«La Ley de condiciones generales de la contratación, derecho del consumo, derecho del mercado y ámbito subjetivo del control de las cláusulas abusivas», publicado en la revista Actualidad Civil, nº 20, 15 al 21 de mayo de 2000.

«La Ley de condiciones generales de la contratación, derecho del consumo, derecho del mercado y ámbito subjetivo del control de las cláusulas abusivas», publicado en la revista Actualidad Civil, nº 20, 15 al 21 de mayo de 2000.

LA LEY DE CONDICIONES GENERALES DE LA CONTRATACIÓN, DERECHO DEL CONSUMO, DERECHO DEL MERCADO Y AMBITO SUBJETIVO DEL CONTROL DE LAS CLÁUSULAS ABUSIVAS
José Antonio Ballesteros Garrido
Doctor en Derecho. Abogado

A comienzos del pasado mes de julio se celebraron en Bruselas unas jornadas convocadas por la Dirección General XXIV de la Comisión Europea, dedicadas a la evaluación de la aplicación en cada Estado miembro de la Directiva 93/13, sobre cláusulas abusivas en los contratos celebrados con consumidores, y a sus futuras perspectivas; intervinieron representantes institucionales de todos los países miembros y de la propia Dirección General XXIV, así como algunos autores de reconocida solvencia en la materia. Se trataba con ello de facilitar el cumplimiento de lo dispuesto en el art. 9 de la Directiva, que ordena a la Comisión que presente al Consejo y al Parlamento Europeo un informe sobre su aplicación antes del 31 de diciembre de 1999. Pues bien, la recopilación de los distintos informes presentados y de una serie de artículos doctrinales al respecto propicia la reflexión sobre la opción adoptada por el legislador español para transponer la Directiva.

LA OPCIÓN LEGISLATIVA: DERECHO SECTORIAL DEL CONSUMO O NUEVO DERECHO DEL TRÁFICO ECONÓMICO

1) LOS DISTINTOS SISTEMAS DE CONTROL DE LAS CLAUSULAS ABUSIVAS

La opción adoptada por el legislador español para transponer a nuestro Derecho interno la Directiva 93/13 CEE, del Consejo, de 5 de abril de 1993, sobre cláusulas abusivas en los contratos celebrados con consumidores (en adelante, la Directiva), materializada en la Ley 7/1998, de 13 de abril, de condiciones generales de la contratación (en adelante, LCGC), es sumamente discutible porque esta Ley no sólo no mejora técnicamente la Ley 26/1984, de 19 de julio, general para la defensa de los consumidores y usuarios (en adelante, LDCU) salvo en algunos aspectos puntuales de importancia secundaria, pese a las numerosísimas críticas que le formuló la doctrina y a su limitada utilización jurisprudencial (lo que ya es indicio de que no era una Ley muy correcta), sino que introduce otros nuevos tanto de orden sistemático como de fondo.
Para poder analizar mejor la decisión de nuestro legislador lo más conveniente es comenzar examinando los distintos sistemas existentes en nuestro entorno. En primer lugar, hay que hacer una referencia al sistema italiano original, establecido por el Codice civile de 1942, que fue el primero que contempló el problema pero ofreciendo una solución sumamente inadecuada. Se establecía un control simplemente formal de las condiciones generales de la contratación (cgc en lo sucesivo): debía acreditarse que el adherente debió haber conocido las cgc que se enumeraban en el art. 1.341,2 como potencialmente lesivas. Si se demostraba que tuvo la posibilidad de conocerlas, alcanzaban plena validez, con lo que se excluía todo control sustantivo. Este sistema fue duramente criticado por la generalidad de la doctrina italiana y extranjera porque lo que hacía, en definitiva, era legitimar la utilización de cláusulas abusivas mediante la simple exigencia de una sencilla formalidad, con lo que se reforzaba aún más la posición del contratante fuerte; y es que es evidente que el adherente no se ve en absoluto favorecido por el hecho de que se garantice que ha de poder conocer la cláusula abusiva que se le impone si no tiene medio alguno para excluirla, sea mediante la negociación (imposible por definición tratándose de cgc) o por la prohibición legal (que no se hace). El único efecto práctico que esto tenía para el adherente, aparte de la citada convalidación del abuso, es que sea consciente del mismo.
Pero los sistemas que se han impuesto para acabar con las cláusulas abusivas son el que se podría llamar francés o nórdico y el alemán. El primero de ellos responde a la teoría del abuso, que dirige su política legislativa a la protección del consumidor al concebirlo como parte débil del contrato, sometido por lo tanto al abuso que de su posición de superioridad económica puede hacer el contratante profesional. Este abuso de poder representa un fallo del mercado que ha de ser remediado por la intervención del legislador. El profesional puede aprovecharse de su superior conocimiento del mercado, de las economías de escala que permite la contratación masiva, para utilizar a su favor la libertad de contratar e imponer condiciones contractuales inicuas, sin que el consumidor pueda evitarlas; se pone así en entredicho el paradigma de la teoría liberal del contrato, qui dit contractuel dit iuste, ya que es imposible que el consumidor pueda garantizar el equilibrio de los contratos que concluye mediante un consentimiento libre. Para evitarlo, el legislador protege al consumidor introduciendo controles que persiguen garantizar el equilibrio de los contratos que concluya con profesionales, intervengan o no cgc y alcanzando incluso a la relación calidad/precio. La plasmación positiva de este sistema se plasma en la promulgación de una ley de protección al consumidor en distintos campos, o de varias leyes sectoriales, pero siempre centradas en la figura del consumidor como figura necesitada de una especial protección.
El segundo modelo legislativo, el alemán, adoptado también por Portugal, responde a la teoría de los costes de transacción. Se observa que todas las transacciones, intervengan o no consumidores, conllevan unos costes de transacción: todo contrato, en teoría, ha de ser negociado, lo que conlleva un gasto en tiempo y medios, en dinero; este coste repercute en el precio final de los bienes o servicios que constituyen el objeto del contrato, el consiguiente encarecimiento habrá de ser soportado por la parte débil del contrato; pero estos costes pueden evitarse mediante la utilización de cgc, que se aplicarán a todos los contratos que concluya un mismo profesional, permitiendo de paso una racionalización del mercado. Sin embargo, este beneficioso procedimiento conlleva el riesgo de que se priva al adherente de revisar los términos del contrato, ya que sólo puede aceptarlos en bloque o renunciar a contratar. Se hace preciso, consiguientemente, un control público de esas cgc para garantizar su equidad. Este sistema se concreta en una ley que regula genéricamente el fenómeno de la contratación mediante cgc, sin perjuicio de que establezca un nivel de protección más estricto cuando el adherente es un consumidor.

