado sorprendente para el adherente, distinto al que éste esperase al contratar y, por lo tanto, también rechazable: es el caso de las cláusulas sorprendentes (vid. ampliamente J. A. Ballesteros Garrido, Las condiciones generales de los contratos y el principio de autonomía de la voluntad, J. M. Bosch Ed., Barcelona, 1999, págs. 212-7, 246-57 y 266-68).
Un análisis amplio y exhaustivo de esta cuestión no ha llegado hasta la obra de J. Alfaro Aguila-Real, Las condiciones generales de la contratación, Civitas, Madrid, 1991, que introduce aportaciones y propuestas novedosas a las que se han adherido algunos autores y originó nuevos estudios que pretendieron llevar más allá las conclusiones iniciales (así, Miquel, «Reflexiones…», Avilés, «Cláusulas…», Ballesteros, Las condiciones…)
Sin embargo, todavía hoy se pueden encontrar afirmaciones como que la buena fe que requiere el art. 10 bis de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios es la subjetiva, mientras que la exigencia de justo equilibrio de prestaciones se corresponde con el aspecto objetivo de la buena fe (F. J. Gómez Galligo, «La Ley 7/1998 de 13 de abril, sobre condiciones generales de la contratación», RCDI, 1998, págs. 1587-1622, 1608; téngase en cuenta que dicho autor es quien redactó la Memoria que acompañó al Proyecto de Ley, según indica en la nota 1, pág. 1587, de la publicación citada, lo que puede explicar las incorrecciones técnicas de la Ley si se ha partido en su elaboración de tan erróneos principios teóricos).

(5) L. Díez-Picazo y Ponce de León, Prólogo a F. Wieacker, El principio general de la buena fe, Civitas, Madrid, 1977, págs. 12, 19 y 20.

(6) Miquel, «Reflexiones…», pág. 4946, dice «… las condiciones generales [habría que matizar: sólo las abusivas] significan… un ataque… a la buena fe entendida como honradez, honestidad y lealtad rigurosas que exigen la protección de la confianza de la otra parte en que la regla contractual sustituidora del Derecho dispositivo es una regla justa y adecuada a las circunstancias del contrato».

(7) Lo que coincide con la doctrina de las expectativas razonables del adherente, formulada inicialmente en EE.UU. por un sector jurisprudencial y doctrinal y que se está erigiendo en la referencia para el control de las condiciones generales de la contratación en el nuevo Uniform Commercial Code en elaboración. Sobre su origen, formulación y aplicabilidad en nuestro Derecho, vid. Ballesteros, Las condiciones…, passim.

(8) En este sentido, la afirmación de la sentencia de la Audiencia Provincial de Madrid, Sección 9.ª, de 8 de julio de 1994, en su fundamento de Derecho 4.º, en que, al motivar la declaración de nulidad de una cláusula del sentido de las enjuiciadas por la sentencia comentada, dice: «El artículo 1091 del Código Civil no puede ser desgajado en su operatividad de lo normado en el 1255 del mismo Código sustantivo y mucho menos del artículo 10 de la Ley 26/1984, y si bien es cierto que el artículo 1255 proclama el principio de la autonomía de la voluntad, no es menos veraz que fija también sus límites naturales trazando la línea divisoria entre lo permitido a las partes y lo a ellas vedado y, por ende, entre la validez y la nulidad el pacto que transgreda normas de carácter imperativo e inexcusable observancia, cual acontece con el artículo 10 de la Ley 26/1984 preindicado…». Efectivamente, el art. 1255 del Código Civil al proclamar la libertad contractual establece unos límites (leyes, moral, orden público); el art. 10 de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios exterioriza un límite ya implícito en el propio fundamento de la autonomía de la voluntad: el respeto a la buena fe en el ejercicio de todo derecho, en este caso de la libertad contractual por parte de quien se arroga la facultad de fijar unilateralmente los términos del contrato.

(9) Alfaro, Las condiciones…, págs. 94-5, principalmente; Miquel, «Reflexiones…», pág. 4947; A. Emparenza, «La imposición al cliente de las condiciones generales del contrato», RDBB, 1997, págs. 1307-40, 1.314-5; L. M. Cabello de los Cobos y Mancha, «La Ley de condiciones generales de la contratación y la desjudicialización del tráfico jurídico», PJ, 49(1998), págs. 619 a 713, 621; Avilés, «Cláususulas abusivas…», págs. 1566-7; Ballesteros, Las condiciones…, págs. 51-8.

(10) Esto queda magistralmente expuesto en la Memoria del Borrador de Ley sobre condiciones generales de la contratación elaborado por el Ministerio de Justicia en 1992, que reproduce J. Alfaro Aguila-Real en «Cláusulas abusivas, cláusulas predispuestas y condiciones generales», Ponencia presentada en el Curso sobre el nuevo Derecho de las condiciones generales de la contratación, CGPJ, Madrid, 1998, texto mecanografiado, pág. 9.

(11) Sobre la función del principio de buena fe como límite a la facultad del predisponente para redactar su condicionado general y como cláusula general prohibitiva de las condiciones abusivas, vid. Ballesteros, Las condiciones…, págs. 246-57.

(12) Ya el Tribunal Supremo había hecho referencia al contenido de la Ley sobre Condiciones Generales de la Contratación en las sentencias de 3 de julio de 1998 y 13 de noviembre de 1998, utilizándola como criterio de interpretación o de refuerzo de la aplicación de los principios recogidos en la redacción original de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios.

(13) En este sentido, vid. Alfaro, Las condiciones…, págs. 95-6; R. Bercovitz, «La defensa…», pág. 197; Ballesteros, Las condiciones…, pág. 277.

(14) J. Alfaro Aguila-Real, «Nota crítica a los Comentarios a la Ley general para la defensa de los consumidores y usuarios, editados por R. Bercovitz/J. Salas», ADC, 1993, págs. 299 a 312, 305.

(15) De entre la inabarcable bibliografía al respecto, puede destacarse M. Costantino, «Regole di gioco e tutela del piú debole nell’approvazione del programma contrattuale», R. D. Civ., 1972-I, págs. 68 a 97, passim, y G. Alpa, Tutela del consumatore e controlli sull’impresa, Ed. Il Mulino, Bologna, 1977, págs. 171-5.

(16) Así, entre los autores que ya se han mostrado críticos con la redacción del art. 8 de la Ley sobre Condiciones Generales de la Contratación pueden citarse a R. Bercovitz Rodríguez-Cano, «Portada 20», Ar.Civ., 1997-III, págs. 16-8, 17; F. Rodríguez Artigas, «El ámbito de aplicación de las normas sobre condiciones generales de la contratación y cláusulas contractuales no negociadas individualmente (a propósito de un Anteproyecto y Proyecto de Ley)» DN, 86(1997), págs. 1 a 16, 3 y 4 y nota 39 (pág. 16); Alfaro, «Cláusulas abusivas…», pág. 14; J. Pagador López, «La Ley 7/1998, de 13 de abril, sobre Condiciones Generales de la Contratación», DN, 97(1998), págs. 1 a 34, 12-4; Ballesteros, Las condiciones…, págs. 84-5 y 277-8.

(17) Ballesteros, Las condiciones…, págs. 84-5.

(18) En este sentido, López Sánchez, “Las condiciones…”, pág. 642.

(19) Vid. otra explicación sobre el origen de la lista negra y la cláusula general prohibitiva en Alfaro, Las condiciones…, págs. 93 a 101.

(20) La popuesta de redacción de la sección 2-206 del Uniform Commercial Code, de EE.UU., en vías de elaboración, al positivizar la doctrina de las expectativas razonables, recoge una serie de circunstancias a tener en cuenta para determinar el contenido del contrato, que podrían servir también como referencia para el intérprete español a la hora de enjuiciar la validez de las condiciones generales con que se enfrente. Son las siguientes: la forma y circunstancias en que el formulario fue o es ordinariamente presentado al consumidor; si se llamó la atención del consumidor sobre la cláusula cuestionada; el grado de publicidad que el profesional u otra persona en su nombre haya hecho de la cláusula; el grado de conocimiento o comprensión por el consumidor del clausulado antes de la perfección del contrato; la naturaleza y precio de los bienes; las expectativas de otros consumidores en similares contratos; los usos y prácticas comunes respecto a bienes del mismo tipo; si el consumidor hizo anteriormente otras compras de bienes similares a otros vendedores; características particulares del consumidor en cuestión, como su falta de educación o que tenga un conocimiento del tipo contractual superior al promedio de consumidores (cfr. J. J. White, «Form Contracts under Revised Article 2», Wash.U.L.Q., 75(1997), págs. 315-56, nota 3, págs. 318-9).