2) EL SISTEMA DE LA DIRECTIVA EUROPEA Y DE LA LCGC

El proyecto original de Directiva que finalmente dio lugar a la 93/13 CEE respondía abiertamente al modelo francés: se dirigía a la protección de los consumidores en todo tipo de contratos, protegiéndoles de los abusos a que los pudiese haber sometido un profesional incluso en contratos negociados y en lo relativo al precio. Sin embargo, la presión de las asociaciones de empresarios y de la doctrina alemana dio lugar a que se limitase su alcance a las cláusulas no negociadas y accesorias, acercándose al modelo alemán pero sin extender su ámbito a todos los contratos en que se utilicen cgc. Con ello nace un sistema híbrido que recoge las limitaciones de ambos sistemas, en cuanto reduce la protección ofrecida a la parte débil del contrato sin ajustarse a la filosofía de ninguna de las dos teorías apuntadas (no protege al consumidor en todo caso, sino sólo respecto a las cláusulas no negociadas y accesorias; no regula todas las cgc, sino sólo las impuestas a consumidores) porque se responde a una concepción dogmática, en decadencia, de la libertad contractual, que ya no obedece a la realidad social del mercado de nuestros tiempos. Es evidente que pueden producirse abusos por medio de cgc en contratos celebrados entre profesionales y que el hecho de que haya una negociación entre el profesional y el consumidor no garantiza que ésta se efectúe en situación de igualdad.
Pues bien, si existen incongruencias en el seno de la Directiva, el híbrido que se pretendió realizar con la aprobación de la LCGC y la conservación del art. 10 LDCU, reformado y con el añadido de un bis y una disposición adicional para transponer la Directiva, ha dado lugar a una normativa absolutamente caótica, desprovista de todo sentido y cuya filosofía es imposible descubrir, si es que existe. La duplicidad de normas a que da lugar la superposición de la LCGC con la LDCU, de ámbitos objetivos en intersección, dificulta extraordinariamente la labor al intérprete, por lo que la elaboración de una línea jurisprudencial coherente, sistemática, que desarrolle la protección necesaria en este sector de la contratación será muy dificultosa y, de seguro, estará plagada de resoluciones contradictorias y constantes rectificaciones del camino a seguir.
Es discutible, en cuanto a los defectos técnicos sistemáticos de la nueva Ley, que se haya optado por duplicar los sistemas de protección, manteniendo la LDCU para los contratos celebrados con consumidores y la LCGC para el control de las condiciones generales de la contratación, pero con la remisión que ésta contiene a aquélla en cuanto al control de las cláusulas abusivas, que prácticamente la deja sin contenido sustantivo; este sistema es probablemente el menos indicado de todos los posibles por varias razones. Comencemos viendo las alternativas.

3) ALTERNATIVAS DE POLÍTICA LEGISLATIVA: REGULACION EN EL CC, LEY UNICA, DOBLE LEY

En primer lugar, debería haberse planteado la posibilidad de introducir la normativa sobre esta materia en el Código civil, como se ha hecho en Italia y Holanda, p.ej., por la transcendencia que tiene en cuanto a la teoría general de los contratos y a fin de que impregne con sus connotaciones la totalidad de la contratación moderna, en lugar de mantenerse como un sistema contractual anómalo, excepcional, de ámbito delimitado perfectamente frente a la que se ajusta al paradigma clásico. La introducción de la normativa sobre control de las condiciones generales de la contratación en el Código Civil supone su institucionalización, darle un carácter de regla general de la disciplina del contrato, de principio general de la contratación, mientras que al dictar una Ley específica se sectorializa su regulación, estableciendo unas reglas técnicas, aparentemente neutras en relación al resto de contratos no afectados directamente por ella. Esto no se compadece con la realidad porque la contratación en masa no constituye ya un fenómeno marginal, excepcional, frente a la celebrada en la forma tradicional, mediante la negociación entre las partes, sino más bien a la inversa; la mayor parte de los ciudadanos occidentales serán incapaces de recordar cuándo celebraron por última vez un negocio en que negociasen sus términos, incluido el precio, en situación de igualdad con el otro contratante. No tiene sentido, por lo tanto, mantener como modelo contractual el que, en la práctica del mercado, se ha demostrado que es excepcional y seguir contemplando como algo marginal al que se ha implantado de forma arrolladora.
Una segunda posibilidad habría sido dictar una única ley que regulase con carácter general todas las cuestiones civiles y procesales actualmente incluidas en la LDCU y en la LCGC, derogando el art. 10 LDCU, al modo de las leyes portuguesa o alemana, que se reconocen como las más correctas técnicamente de nuestro entorno. Y es que esas leyes regulaban originalmente con amplitud todo el fenómeno de las cgc, introduciendo los matices pertinentes según el adherente fuese o no consumidor: en el caso de la Ley alemana, cuando el adherente es un profesional no se aplica la lista negra de cláusulas prohibidas sino únicamente la norma general prohibitiva de las cláusulas abusivas, es decir, de las cláusulas que, en contra de la buena fe objetiva, no sean equitativas; la portuguesa sí aplica una lista negra cuando el adherente es un profesional, pero es más corta que la que rige cuando el adherente es un consumidor. Así, de la Ley alemana, la AGBG, se ha dicho, resaltando su éxito, que se ha diluido en el Derecho general tras haberlo contagiado o contaminado con sus principios y valores, o que ha llegado a constituir una suerte de parte general del derecho de la contratación en masa. Para transponer la Directiva simplemente era necesario añadir que la protección originalmente establecida cuando se contrataba con base en cgc se otorgaría también cuando la imposición se realizase en el marco de un contrato individual entre un consumidor y un profesional.
Lo que no tiene sentido alguno es regular por un lado los contratos celebrados con consumidores, estableciendo unos controles relativos a su inclusión en el contrato y a su contenido, que afectan a todas las cláusulas no negociadas, lo que se corresponde con el sistema francés o nórdico; y, por otro, regular las condiciones generales de la contratación utilizadas frente a todo adherente, lo que se corresponde con el alemán, pero con una grave mutilación, al menos aparentemente (no si se sigue la interpretación que expongo más adelante): sólo se establece un control de inclusión, similar pero no idéntico al ya establecido en la LDCU, ya que, en cuanto al control del contenido, se remite a ésta, pero aparentemente sólo para los casos en que ya es aplicable de por sí sin necesidad de que se haga tal remisión (es decir, cuando el adherente es un consumidor), todo lo cual puede conducir a equívocos.