(21) Lo que se corresponde, parcialmente, con la doctrina de las expectativas razonables del adherente (vid. Ballesteros, Las condiciones…, págs. 165 a 289).

(22) Alfaro, «Nota crítica…», pág. 306, y «Cláusulas abusivas…», pág. 1 y nota 4; L. Díez Picazo y Ponce de León, «Las condiciones generales de la contratación y cláusulas abusivas», en Las condiciones generales de la contratación y cláusulas abusivas, coordinado por el mismo autor, Fundación BBV/Civitas, Madrid, 1996, págs. 29 a 43, 41; Miquel, «Reflexiones…», págs. 4953-4.

(23) Las condiciones…, pág. 80, y «Notas sobre…», págs. 1060-2.

(24) «La defensa…», pág. 201.

(25) «Nota crítica…», pág. 306. Debe precisarse que los usos a los que alude son los creados espontáneamente por la práctica de los operadores del mercado, no los que se extiendan por imposición de la parte predominante sobre sus clientes y que algunos autores han pretendido confundir con la costumbre a que se refiere el art. 1.3 del Código Civil para así dotar de fuerza normativa a las condiciones generales de los contratos.

(26) P. Ulmer, «Diez años de la Ley Alemana de Condiciones Generales de los Contratos: retrospectiva y perspectivas», ADC, 1988, 763-87, págs. 775-6, señala que la cláusula general prohibitiva del parágrafo 9 AGBG puede considerarse como un encargo del legislador a los tribunales para que desarrollen el Derecho de los contratos. El legislador se ha descargado de la tarea de regular los tipos contractuales recogidos en el Código Civil, asignando esa tarea a la jurisprudencia, que ha de delimitar los contornos de los tipos contractuales con la técnica del case law, fórmula por la que está consiguiendo garantizar la seguridad jurídica al mismo tiempo que el equilibrio contractual y que evita que su tipificación positiva quede anticuada.

(27) En este sentido, F. Messineo, Il contratto in genere, v. I, Dott. A. Giuffrè Ed., Milano, 1973, págs. 43-7; M. García Amigo, en «Integración del contrato de seguro», en Comentarios a la Ley de Contrato de Seguro, editada por E. Verdera Tuells, CUNEF, Madrid, 1982, págs. 379-99, 385; y en «Integración del negocio jurídico», AAMN, T. XXIII, 1983, págs. 77 a 106, 88. Vid. también Ballesteros, Las condiciones…, págs. 41 a 51, principalmente pág. 42.

(28) Así, A. Bercovitz Rodríguez-Cano, «La protección de los legítimos intereses económicos de los consumidores», en el volumen Estudios jurídicos sobre protección de los consumidores, del propio autor y R. Bercovitz Rodríguez-Cano, Tecnos, Madrid, 1987, págs. 141-58; Alfaro, Las condiciones…, pág. 130; M. Ruiz Muñoz, La nulidad parcial del contrato y la defensa de los consumidores, Lex Nova, Valladolid, 1993, págs. 268-9; A. Emparanza, «La Directiva comunitaria sobre las cláusulas abusivas en los contratos celebrados con consumidores y sus repercusiones en el ordenamiento español», RDM, julio-septiembre de 1994, págs. 461 a 504, 484-5; Miquel, «Reflexiones…», págs. 4946-7. Entre la jurisprudencia, examinando este mismo caso, la sentencia de la Audiencia Provincial de Navarra, Sección 2.ª, de 27 de julio de 1998. En contra, M. Coca Payeras, «Comentario al artículo 10.2», en Comentario a la Ley General para la Defensa de Consumidores y Usuarios, dirigidos por R. Bercovitz y J. Salas, Civitas, Madrid, 1992, págs. 313-29, 320.