4) ¿DERECHO DEL CONSUMO COMO NUEVA RAMA DEL DERECHO?

Esta incorrecta decisión proviene, en primer término, de la falta de reflexión del legislador, que no se planteó adecuadamente por cuál de los dos sistemas examinados, el francés o nórdico o el alemán, quería inclinarse, decidiéndose por un híbrido monstruoso. En segundo término, deriva de la propia asunción por la Unión Europea, al menos hasta ahora y, por lo que aquí se refiere, a la Directiva 93/13, de la desacertada concepción del denominado Derecho del Consumo como una nueva rama del Derecho, con elementos desgajados del Derecho Civil (protección de los consumidores frente a cláusulas abusivas, en los contratos celebrados fuera del establecimiento mercantil, en las normas sobre responsabilidad civil…), del Derecho Mercantil (normas sobre transparencia, información, organización, etc. de entidades financieras, sobre la publicidad, etc.), del Derecho Administrativo (sanciones en materia de consumo, creación de organismos con competencias mediadoras y de control, normas técnicas sobre los productos que se ponen en el mercado…), procesales (nuevas acciones colectivas, creación del arbitraje de consumo, legitimación de asociaciones de consumidores para actuar), del Derecho penal (tipificación de determinadas conductas perjudiciales para los consumidores); y además con reglas propias que aparentemente contradicen o derogan las propias de los sectores de los que se desgajan: así, en cuanto al Derecho contractual, las obligaciones formales (obligación de acreditar formalmente la previa puesta en conocimiento del adherente del condicionado general, exigencia de doble o triple firma, etc.) se oponen a la tradicional libertad consensual; la facultad de desistimiento del contrato a la vinculación de la palabra dada; la ineficacia de las cláusulas abusivas a la libertad de pactos. Esta postura se corresponde con el sistema francés de protección de la parte débil, centrado en el consumidor final, en el acto de consumo, en el que se ha llegado a compilar las disposiciones dictadas sobre la materia en un Code de la Consommation con la idea de que constituye un sistema nuevo, desgajado del Derecho Civil, cuyas reglas no han evolucionado con la suficiente flexibilidad para acomodarse a la moderna contratación en masa.
Sin embargo, más correctamente puede sostenerse que la nueva legislación protectora de la parte débil, mejor que del consumidor, no es sino la evolución o desarrollo de principios tradicionales para adaptarlos a las nuevas circunstancias del tráfico; podría decirse que equivalen a la aplicación del art. 3 CC a los principios generales, es decir, su interpretación o comprensión según el contexto y la realidad del tiempo en que se aplican para que afloren nuevamente los valores últimos en que se inspira el ordenamiento: la justicia, la fraternidad, la utilidad social… Y es que no puede mantenerse que la libertad contractual tiene el mismo contenido en la negociación de un mercado decimonónico que en la suscripción de un contrato multirriesgo del hogar o de responsabilidad civil de una empresa a fines del siglo XX; o que la responsabilidad civil puede basarse exclusivamente en la culpa del agente, probada por quien sufre el resultado dañoso, en la era de la tecnología más sofisticada, en que cualquier ciudadano está sometido a riesgos provocados por agentes de gran poderío económico y cuya actividad y medios escapan a su comprensión, no digamos a su capacidad de control.
Discrepo, sin embargo, de los autores que sostienen que el Derecho del Consumo es una evolución del Derecho Civil en el sector particular de los contratos entre profesionales y consumidores, algunas de cuyas reglas pueden extenderse al Derecho Civil pero sin que se pueda generalizar en conjunto, sino que ha de permanecer como rama específica; que la LDCU es la manifestación del Estado social de Derecho en la contratación; o la necesidad del Derecho del Consumo como nueva rama autónoma del Derecho, etc. Tal como está concebido en España, siguiendo el modelo francés, efectivamente ése es el criterio del legislador, pero que resulta sumamente criticable. Los propios defensores del Derecho del Consumo se cuestionan su transcendencia, por considerar que constituye una amenaza al Derecho común de las obligaciones al que relega a un segundo plano porque es de aplicación cotidiana, más extendida que éste por afectar a los principales operadores del tráfico: consumidores y profesionales; y, por otra parte, porque sus contornos son difusos, la noción de consumidor no está clara. Y de hecho, en la práctica jurisprudencial y del tráfico jurídico se puede percibir o esperar que las normas tuitivas de los consumidores se apliquen espontáneamente sin distinguir si ha intervenido un consumidor o no. Así, en la jurisprudencia a menudo se ha venido aplicando el art. 10 LDCU sin pararse a examinar si el adherente es o no consumidor, o se aplica por analogía; o las normas sobre responsabilidad civil (arts. 25 y ss LDCU) sin examinar si la víctima del daño es o no consumidor; se va extendiendo el convencimiento, con la consiguiente persuasión moral, de que las cláusulas abusivas deben eliminarse de todos los contratos de adhesión, lo que puede conducir a que los predisponentes las expurguen voluntariamente.
Y es que el Derecho del Consumo no ha alcanzado un grado de desarrollo que permita declarar su autonomía; sus bases se asientan sobre la teoría general de las obligaciones, a la que sólo introduce ciertas innovaciones, de tal forma que se combinan las reglas propias del Derecho del Consumo con las ya existentes en el Derecho Civil para lograr la mejor protección del contratante débil; por todo ello, el Derecho del Consumo debe considerarse no como nueva rama del Derecho, que origine una ruptura entre dos sistemas de relaciones contractuales según la condición de las partes, sino como un acicate para la evolución del Derecho de las obligaciones, haciendo que se adapte a los desequilibrios entre los operadores, con el resultado de que éste se convierte en lo que podría llamarse Derecho del mercado, que integra tanto las reglas tradicionales como sus adaptaciones a las circunstancias del tráfico contemporáneo, incluyendo las normas relativas a la concurrencia, la publicidad, etc.