(29) Contrástese lo dicho con los fundamentos de la sentencia de la Audiencia Provincial de Madrid, Sección 20.ª, de 9 de diciembre de 1993, que conoce de una reclamación de varios adquirentes de viviendas en construcción contra el promotor, interesando la devolución de los gastos que se les habían cargado por el otorgamiento de la escritura horizontal y otros a los que se refería el núm. 11 del art. 10.1 c) de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, y también de los intereses del crédito hipotecario solicitado por el promotor, que debieron abonar desde el momento en que firmaron el contrato privado de compraventa, aún con el edificio en construcción y aunque las letras viniesen giradas a nombre del promotor. La Audiencia de Madrid confirma la sentencia de instancia, que había estimado íntegramente la demanda, sólo en cuanto a la primera petición, pero deniega la segunda porque dice que existe una amplia oferta de viviendas nuevas o usadas, con hipoteca o libre de cargas, etc., y porque es frecuente que el comprador se subrogue en el crédito hipotecario contratado por el promotor, lo que incluso puede resultarle ventajoso, por lo que entiende que no es una cláusula abusiva.
No pueden aceptarse tales razonamientos, que desconocen la problemática de las condiciones generales de la contratación. Estas pueden ser abusivas o impuestas de forma contraria a la buena fe con independencia de que haya otras ofertas de productos similares y de que se utilicen con mayor o menor frecuencia. Lo relevante es la forma en que se impongan y los efectos que tengan en cada caso concreto (sobre este tema, algunas sentencias del Tribunal Supremo, como las de 18 de junio de 1992, LA LEY, 1992, 3345, 20 de noviembre de 1996, y 31 de enero de 1998, LA LEY, 1998, 2223, se pronuncian en en sentido opuesto al indicado, rompiendo con la línea jurisprudencial mayoritaria anterior y posterior y con la doctrina más extendida; vid. una crítica a la segunda de ellas en Emparanza, “La imposición…”, passim).
Y tratándose de una cláusula que obliga no sólo a subrogarse en el crédito hipotecario del promotor sino además a reintegrarle los intereses devengados desde antes incluso de transmitida la vivienda, es evidente que se impone una obligación adicional no susceptible de aceptación por separado, que distorsiona de forma poco transparente la determinación del precio (a la gran mayoría de compradores les resultará muy difícil calcular el coste comparativo de la vivienda comprada en estas condiciones con el de otra en que no esté obligado a subrogarse en préstamo alguno), que limita al comprador la facultad de elegir la financiación que desee, si la necesita, y que puede perjudicarle si se aprovecha para imponerle un crédito con unas condiciones económicas onerosas. Téngase en cuenta, además, que la obligación de los compradores de financiar el crédito solicitado por el promotor para construir no sólo atenta implícitamente contra el art. 10.1 c).11 de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios (como señala Díaz Alabart, «Comentario…», nota 167, pág. 306), sino que implica que se desplace sobre éstos un gasto propio de la actividad del promotor, lo que es tan absurdo como pretender que paguen el impuesto de sociedades que a éste corresponda, sus pólizas de responsabilidad civil, etc. En el mismo sentido, vid. M.ª T. Alvarez Moreno, «Cláusulas abusivas en contratos celebrados con consumidores (Comentario a la sentencia de la Audiencia Provincial de Sevilla de 17 de julio de 1993)», RDP, 1994, págs. 659-70, passim, en referencia a la sentencia indicada que también entiende lícito, por aplicación del principio de libertad contractual, trasladar al adquirente el pago de los intereses del préstamo desde el momento de la constitución del préstamo, incluso si es anterior a la venta de la vivienda.

(30) Vid. ampliamente Ballesteros, Las condiciones…, págs. 222-33. Resumiendo lo allí razonado, puede decirse que no existe competencia porque los adherentes no pueden permitirse analizar el contenido de los condicionados generales que utilizan los distintos operadores en el mercado: el coste en tiempo, medios y honorarios de abogados que le supondría reunir la información necesaria para tomar una decisión acertada no guardaría ninguna proporción con el resultado obtenido, máxime cuando lo más probable es que los condicionados de unos y otros sean muy semejantes. De hecho, lo más acertado parece contratar con el primer oferente que se encuentre sin proseguir con más averiguaciones (al menos, en cuanto se refiere a la elección por sus condiciones generales), hasta el punto de que a quien pretendiese continuar con ellas se le podría calificar de rational fool, como indican H. B. Schäfer/C. Ott, Manual de análisis económico del Derecho Civil, trad. esp. de M. von Carstenn-Lichterfelde, Tecnos, Madrid, 1991, págs. 329-31.

(31) Sobre todo en Las condiciones…, págs. 21-9. Vid. también El arbitraje…, pág. 678.

(32) Vid. ampliamente Ballesteros, Las condiciones…, págs. 152-9.

(33) Como indica implícitamente la sentencia de la Audiencia Provincial de Navarra de 27 de julio de 1998, citada.

(34) Sin que el hecho de que la subrogación aparezca contemplada como una posibilidad por el art. 6 del Real Decreto 515/1989 legitime su imposición en todo caso. La obligación de subrogarse será válida si es aceptada libre y voluntariamente por el adherente, con pleno conocimiento de sus condiciones económicas y sin que esa aceptación se constituya en condición para la eficacia de la compraventa.
Compárese con la sentencia de la Audiencia Provincial de Cáceres, Sección 2.ª, de 18 de diciembre de 1995, que desestima la pretensión del comprador de vivienda que solicita que el promotor le reintegre los gastos de constitución de hipoteca en un caso en que ésta no se constituyó para financiar los gastos de construcción sino la compra, y que el contrato concedía al adquirente la opción de formalizar por sí mismo la hipoteca.

(35) Lo cual puede originar otro tipo de problemas si el comprador realmente quiere subrogarse en ese crédito y es el banco quien no quiere realizar la operación porque no confía en la capacidad del comprador para hacer frente a la amortización del préstamo.

(36) Aunque estas condiciones corresponden a la relación que se originará entre el banco y el adquirente, es el promotor el primer obligado a informar de ellas puesto que es quien pretende obligar al comprador a que realice la subrogación (en este sentido, Díaz Alabart, «Comentario…», nota 171, pág. 307).
En la práctica, parece que el incumplimiento de las obligaciones formales que impone el Real Decreto 515/1989 es algo habitual. Véase otro ejemplo en la sentencia de la Audiencia Provincial de Oviedo, Sección 5.ª, de 15 de noviembre de 1995, que examina un caso en que la inmobiliaria no sólo utiliza en su condicionado general una serie considerable de cláusulas abusivas sino que además incumple prácticamente todas las obligaciones legales y reglamentarias dictadas para la protección de los consumidores e incluso pretende entregar la vivienda y de resolver el contrato en condiciones absolutamente inicuas.
Por otro lado, como ha señalado F. Cuenca Anaya, «Cláusulas abusivas en ventas empresariales de viviendas», AC, 1995-I, págs. 239-46, 246, la enumeración del art. 6 del R. Decreto citado es insuficiente porque no hace referencia al tipo de interés, índices de referencia utilizados en caso de interés variable, causas de vencimiento anticipado, etc.

(37) R. Saraza Jimena, «La ley sobre condiciones generales de la contratación», JpD, 32(1998), págs. 50-7, 56-7, critica éste y otros supuestos (concretamente el del núm. 18), afirmando que la redacción de la Ley denota la influencia de determinados sectores empresariales.

(38) Las sentencias de la Audiencia Provincial de Madrid, Sección 21.ª, de 8 de diciembre de 1993, y de 8 de julio de 1994 (que transcribe parcialmente otra de la Sección 8.ª de 28 de enero de 1994), desestiman sendos recursos de una sociedad inmobiliaria que fue condenada en la primera instancia a reintegrar a los demandantes, compradores de viviendas en construcción, los gastos que les fueron repercutidos por coste de escrituras, inscripción, etc., derivados de la división y subrogación del préstamo hipotecario contratado por aquélla, en la parte proporcional correspondiente a la financiación de la construcción. Dicho préstamo fue contratado después de firmadas las escrituras privadas de compraventa de las viviendas que se iban a construir, especificándose las cantidades que correspondían a financiación de la construcción y de la venta. Los demandantes no se oponen a la subrogación, sino que se limitan a solicitar el reintegro de la parte de gastos indicada.
Por otro lado, la sentencia de la Audiencia Provincial de León, Sección 1.ª, de 2 de junio de 1994, AC 1689, excluye que el comprador de vivienda que no se subrogue en el préstamo hipotecario deba hacerse cargo de sus intereses y gastos; la vivienda debe entregarse libre de cargas y gravámenes, para lo cual ha de cancelarse previamente la hipoteca, y todo lo que se oponga a esto atenta contra la buena fe y el justo equilibrio de prestaciones.