5) DESEQUILIBRIO CONTRACTUAL VERSUS ACTO DE CONSUMO

Por esta misma razón, la nueva normativa no debería delimitar su ámbito de aplicación por referencia al acto de consumo, sino generalizarse a todas aquellas situaciones en que exista un significativo desequilibrio entre las partes debido a las particularidades de la contratación en masa, puesto que el fundamento de la protección, la necesidad de que se dicten normas tuitivas, alcanza a todos los casos en que exista tal desequilibrio, tal defecto en el fundamento del mercado, por lo que la restricción de la protección a los consumidores entraña una discriminación para los pequeños profesionales que se encuentran en idéntica situación.
En efecto, la normativa aprobada en materia contractual, particularmente la LDCU, se refiere sólo a los contratos celebrados con consumidores, despreciando el hecho de que los abusos que se cometen por medio de las cgc afectan tanto a consumidores como a los pequeños profesionales o empresarios (simplemente profesionales, en lo sucesivo). Este hecho sin duda era conocido por el legislador, que no podía ignorar las críticas efectuadas por la doctrina a la LDCU, en su redacción original, por no incluir a los profesionales en su ámbito subjetivo de protección y que defendió la aplicación analógica de esa Ley, cosa que en numerosas ocasiones hizo la jurisprudencia; incluso la exposición de Motivos LCGC se refiere a ello, pese a lo cual, de una manera sumamente confusa, dice que el concepto de cláusula abusiva encuentra su ámbito de aplicación en la contratación con consumidores, cosa que a continuación trataré ampliamente.
Con ello se establece una protección legal en función del sujeto contratante, desconociendo que el fenómeno es mucho más amplio y complejo. Se trata del dominio del mercado por las grandes empresas despersonalizadas, sin cabeza visible, que establecen las condiciones en que van a distribuir sus productos de forma inexorable, perfectamente planificada para lograr la máxima productividad y rendimiento, pero teniendo en cuenta únicamente los intereses de la propia organización; el problema es que el sujeto que contrata con esa organización ya no puede influir en modo alguno en el contenido del contrato, que queda así fuera del paradigma contractual que pretende alcanzar la justa composición de intereses por medio de la negociación y el acuerdo libre; el adherente ha perdido la soberanía del contrato. Un sector de la doctrina señaló que las relaciones de mercado ya no se establecen por medios contractuales, sino en función del status de los intervinientes: la empresa establece el contenido de esas relaciones y la gran masa de individuos particulares se someten a su dictado, al carecer de capacidad de negociación.
Pues bien, la solución adoptada, siguiendo la Directiva, contempla el problema parcialmente y decide proteger únicamente a un sector de los sujetos que intervienen en el mercado, delimitado por el concepto de consumidor.
Sin embargo, esta solución lleva a que se utilice nuevamente la noción de status en otro sentido: para delimitar el campo de aplicación de esta normativa tuitiva, puesto que ese ámbito se establece de acuerdo con un criterio subjetivo. Surge así la categoría sociológico-jurídica de consumidor como grupo de personas cuyo status les permite acceder a la protección de la normativa dictada para corregir las anomalías de la contratación en masa. Frente a este colectivo queda el de los no consumidores, que continuarán estando sometidos al dictado de las grandes empresas en tanto en cuanto adolezcan de la misma falta de capacidad de negociación que los consumidores. Ello es debido a un error en el punto de partida: se contempla el problema en la perspectiva de un ciclo económico de producción-distribución-cambio-consumo, de tal manera que el consumidor es el miembro de un colectivo que tiene un interés común, el consumo de los bienes producidos o distribuidos por el gran empresario, de tal manera que se constituyen dos colectivos enfrentados, el de los consumidores y el de los empresarios. Sin embargo, la cuestión no viene determinada por el acto de consumo, sino por la estructura del mercado que permite a un sector de los operadores, a los grandes empresarios, dominarlo totalmente.
El problema no se centra en el consumidor final, en el concepto de acto de consumo, sino en el más amplio de quienes están sometidos al dictado de la parte predominante en el mercado. La división del mercado no se establece entre productores y consumidores, sino entre individuos dominantes del mercado y quienes se someten a su dictado debido a la ausencia de competencia en cuanto al contenido de las cláusulas contractuales en los contratos en masa. Por lo tanto, toda medida que pretenda restablecer el funcionamiento del mercado, que las relaciones en su seno se determinen conforme a criterios contractuales, debe alcanzar a todo el colectivo que carece de poderes de negociación, no sólo a quienes realicen actos de consumo. Este es el sistema adoptado en Alemania y Portugal, cuyo éxito ya he señalado más arriba.
Puede convenirse con BENEDETTI que la autonomía privada admite diferentes manifestaciones según el contexto socio-histórico. Aparece limitada, excluida incluso, por la contratación en masa, que prescinde de la voluntad e intereses del conjunto de adherentes al formulario contractual establecido por el predisponente. Por otra parte, la libertad de iniciativa empresarial permite la aparición de nuevos productos comerciales, nuevos tipos contractuales, la evolución del mercado. Estas dos tendencias contrapuestas deben compaginarse mediante una serie de límites a la facultad de la organización empresarial de establecer el listado de derechos y obligaciones de las partes según su exclusivo interés, por perjudicial que sea para sus clientes. Tales límites deben estar inspirados en el paradigma contractual; esto es, en la medida en que es inviable una composición negocial individual con cada uno de los potenciales clientes, debe al menos garantizarse que éstos conocerán suficientemente los términos del contrato, los cuales han de reflejar el contenido lógico, equilibrado, que cualquier individuo de preparación mediana podría esperar que tuviera, según el tipo negocial y demás circunstancias del negocio. En la medida en que esto sea así podrá decirse que el sistema respeta la autonomía individual.
Pero al dejar fuera a todo un sector de los intervinientes en el mercado, delimitado negativamente como los no consumidores, se mantiene a éstos sometidos a los abusos de las organizaciones empresariales, sin posibilidad de reacción (salvo por vía indirecta, en la medida en que las acciones colectivas de cesación y las sentencias que se dicten en ellas les afecten, lo cual es discutible: ¿podrán invocar que ya se dictó una Sentencia declarando la nulidad de determinada cláusula abusiva si ellos no son consumidores y, por lo tanto, la identidad del caso juzgado en la acción colectiva y en la suya individual no es idéntico al no haber identidad de partes?).
En este sentido, en la medida en que las previsiones adoptadas sean correctas técnicamente, ajustadas a los principios generales del derecho contractual, se salvaguardarán estos, podrá defenderse que las relaciones del mercado siguen estableciéndose por medio del libre consentimiento, del contrato, y no del status. Sin embargo, en tanto la normativa que rija al respecto sea sectorial y no genérica, a quienes estén excluidos del ámbito de protección de aquélla seguirá aplicándoseles el Derecho común, es decir, la normativa que el Código decimonónico establece contemplando el contrato celebrado al modo tradicional, negociado y mediante un consentimiento libre e informado, por lo que seguirán sometidos al dictado del contratante fuerte, sus vínculos negociales seguirán determinándose según su status de adherentes, de súbditos de las disposiciones de las grandes empresas. No queda otra opción para evitar esto que generalizar la aplicación de la normativa protectora de la parte débil, concebirla no ya como una normativa sectorial, excepcional frente a la del Código, sino como la teoría general del contrato, que defiende la equidad, el equilibrio entre las partes en todo tipo de contrato, sin detenerse a examinar si una de las partes es o no consumidor, sino si se ha visto obligado a someterse a las condiciones impuestas por la otra.

II) ÁMBITO SUBJETIVO DEL CONTROL DE LAS CLÁUSULAS ABUSIVAS

A lo largo de este estudio he hecho referencia varias veces a lo confuso de la remisión que hace el art. 8.2 LCGC a la LDCU respecto a la definición de las cláusulas abusivas, así como de la Exposición de Motivos LCGC al tocar esta cuestión. Pues bien, a continuar voy a proponer una interpretación de dichos textos en línea con la crítica que acabo de exponer de la opción legislativa de la doble Ley y con la defensa de una normativa que se centre no en el acto de consumo sino en el incorrecto funcionamiento del mercado.
El art. 8 LCGC declara la nulidad de pleno derecho de las cgc que contradigan en perjuicio del adherente lo dispuesto en la propia Ley o en cualquier otra norma imperativa o prohibitiva (¿hacía falta decirlo?), salvo que se establezca un efecto distinto para el caso de contravención (repito, ¿hacía falta decirlo?); el número 2 del mismo artículo continúa precisando que serán nulas, en particular,1 las cgc abusivas cuando el contrato se haya celebrado con un consumidor, entendiendo por tales en todo caso las definidas en el art. 10 bis y disposición adicional primera LDCU. El art. 9 LCGC dice que la declaración judicial de nulidad de las cgc podrá ser instada por el adherente de acuerdo con las reglas generales reguladoras de la nulidad contractual.
De acuerdo con ello, la prohibición de las cláusulas abusivas parece reducirse a los casos en que el adherente es un consumidor, es decir, a los mismos supuestos ya contemplados en la LDCU, por lo que los preceptos citados de la LCGC serían redundantes y, por ende, absolutamente inútiles. En efecto, si la LCGC se limita a declarar la nulidad de las cgc abusivas cuando se imponen a un consumidor no introduce ninguna novedad frente a la LDCU, que ya contempla ese supuesto, aunque más ampliamente: no sólo declara la nulidad de las cgc sino de todas las cláusulas impuestas a los consumidores, siempre que sean abusivas.
Sin embargo, a la vista de los antecedentes legislativos y de la Exposición de Motivos de la propia Ley, y utilizando un criterio interpretativo finalista y racional, podría llegarse a otra conclusión.
Ya he mencionado que la normativa comparada sobre la materia se puede clasificar en dos sistemas, el alemán y el francés o nórdico. Las leyes de protección genérica de los consumidores, y limitadas a los consumidores, entre ellas la Directiva y la LDCU, se alinearían con el segundo, mientras que las leyes que se centran en las cgc, con independencia de que sean impuestas a un consumidor o a un profesional, pero ignorando los demás casos en que se imponen cláusulas particulares, abusivas o no, a un consumidor concreto, como es el caso de la LCGC, se corresponden con el sistema alemán.
Según he expuesto más arriba, en el sistema alemán no se toma como punto de referencia el acto de consumo, sino la imposición a una generalidad de adherentes de unas mismas condiciones generales de la contratación; la ratio de este sistema se centra en poner coto a lo abusos que puede cometer un predisponente gracias a las ventajas que le confiere el hecho de poder utilizar e imponer a todos sus clientes un mismo formulario contractual sobre cuyo contenido no existe competencia en el mercado. No se centra en el status del adherente, si es o no consumidor, sino en el desequilibrio contractual que origina la situación de predominio del predisponente, que le permite imponer sus términos con independencia de la voluntad de sus adherentes y sin someterse a los mandatos del mercado. Por ello, se instauran una serie de controles (control de inclusión, control de contenido, además de unas reglas particulares de interpretación) aplicables a todos los contratos que se suscriban mediante la utilización de cgc, con independencia de que el adherente sea consumidor o profesional.
Por consiguiente, no tiene sentido que se dicte una Ley sobre cgc y que se excluya de su contenido justamente la parte más importante, la que colma de significado su promulgación, cual es la destinada a prohibir el uso de cláusulas abusivas. Sin este control, la LCGC queda huera de sentido: los controles de inclusión en realidad no son más que una explicitación de reglas que ya se encuentran en el Código Civil (no se puede prestar el consentimiento a algo que no se conoce); las reglas de interpretación ya se contienen expresa o implícitamente también en el Código Civil (art. 1.288: interpretación contra proferentem; otras reglas ya habían sido desarrolladas por la jurisprudencia a partir de los arts. 1.281 a 1.289 CC); y las reglas procesales, particularmente lo referido a acciones colectivas, encuentran mejor acomodo en la Ley de Enjuiciamiento Civil, y aún si se considera preferible que se regulen por medio de una Ley especial, parece que su lugar sería la LDCU. Por lo tanto, si el control del contenido se limita al establecido en la LDCU, la LCGC pierde su razón de ser.
Sin embargo, si se decidió aprobar una LCGC en lugar de modificar la LDCU, atendidos los precedentes de Derecho comparado y pese a las propuestas existentes en otro sentido, ha de presumirse que el legislador algo pretendería con ello. Quiero decir algo consecuente, racional.
Veamos ahora qué dice la Exposición de Motivos de la LCGC. Tras explicar la diferencia entre cgc y cláusulas abusivas; indicar que la Ley exige que las cgc no sean abusivas cuando se contrata con un consumidor; que el concepto de cláusula abusiva tiene su ámbito propio en la relación con los consumidores, sea en cgc o en cláusulas predispuestas para un contrato particular al que el consumidor se limite a adherirse; concluye que también puede existir abuso de posición predominante en las cgc utilizadas entre profesionales, pero en este caso han de aplicarse las normas generales de nulidad contractual. Y afirma expresamente que judicialmente se podrá declarar la nulidad de una cgc abusiva si es contraria a la buena fe y cause un desequilibrio importante entre los derechos y obligaciones de las partes, aunque se trate de contratos entre profesionales o empresarios, aunque teniendo en cuenta en cada caso las características específicas de la contratación entre empresas. Y continúa diciendo que sólo cuando exista un consumidor frente a un profesional opera la lista de cláusulas contractuales abusivas recogidas en la disposición adicional primera LDCU. Esto último es lo más coherente incluso con las afirmaciones iniciales de la propia Exposición de Motivos: en el párrafo tercero habla de que «(l)a protección de la igualdad de los contratantes es presupuesto necesario de la justicia de los contenidos contractuales y constituye uno de los imperativos de la política jurídica en el ámbito de la actividad económica. Por ello la Ley pretende proteger los legítimos intereses de los consumidores y usuarios, pero también de cualquiera que contrate con una persona que utilice condiciones generales en su actividad contractual.»
Este cúmulo de afirmaciones contradictorias sume al intérprete en la perplejidad. Por una parte, se dice que el concepto de cláusula abusiva tiene su ámbito en la contratación con consumidores; en sentido opuesto, se dice que los profesionales también podrán invocar la nulidad de las cgc que sean contrarias a la buena fe y causen un desequilibrio importante entre los derechos y las obligaciones de las partes, que es justamente lo que determina el carácter abusivo de una cláusula; dice que los profesionales deberán acudir a las normas generales de nulidad contractual, pero más tarde matiza que sólo cuando el adherente es un consumidor entra en juego la lista negra de la disposición adicional primera. ¿Qué quiere decir todo esto?
En mi opinión, si realmente el legislador tuvo en cuenta los antecedentes legislativos para tomar la decisión de aprobar una LCGC en lugar de limitarse a modificar la LDCU; si era consciente del alcance que tiene la opción entre un modelo de Ley y el otro; si quiso aprobar una LCGC que tuviese realmente un contenido propio, que justificase el sistema de la doble ley (una de cgc y otra de defensa del consumidor) y ser así coherente con sus propias decisiones; y si era consciente de cuáles son las reglas generales de la nulidad contractual, no expresó correctamente lo que en realidad quiso decir.
Creo que al intentar matizar la diferencia entre cgc y cláusulas abusivas ha llevado la distinción más allá de lo que en realidad se trata, quizás por influencia del título de la Directiva europea, referida a las cláusulas abusivas en los contratos celebrados con consumidores; y es que, efectivamente, «una cláusula es cgc cuando está predispuesta e incorporada a una pluralidad de contratos exclusivamente por una de las partes, y no tiene por qué ser abusiva», mientras que «cláusula abusiva es la que en contra de las exigencias de la buena fe causa en detrimento del consumidor un desequilibrio importante e injustificado de las obligaciones contractuales y puede tener el carácter de condición general…», según reza la Exposición de Motivos. Pero después da la impresión de que el redactor de este texto quiso matizar tanto, establecer unos compartimentos estancos tan bien diferenciados entre lo que es cgc y lo que es cláusula abusiva, que se le fue la pluma y llegó a referir el concepto de cláusula abusiva a los contratos celebrados con consumidores, siguiendo el título de la Directiva, olvidándose de que cláusulas abusivas también puede haberlas entre las cgc.
Por otro lado, es absurdo que remita a los profesionales a las normas generales de nulidad contractual para lograr la ineficacia de las condiciones generales que denoten abuso de una posición dominante del predisponente cuando en nuestro ordenamiento no se admite la rescisión por lesión ni la nulidad por abuso de posición predominante y los casos generales de nulidad contractual (error, violencia, dolo, intimidación) no se corresponden con la problemática de las cgc; únicamente cabría aplicar la prohibición del abuso de derecho que contiene el art. 7.2 CC, pero la jurisprudencia española sólo excepcionalmente hizo uso del mismo, a diferencia de la alemana, que desarrolló una sólida doctrina para prohibir las cláusulas abusivas a partir del art. 242 BGB, que fue la base en que se fundamentó la cláusula general prohibitiva de la AGBG. De hecho, tal como lo demuestra la experiencia alemana recién expuesta, la cláusula general prohibitiva de las cláusulas abusivas no es más que la aplicación de la prohibición del abuso del derecho a la contratación mediante cgc. Por lo tanto, no tiene sentido que la LCGC se remita a las normas generales de nulidad contractual cuando la norma a aplicar sería aquélla (art. 7.2 CC) cuyo desarrollo particularizado al sistema de contratación que se regula es justamente la que se evita (art. 10 bis LDCU).
Esta remisión a las reglas generales de la nulidad contractual proviene de un nuevo error del redactor de la Exposición de Motivos, que ha mezclado dos cosas distintas: por una parte, la cláusula general prohibitiva de las cláusulas abusivas, que no es otra cosa que la denominación que la doctrina generalizada ha convenido en otorgar a la definición de las cláusulas abusivas, pero que el legislador parece creer qie viene referida a algo distinto de las cláusulas abusivas propiamente dichas, que serían las enumeradas en la disposición adicional primera (como a continuación expondré), de forma que al hablar de reglas generales de nulidad se refiere en realidad a esta cláusula general prohibitiva; y, por otra parte, las reglas procesales de la nulidad contractual, a las que se refiere el art. 9.1 LCGC, que se aplican tanto a la acción individual de declaración de no incorporación como a la acción individual de declaración de nulidad de las cláusulas abusivas. Ahora bien, en cualquier caso, es evidente que si la Exposición de Motivos remite a los profesionales a estas normas generales de nulidad contractual para protegerse de los abusos de posición predominante es porque pueden utilizarlas, por lo que la cláusula general prohibitiva tiene que protegerles también a ellos. Y es que dice que «(l)a declaración judicial (…) podrá ser instada por el adherente (…)», en términos genéricos, sin reducir la legitimación activa al consumidor, al adherente consumidor.
A continuación, parece entender que cláusulas abusivas son sólo las de la lista negra, pero previamente daba a entender que la cláusula general prohibitiva, es decir, el precepto que declara la nulidad de las cláusulas que, en contra de la buena fe, causan un desequilibrio de los derechos y obligaciones de las partes, no define lo que son las cláusulas abusivas, sino otra cosa y que las cláusulas abusivas podían entrar en ese concepto («nada impide que también judicialmente pueda declararse la nulidad de una condición general que sea abusiva cuando sea contraria a la buena fe y cause un desequilibrio importante…»). Por otro lado, remite a los profesionales víctimas del abuso de una posición predominante a las reglas generales de la nulidad contractual, pero después dice que pueden instar la nulidad de las cláusulas abusivas cuando sean contrarias a la buena fe…
En definitiva, creo que lo que el legislador quiso decir fue lo siguiente: cuando el adherente es un profesional, se aplican las reglas generales de la nulidad contractual de las cláusulas abusivas; esto es, se aplica la regla general prohibitiva de las cláusulas abusivas, de las cláusulas que, en contra de las exigencias de la buena fe, causen un desequilibrio importante de los derechos y obligaciones de las partes que se deriven del contrato, en perjuicio del adherente. Y que en todo caso se entenderá que son abusivas las recogidas en la disposición adicional primera LDCU cuando el adherente es un consumidor. El legislador confundió las reglas generales de la nulidad contractual con la cláusula general prohibitiva, que declara la nulidad de las cláusulas abusivas, y se lio al establecer que esa cláusula general prohibitiva es aplicable a todo adherente, sea consumidor o profesional, mientras que la lista negra sólo se aplica cuando el adherente es un consumidor, tal como ocurre en la ley alemana.
Por lo tanto, la redacción correcta del art. 8.2 LCGC (sin tratar de corregir los errores sistemáticos, por la redundancia que suponen, pero intranscendentes, del párrafo anterior), diría así:
«2. En particular, serán nulas las condiciones generales que sean abusivas, entendiendo por tales las definidas en el art. 10 bis de la Ley 26/1984, de 19 de julio, General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios; en todo caso, se considerarán abusivas las cláusulas enumeradas en la disposición adicional primera de la misma Ley cuando el adherente sea un consumidor.»
La mayoría de los autores que han comentado en alguna forma esta cuestión han llegado a la conclusión de que la LCGC excluye el control de las cláusulas abusivas cuando el adherente es profesional, pero creo que no se han planteado la cuestión con el suficiente detenimiento y se limitan a criticar la absurda decisión del legislador. Únicamente CLAVERÍA parece inclinarse por la interpretación que aquí sugiero, al preguntarse si «con la expresión “normas generales” el texto se refiere a los casos de ausencia de buena fe y desequilibrio importante entre los derechos y las obligaciones».
Como decía al principio de este epígrafe, esta interpretación se ajusta más a la realidad del problema, centrado no en el acto de consumo sino en la falta de funcionamiento del mercado en la contratación en masa, con independencia del status del adherente, y permitirá una evolución coherente del Derecho de obligaciones, respetando sus principios generales.

BIBLIOGRAFIA CITADA

ALFARO AGUILA-REAL, J.: «Nota crítica a R. BERCOVITZ/J.SALAS(eds.) Comentarios a la ley general para la defensa de los consumidores y usuarios. Madrid, 1992, 1421 pp.», ADC, 1993, págs. 299-312.
-«Protección de los consumidores y Derecho de los contratos», ADC, 1994, págs. 305-23.
-«El Proyecto de Ley sobre Condiciones generales de la contratación: Técnica legislativa, burocracia e intereses corporativos en el Derecho Privado», RDBB, 1997-3, págs. 839-902.
ALPA, G.: «L’incidenza della nuova disciplina delle clausole vessatorie nei contratti dei consumatori sul diritto comune», RTDPC, 1997, págs. 237-53.
ANGEL YAGÜEZ, R. de : «El Proyecto DE Ley sobre Condiciones generales de la contratación. Régimen (añadido) de las cláusulas abusivas en los contratos celebrados con consumidores y significativa modificación de la Ley Hipotecaria», BICRE, dic.-1997, págs. 2.831-75.
BALLESTEROS GARRIDO, J.A.: Las condiciones generales de los contratos y el principio de autonomía de la voluntad, J.M.Bosch Ed., Barcelona, 1999.
-«Buena fe y calificación de condiciones generales de la contratación como abusivas. A propósito de la sentencia de la AP Oviedo de 5 de marzo de 1999 (imposición de subrogación en la hipoteca del promotor inmobiliario)», La Ley, 1 de septiembre de 1999, págs. 1-7.
BENEDETTI, G.: «Tutela del consumatore e autonomia contrattuale», RTDPC, 1998-1, págs.17-32.
BERCOVITZ RODRÍGUEZ-CANO, A.: «Reflexiones críticas sobre la protección de los consumidores en el Derecho español», en Estudios sobre Consumo, del propio autor y R. BERCOVITZ RODRÍGUEZ-CANO, Tecnos, Madrid, 1987, págs. 17-21.
BUONOCUORE, V.: «Contratti del consumatore e contratti d’impresa», RDCiv., 1995-1, págs.1-41.
BUSTOS PUECHE, J.E.: «Derecho Civil, Derecho Mercantil, Derecho del Consumo», La Ley, 1990-3, págs. 857-64, passim.
-«Juicio crítico al pretendido Derecho de Consumo», La Ley, 1993-4, págs. 966-73.
CALAIS-AULOY, J.: «L’influence du droit de la consommation sur le droit civil des contrats», RTDC, 1994-2, págs. 239-54.
CLAVERÍA GOSÁLBEZ, L.H.: «Una nueva necesidad: la protección frente a los desatinos del legislador. (Comentario atemorizado sobre la Ley 7/1998, sobre Condiciones Generales de la Contratación», ADC, 1998-3, PÁGS. 1.301-15.
DOSI, L.K.: «Lo “status” del consumatore: prospettive di Diritto comparato», RDC, 1997, págs. 667-87.
FONT GALAN, J.I.: «¿Hacia un sistema jurídico mercantil de “faz completamente nuevo”? La Ley 26/1984, de 19 de julio, para la defensa de los consumidores y usuarios: un instrumento para la realización histórica de un Derecho Mercantil del Estado Social», RDM, 1985, págs. 381-417.
GARCÍA CANTERO, G.: «Venturas y desventuras del artículo 10 de la Ley General de Defensa de Consumidores y Usuarios», AC, 1991-2, págs.289-99.
GHESTIN, J.: Traité de Droit Civil, T.2: Les obligations. Le contrat. Formation, 2ª ed., LGDJ, París, 1988.
LETE ACHIRICA, J.: «La transposición de la Directiva de 5 de abril de 1993 en el derecho francés: la Ley de 1 de febrero de 1995 sobre cláusulas abusivas y presentación de los contratos», La Ley, 1996-I, págs. 1.720-8.
MAZEAUD, D.: «L’attraction du droit de la consommation», RTDCDE, 1998-1, págs. 95-114.
MENENDEZ MENENDEZ, A: «Glosa del Profesor Peter Ulmer», RDM, 1993, págs. 999-1.004.
PAGADOR LÓPEZ, J.: «La Ley 7/1998, de 13 de abril, sobre Condiciones Generales de la Contratación», DN, págs. 1-34.
PIZZIO, J.P.: «La protection des consommateurs par le droit commun des obligations», RTDCDE, 1998-1, págs. 53-69.
RODRÍGUEZ ARTIGAS, F.: «El ámbito de aplicación de las normas sobre condiciones generales de la contratación y cláusulas contractuales no negociadas individualmente (a propósito de un Anteproyecto y Proyecto de Ley), DN, nov.-1997, págs. 1-16.
SANZ VIOLA, A.M.: «Consideraciones en torno a la Ley 7/1998, de 13 de abril, sobre Condiciones Generales de la Contratación», AC, 1999, semana nº 30, págs. 883-916.
TENREIRO, M./KARSTEN, J.: «Unfair Terms in Consumer Contracts: Uncertainties, Contradictions and Novelties of a Directive», documentación entregada en las Jornadas sobre «La Directiva “Cláusulas abusivas”, 5 años después», celebradas en Bruselas los días 1 a 3 de julio de 1999.
THIBIERGE-GUELFUCCI, C.: «Libre propos sur la transformation du droit des contrats», RTDC, 1997-2, págs. 357-85.
THIRY-DUARTE, M.O.: «Rapport sur l’application pratique de la Directive 93/13/CEE en France», informe presentado en las Jornadas sobre «La Directiva “Cláusulas abusivas”, 5 años después», celebradas en Bruselas los días 1 a 3 de julio de 1999.
ULMER, P.: «Diez años de la Ley Alemana de Condiciones Generales de los Contratos: retrospectiva y perspectivas», ADC, 1988-3, págs. 763-87.
VATTIER FUENZALIDA, C.: «Las cláusulas abusivas en los contratos de adhesión», RCDI, 1995, págs. 1.523-46.

Y es que se utilizan unos conceptos jurídicos indeterminados cuya aplicación en cada caso resulta a veces difícil de determinar, como se manifiesta en la vacilante y contradictoria jurisprudencia sobre el antiguo art. 10 LDCU. ¿Cuándo debe entenderse que una cláusula no respeta la buena fe? ¿Qué se entiende por buena fe? ¿Cuándo se altera el justo equilibrio de prestaciones? Ante la dificultad de establecer criterios generales bien definidos, podemos acudir a la jurisprudencia de los países de nuestro entorno donde más éxito ha tenido la normativa sobre cláusulas abusivas y cuya legislación se estima generalmente como la más acertada: Alemania y Portugal.
Pero previamente conviene hacer ciertas consideraciones doctrinales sobre la buena fe y las circunstancias que han de tenerse en cuenta según la normativa examinada.

En fin, en la medida en que la buena fe y las circunstancias de caso han de tomarse en cuenta para valorar si la cláusula es abusiva o no, es decir, si es nula o válida, se centran en cada caso individual, se llega a una composición del contrato lo más próxima posible al paradigma de contrato; se restablece el principio de autonomía contractual que ahogaba la contratación en masa (vid. Benedetti, “Tutela…”, 29-30). Sólo falta extender esta protección a los no consumidores.
Esto desmiente la conclusión a que llegan algunos defensores a ultranza del Derecho del Consumo como rama autónoma y con principios propios, en el sentido de que la autonomía de la voluntad deje de ser el fundamento de la teoría general del contrato y ceda ante otros principios objetivos superiores -la justicia y la utilidad social del contrato- de manera que el fundamento de la fuerza obligatoria del contrato ya no se encuentra tanto en la voluntad libre de las partes sino en su conformidad con estos principios superiores; sino que se abandona el concepto formal del dogma de la autonomía de la voluntad que defendió el liberalismo radical (y que en realidad no amparaba más que la voluntad omnímoda del contratante fuerte) para devolverle su sentido prístino, es decir, para examinar cuándo el consentimiento se ha prestado con libertad real, de manera que siempre que exista un desequilibrio sustancial entre las prestaciones de las partes y que éstas vengan prefiguradas por una de ellas se sustituya esa apariencia de acuerdo por lo que se estima que debió constituir el acuerdo real: nadie en su sano juicio puede desear o aceptar voluntariamente obligarse en términos inicuos. La concepción formal del dogma de la autonomía de la voluntad conducía al resultado opuesto al que le dio origen: la libertad de composición del contrato no conducía a una composición de intereses justa (en la valoración libre de las partes) sino al sometimiento de una al dictado de la otra; la justicia del contrato ya no podía garantizarse por la libertad contractual. Una concepción sustantiva del dogma permitirá que vuelva a ser garantía de equidad al buscar lo que debió ser realmente el acuerdo pretendido por las partes (querido por el adherente; el predisponente realmente no lo querría, pero dio lugar a una apariencia y actuó de un modo que le hace responsable, por aplicación del principio de buena fe).
El principio de la autonomía de la voluntad se basa en dos pilares: el respeto a la dignidad del individuo, el reconocimiento de la persona y de sus derechos, particularmente el derecho a la libertad, como fundamento del Estado moderno, por una parte; por otra, la defensa de la equidad, de la justicia, de la igualdad entre los individuos, como valores esenciales del ordenamiento. Ambos pilares se funden de tal manera que el Derecho reconoce la validez de los pactos entre individuos, de las obligaciones libremente asumidas por las partes del contrato, porque son queridos, porque se establecen en el ejercicio de su libertad y porque se presume que nadie va a aceptar obligaciones inicuas; se presume que sólo se admitirá aquéllo que reporta alguna ventaja como contrapartida, y que nadie mejor que uno mismo puede decidir qué es lo que le conviene; de ahí los aforismos volenti non fit iniuria y qui dit contractuel, dit iuste. Cuando la igualdad entre los individuos no es más que formal, de manera que uno puede imponer su modelo de contrato a una gran masa de sujetos; y que ese modelo le concede ventajas extraordinarias, perjudicando gravemente a los demás, sostener la validez de esos contratos con el argumento de que son fruto de la libertad contractual de las partes es una ironía. Precisamente el respeto a la dignidad de los individuos exige que se deniegue validez a las obligaciones que se les hayan impuesto aprovechándose de una situación de predominio social; el respeto a la dignidad de los individuos exige que se restablezca la igualdad, el equilibrio sustancial entre las partes mediante la recomposición del contrato tal como éstos creyeron o quisieron obligarse.